O eso era lo que había dicho una y otra vez, no obstante, ese tonto chico estaba allí sonriente con su victoria, sentado junto a mí en el bus en el lado de la ventana, mientras yo tenía que conformarme con la silla que daba para el pasillo, sintiendo como la gente me ponía su trasero en la cara al pasar, y me golpeaban más de una vez. Respire profundamente intentando con todas mis fuerzas no enfadarme conmigo mismo ante lo débil que era con Kilian, o quizás era su forma de conseguir las cosas a como diera lugar, no era del todo mi culpa ceder a sus deseos después de todo. Este al ver mi ceño fruncido, tomo uno de mis brazos, jalándome en su dirección, para abrazarme divertido con mi expresión de vergüenza ante sus actos, y no se dignó a soltarme a pesar de mis protestas, así que sin más opciones tuve que dormir en su pecho durante todo el trayecto.
Salimos de Salamdeul casi a las nueve de la mañana, en un bonito autobús que condujo por una larga hora, en dirección a la ciudad más cercana, pero ese no era nuestro destino, dado que el orfanato quedaba prácticamente en medio de la nada, así que nos bajamos en un extenso campo repleto de árboles sin hojas, y follaje de color blanco debido a la intensa nieve. En aquella época el sol no se asomaba demasiado, así que todos los días eran grises, donde con solo respirar salía humo de tu boca, debido al espeluznante frio. Kilian llevaba nuestro equipaje al hombro, y al ver que la autopista estaba desolada me tomo de la mano, dado que el camino que teníamos que recorrer era bastante largo, y no era buena idea separarnos hasta lograr llegar a la villa donde había vivido gran parte de mi vida.
Andamos lentamente por un camino empedrado, vislumbrando a nuestro paso paisajes maravillosos, tras largos minutos llegamos a una casa en lo profundo del bosque, o mejor dicho una mansión, porque después de mi partida la habían remodelado haciéndole una ampliación para poder acoger a más niños en ella. Respire profundamente, sintiendo como mi corazón se aceleraba al tener que soltarme del agarre de Kilian, para poder entrar en la casa sin llamar demasiado la atención. Para mi sorpresa los niños no estaban jugueteando en los columpios, o corriendo por el claro, quizás porque era difícil dar un solo paso entre ese espeso manto de nieve sobre el suelo.
— ¿Quién es? — pregunto una voz de niño cuando di tres toquecitos suaves sobre la puerta de madera.
— Luke.
— ¿Cuál Luke? — inquirió callándose una risita burlona al otro lado, Kilian sin poderlo evitar tubo que cubrirse la boca con una de sus manos para no romper a reír.
— Vamos, Ryan… — bufe poniendo mis ojos en blanco, no podía dejar de fastidiarme aun cuando ya no vivía con ellos, ese chiquillo siempre tenía que sacarme de mis casillas, era como un Kilian pero en miniatura. — Sabes que soy yo.
— Palabra clave. — insistió.
— ¡Ryan! — gruñí dándole un golpecito más fuerte a la entrada, la cual sin más remedio tuvo que abrir de par en par, dejándome ver el cambio tan grande que había tenido en el último año en el que no lo había visto, ese tonto chico era el mayor de los que vivían por ahora en ese orfanato, tenía once años, su piel morena se había oscurecido un poco debido a las intensas horas de juego bajo el sol, sus ojos negros como el carbón brillaron al verme y una hermosa sonrisa se dibujó en su rostro cuando se dignó a abrazarme.
— ¡Hermano Luke!
— ¿Acaso que otro Luke conoces?
— ¡Te extrañe! — ronroneo dejándome sin aire ante la fuerza de su caricia.
— Y yo a ti. — susurre apartándolo suavemente bajo la mirada un tanto recelosa de Kilian sobre el pequeño chico, este ni corto ni perezoso le sonrió con cierto desagrado, y a verlos odiarse sin siquiera conocerse tuve que tomar un largo respiro, preparándome psicológicamente para lo que tendría que lidiar con ambos durante todo el día.
— Hola, soy Kilian. — se presentó el más alto agachándose un poco, quedando a la altura de los penetrantes ojos de Ryan, quien me miro con una de sus gruesas cejas levantadas cuestionándome la presencia de un desconocido en nuestra casa.
— Es un amigo de Salamdeul.
— ¡Mamá Madeleine, Luke ha traído a un amigo! — grito haciéndome perder todo color en el rostro, de verdad que era un chicuelo malvado, porque sabía muy bien que yo no tenía amigos, ni pareja, ni contacto con otras personas fuera de la casa hogar, y que de la nada llevara a alguien, era una alarmante señal que no se le escapaba a sus ojos examinadores.
— ¿El hermano Luke está aquí? — musito la cálida voz de una niña.
— ¡Luke volvió! — aplaudió otro en la sala de estar, donde probablemente estaban tomando el desayuno.
— ¿Desde cuándo el hermano Luke tiene amigos? — refunfuño un niño con confusión en su tono de voz. — ¡Debe ser una broma de, Ryan!
— ¡Dejan de hacer preguntas a mis espaldas, y vengan a darme un abrazo de bienvenida!
Apenas escucharon mi voz, vinieron disparados a mi encuentro. Me rodearon entre sonrisas, casi ocho niños de distintas edades, quienes mientras colgaban de mí, me decían miles de cosas que no lograba comprender ante el ruido que causaban, pero todo se llenó de una absoluta calma, cuando nuestra madre, apareció a la distancia con su delantal aun puesto. Madeleine Wolf era una mujer que cruzaba por los cincuenta años, viuda y sin hijos, que se dedicaba a cuidar pequeñines que ni siquiera eran de su sangre con el amor de una verdadera madre. Se aproximó a donde nos hallábamos aun parados, me observo de pies a cabeza inspeccionando que estuviera bien, sonrió con cariño al detenerse en mi cara y todos le abrieron un espacio para que pudiera darme un embriagador bezo en la mejilla.
— Luke, querido como estas de delgado, necesitas cuidar de tu salud. — comento tomando mi rostro entre sus amorosas manos, analizándolo mucho mejor.
— Mamá, he estado muy bien, no te preocupes.
— ¿Y cuál es ese amigo que menciono Ryan? — murmuro dedicándome una mirada que no supe comprender, parecía la mezcla entre el asombro y la picardía. Sonreí con cierta dificultad, en el instante en que mi corazón se aceleró en mi pecho, amenazando con detenerse ante el pánico que me producía pronunciar esas sencillas palabras frente a ella, ya que no se le escapaba ni una, así que debía ser lo más cuidadoso posible para que no se percatara de mi verdadera relación con ese estúpido chico que se mantenía absorto a mi lado, llevando sus ojos acaramelados de hito en hito por todas las personas que allí habían.
— Mamá, él es Kilian. — masculle señalándolo educadamente con una de mis manos.
— Encantado de conocerla, señora Madeleine. — dijo Kilian como todo un caballero extendiéndole una de sus varoniles manos, mi madre anonadada la tomo y el más alto le planto un delicado beso en el dorso, asombrándola con su comportamiento.
— Muchacho, eres encantador. — farfullo cubriéndose el rostro sonrojada, lo que era inevitable dado sus dotes de don juan.
Deje escapar un largo suspiro cargado de agotamiento, no llevábamos ahí ni quince minutos y ya se había ganado a mi madre con su espontanea personalidad. Los dos educadamente se hicieron a un lado a platicar sobre la vida de Kilian, y esas cosas que las madres se interesan por investigar, para asegurarse que el chico con el que se junta su hijo mayor, no es una mala persona. Los observaba con cierto temor de que a ese idiota se le escapara algún comentario indebido, pero Madeleine se veía demasiado contenta con su manera tan respetuosa e intelectual de hablar.
— Hermano Luke, ¿nos trajiste algo? — pregunto Brooke, la más pequeña de los nueve, era una niña de seis años, de cabello rubio en dos tiernas coletas, y que llevaba puesto uno de esos tantos vestidos que Madeleine especialmente le hacía cuando tenía tiempo libre.
— Por supuesto.
A cada uno le entregue un pequeño paquetico envuelto en papel regalo, para Ryan unos dulces de chocolate que se devoraría antes de que terminara de entregar todos los obsequios. Para los intrépidos gemelos Camila y Maximilian, quienes le seguían en edad al moreno, y que además eran bastante envidiosos entre ellos, un paquete de gomitas que a regaña dientes deberían de aprender a compartir. Para Paul una caja de galletas de avena, las cuales sin duda eran sus preferidas, mientras Carl, emocionado recibió unas barras de caramelo, que eran muy poco probable que conseguirá por allí. Lauren por otro lado, tomo con cierto desagrado el juego de brazaletes, e intente con todas mis fuerzas no enfadarme con su actitud, dado que era la más antipática de todas las niñas por mera naturaleza, aunque a veces se le bajaban un poco los humos, y en esos momentos nos llevábamos mejor que el resto del tiempo. Por otro lado, Katia con la humildad que la caracterizaba, tomo el listón para el cabello que había elegido especialmente, imaginándome aquel hermoso color azulado en su pelo castaño. Para Blake una caja de grageas de distintos sabores, que me había pedido en mi última visita, y para Brooke obviamente un lindo peluche que no soltó en ningún momento desde que se lo entregue.
Los chicos se habían esparcido por cada rincón del primer piso de la casa, a compartir sus dulces, entre tanto mi madre y Kilian se habían sentado en el sofá de la sala de estar a continuar con su charla, dejándome a mí al otro lado de la estancia completamente solo, hablaban entre susurros, como si temieran que escuchara algo importante de su conversación, Madeleine mantenía un semblante pensativo mientras escuchaba con atención todo lo que sea que ese tonto le comentaba.
— Mamá… — le llame suavemente extendiéndole con una tímida sonrisa aquel paquete, interrumpiendo su respuesta al más alto. Ella me miro con sus ojos entrecerrados, se veía en su expresión lo apenada que se sentía para conmigo, ya que no le gustaba de a mucho que gastara mi dinero inútilmente según ella, pero eran cosas que a su edad le eran muy útiles aun cuando lo negara. Desenvolvió el regalo, encontrándose con un perfume, sus galletas de fresa, y unas cremas para la piel.
— No debiste, querido… — me dijo tomándome de las manos. — Necesitas ese dinero.
— Está bien, mamá. — le asegure para que no se preocupara más de lo necesario por mí. — Tenía dinero de sobra.
— ¡Hermano Luke, vamos a jugar! — anuncio Maximilian pasando apresurado por allí, antes de marcharse con los demás al exterior. — ¿Vienes?
— ¡Vale!
— ¡No olviden abrigarse bien!
— Yo me encargo, mamá.
— Gracias, querido. — suspiro aliviada de tenerme de regreso. No era tan sencillo criar a nueve niños revoltosos por su cuenta, y aunque tenía voluntarios entre semana acompañándola, los fines de semana eran todo un calvario; ya que los chicos siempre armaban peleas, o hacían locuras que ella debía de arreglar.
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