Colocó la daga al rojo vivo en el agua y se escuchó un siseo por todo el taller. Se retiró los empañados googles para dirigirse a la única silla de la habitación. Sabía que si H’Ordan lo encontraba sentado en el lugar que no le correspondía le daría azotes pero después de haber vivido tantos años bajo el yugo del vendedor de armas ya no le importaba acumular más marcas en sus brazos.
A pesar de ser solo un niño Zaed había pasado por demasiado sufrimiento y había escuchado tantas voces en el piso de arriba que había dejado de creer en la posibilidad de volver a ver la luz. Su hogar era ese sótano cerrado únicamente por fuera y en el cual únicamente lo acompañaba el acero, las herramientas y el fuego. Nunca conoció el rostro de sus padres y el único recuerdo remoto que tenía era el de su amo adquiriéndolo fuera de aquella pared.
H’Oran le enseñó todo lo que él sabía de herrería. Las manos de su amo estaban cubiertas de cicatrices viejas, la izquierda siendo una de las más dañadas y ambas de vez en cuando tenían espasmos que desconcertaban a Zaed. Temía que en algún momento terminase como él: un anciano inútil que compra niños para su beneficio.
Escuchó pasos sobre su cabeza, se levantó rápidamente para avanzar hacia el acero en bruto. Tomó una pieza y comenzar a calentarla sosteniéndola con unas largas pinzas. H’Oran comenzó a bajar las escaleras para hacer la visita de la tarde, su bastón se apoyaba en cada peldaño mientras Zaed seguía esperando a que el metal estuviese lo suficientemente caliente para empezar a golpearlo.
-¿Cuántas armas has hecho ya?- dijo bruscamente el comerciante mientras buscaba en la oscuridad su asiento.
-Llevo trece espadas, nueve dagas y dos escudos, señor.- caminó hacia el yunque con cuidado de no soltar la barra. Tomó su martillo y empezó a golpear mientras el viejo lo contemplaba realizando su labor.
-Sabes que eres el único herrero que tengo en este muladar y aunque no lo creas, a veces te veo como un hijo.- se aclaró la garganta, Zaed pensó que tal vez el calor sofocaba a su amo por lo que cerró un poco la puerta del horno y siguió golpeando el acero sin dejas de escuchar.- Quiero pedirte un favor muy importante y necesito que lo cumplas al pie de la letra. Deja ese proyecto y acércate.
Zaed dejó a un lado su martillo, colocó el metal en la tina con agua y otro siseo se escuchó en el taller. A paso rápido Zaed se colocó frente a H’Oran, justo como él le había dicho que debía hacerlo desde la primera vez que lo dejó vivir bajo su techo.
-Necesito que coloques cada barra de acero del taller en el almacén.- dijo su amo y sin cuestionarlo Zaed comenzó a juntar cada pedazo de metal que encontró en el taller hasta quedar sin rastro alguno. H’Oran cerró con llave la puerta que guardaba el hierro y colocó un pesado candado con sus temblorosas manos. Acto seguido volvió a su asiento.- Solo te he permitido conservar tus herramientas pero está prohibido que las utilices como materia prima. Tienes que escucharme bien. Lo que debes de hacer es un arma liviana, silenciosa e indetectable. Si la hubieses fabricado de algún metal estaríamos muertos, así que tendrás que utilizar todo lo que queda de esta habitación, debe estar lista para antes del primer sol…
-¡Eso es muy poco tiempo!- dijo el niño y al percatarse de su tono de voz agregó.- Señor, haré lo posible por tener ese objeto.
H’Oran se puso de pie bruscamente, Zaed temía que fuese reprendido por su falta de respeto pero en cambio el vendedor se dirigió a las escaleras apoyándose en el barandal y severamente dijo:
-No quiero que hagas lo posible, eso es para idiotas. Lo haces o no, si eliges la segunda opción yo mismo machacaré tu cráneo con el martillo ¿quedó claro?
-Sí amo.- dijo Zaed nervioso.
H’Oran subió los peldaños y al final cerró la puerta. Zaed escuchó cómo le echaba el cerrojo y en cuanto creyó que su dueño se había alejado por completo se hincó en el piso. Sus manos reflejaban su temor, sabía que su dueño podía cumplir su palabra, después de todo las cicatrices de su brazo habían comenzado como amenazas para luego ser confirmación de que con H’Oran no se jugaba.
No podía utilizar sus herramientas ni lo que se encontraba en la bodega, únicamente lo rodeaba tierra y alguno que otro trozo de hueso o madera más no tenían el tamaño necesario siquiera para hacer un cuchillo pequeño decente.
Algunas otras cosas que tenía en ese sitio eran sustancias que Zaed utilizaba para teñir el acero e incluso para limpiarlo de impurezas. Ninguna de ellas era lo suficientemente fuerte como para matar a un individuo.
El niño miró el fuego, su calor podía reunir a los viajeros y también las llamas podían destruir cuerpos hasta dejarlos hechos cenizas. Recordó las veces en las cuales tuvo que ver los cadáveres de quienes habían sido sus mejores amigos, cada uno de ellos convertidos en polvo. Por un momento escuchó la potente voz del vendedor de esclavos decirle al oído “Los débiles nunca llegan a viejos”.
Entonces tuvo una idea.
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