“Nunca antes había llovido tanto como aquella madrugada” pensaba Luna mientras veía lo que ocurría fuera de su mansión. La tierra era barro y era imposible caminar, a pesar de la hora afuera se veían pequeñas luces desplazándose, en realidad se trataban de personas caminando, corriendo, en medio de la noche.
— Luna, ¿por qué te demoras? ¿No te das cuenta que debemos de salir de aquí lo más pronto posible?- le dijo su padre quien se encontraba al otro lado de su habitación, era un hombre de mediana edad y tenía la mirada perdida.
— ¡No iré! ¡Me niego a vivir el resto de mis días encerrada rezando a alguien invisible!- decía la joven mientras caminaba en círculos dentro de su habitación.
— ¡Escúchame, hija! Esto es una emergencia, solo será una temporada hasta que las cosas se calmen, pero debemos de partir en estos momentos. - insistía su padre.
— ¡No pienso permanecer encerrada mientras tú te arrojas a las fauces del lobo! - respondió Luna.
Mientras todo esto pasaba dentro, afuera se sentía como la muchedumbre agitada huía del lugar. "¡Llegaron del ejército!" alguien dijo.
— Hija, por favor. ¿No los escuchas? Están cerca, es hora de partir. No seas testaruda, no quiero ni pensar lo que le pueda pasar a una joven prisionera. Luchamos por un mundo más justo, pero mientras no suceda debemos de adaptarnos a la realidad. No soportaría perderte al igual que tu madre - "Su madre, la situación debía de ser muy desesperada para sacar un tema casi tabú" pensó Luna
—De acuerdo, iré. Pero tenlo por seguro que huiré de ese convento apenas pueda.- respondió Luna.
— Sino, no serías mi hija. Acomoda tus cosas es hora de partir- dijo su padre.
Cada vez se escuchaba más cerca el galopar de los caballos, la hora final se acercaba. Solo una cosa era cierta, había que partir. Rápidamente cogió una maleta y empacó algunas ropas, su padre estaba disfrazado de cochero, ella iba dentro de la carroza.
El camino era largo, estaban ascendiendo cada vez más y el frío le calaba los huesos, debía de haber traído más ropa, pronto se quedó dormida en medio de sus pensamientos.
Al abrir sus ojos ya era de día y se podía ver el convento en la cima de una montaña, con sus paredes de piedra pulida y jardines que lo adornaban. Luna bajó del coche y se acercó a su padre, don Aristo.
— Hija, ve con Dios— le dijo Aristo mientras le abrazaba, luego dibujó una cruz con el pulgar en su frente.
— ¿Ahora estoy marcada? — dijo sarcásticamente la menor.
— Tú estás marcada para sobrevivir— respondió su padre con una media sonrisa. Se acercó donde la madre superiora y le dio una bolsa con monedas.
El cielo era celeste. El padre de Luna regresó a la carroza y azuzó a los caballos, ¿volverían a encontrarse?
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