Un día. Llevo todo un maldito día encerrado en esta minúscula jaula sin comer, beber, relacionarme e incluso moverme, ahogándome en mi ira. Puedo ver casi toda la Ciudadela desde aquí, y me alegro de no tener vértigo. La indescriptible altura que hay bajo mis pies, junto al fuerte viento, harían sufrir a cualquiera que no estuviera ya acostumbrado a las alturas como yo lo estoy.
El mecanismo conectado a los cables de los que se mantiene suspendida mi prisión empieza a sonar y me elevo. Una vez arriba veo a dos Ángeles con las caras descubiertas esperándome, posiblemente novatos por lo jóvenes que son. Cuando se abre la jaula no puedo detenerme y, antes de que puedan esposarme, empiezo a golpearles. El primer golpe es un puñetazo torpe en la cara de uno de los muchachos, seguido de una patada frontal al otro novato, que en realidad es una mujer, quien se ha abalanzado sobre mí. Rápidamente me vuelvo hacia el otro y le tiro al suelo con una llave, seguido de una patada en su cara descubierta, aprovechando su estado de vulnerabilidad. Inmediatamente la otra novata se lanza sobre mí y antes de que se acerque demasiado lo doy con una patada frontal, tirándola al suelo. Mis músculos no responden correctamente, por lo que me caigo al suelo tras el último ataque. Inmediatamente un tercer soldado entra y me suelta una patada tremenda aprovechando que todavía estoy tirado en el suelo.
- ¡Inmovilizadle, par de idiotas!
El que acaba de llegar habla con autoridad.
- ¡Sí, señor!
Dice uno de los novatos al tiempo que los dos se tiran encima de mí.
Como todavía me resisto con todas las fuerzas que me quedan el superior de los cadetes me pega otra patada.
- ¡¿Te gusta, pedazo de óxido?!
La sangre me sale por la boca, aún machacada, mientras me ponen esposas en mis manos y pies, conectadas a un grueso collar que me han puesto para no mover la cabeza.
Sigo luchando, solo para llevarme otro golpe más.
- ¡Llevadlo ante el tribunal y no separéis la vista de él ni un segundo!
- ¡Sí, señor!
Responden al unísono los recién iniciados, que me agarran y me hacen avanzar casi a rastras hasta el tribunal.
Avanzamos por los enormes pasillos de las torres, completamente desiertos, a paso rápido. Mis carceleros, sobre todo el chico, siguen los consejos de su superior y no me quitan el ojo de encima, por lo que cada vez que intento resistirme mi ataque es repelido.
- ¡Muévete de una vez!
Ordena la chica tras el último intento.
Una vez llegamos a las puertas del tribunal veo dos guardias con pinta de ser veteranos apostados a cada lado. Una vez nos ven ellos a nosotros abren la puerta, mostrando el interior del tribunal, una enorme sala circular divido en varios niveles atestados de personas. El nivel en el que estoy está completamente desierto a excepción de una plataforma situada en el centro y el asiento que hay en ella.
Se realiza un relevo entre los guardias y los que vigilaban la puerta son los que me llevan hasta el centro.
Al verme entrar toda la estructura se llena de ruido mientras las autoridades incitan al orden.
- El público te adora.
Dice uno de los guardias.
Poco después de detenernos junto a la silla metálica, aparece Urenio II, el emperador. Lleva puesta su corona, hecha de platino, oro y bronce; sobre un pelo corto de color negro, acompañada de varios adornos de metal en las orejas. Lleva una chaqueta de gala plateada abierta con cuerdas metálicas que unen las dos mitades, la cual tiene en un lado el escudo de armas de la familia real y el de la Ciudadela en el otro, una larga capa de oro, una camisa abotonada de plata y con botones de bronce. Sus pantalones están hechos con fibras de bronce y sus zapatos con plata.
La gente le aplaude y los soldados se arrodillan, no sin antes obligarme a hacerlo a mí también.
Urenio toma su asiento en el tribunal y se dirige al público.
- Declaro el inicio de este Juicio. La humanidad contra Tantalius Septuo, al cual se le acusa de alta traición contra su pueblo.
Dicho esto me hace sentarme a la silla y me esposan a ella.
- Comencemos.
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