Frente al espejo, Lázaro se probaba la camisa que se acababa de comprar. En los últimos seis años, toda aquella ropa se le había quedado algo pequeña. Lázaro se alegró entonces más que nunca de no seguir las modas, porque, ¿cómo habría cambiado la muy puñetera en todo este tiempo? Aparte, Lázaro siempre pensó que, cuando uno estaba en coma, poco podría crecer. Es más, le sorprendía la buena forma en que se encontraba.
“Y nada de secuelas, ni rehabilitación...”
Siguió abrochándose la camisa a lo largo de su torso, algo más grande y velludo.
“¡Joder, como estoy de bueno!”, pensó con una sonrisa.
“¿Habrá cambiado mucho toda esta gente?”, pensó luego.
No tenía ni idea de las ganas que tenía de volver a verles. No sabía por qué, pero ahora se daba cuenta de que los había echado de menos. Idea que le pareció absurda, ya que él no se había movido de allí. Él sólo se dio una vuelta en la moto de Alfonso y, luego, un rato después, despertaba como si nada hubiese pasado.
Pero habían pasado seis años. Eran ellos los que tendrían que haberle echado de menos.
Y Nuria. Allí estaba, para su sorpresa, tan hermosa como no podría haber recordado en un millar de años. No pensaba que pudiese volver a querer saber nada de él. Y, no obstante, allí estaba. La veía y se sentía culpable. Y notaba en la mirada de ella que, tal vez, ella sintiese lo mismo.
“¿Me voy a emborrachar por una mujer?”
Recordó esas dolorosas palabras, pronunciadas hacía sólo tres semanas... hacía ya seis años...
Hablaría con Nuria. Intentaría aclarar lo sucedido aquella noche, y, después, haría lo que fuese por borrar la tristeza de sus ojos.
Saliendo de sus pensamientos, Lázaro miró el reloj. Eran casi las once, y aún tendría que recorrer unos cientos de metros antes de llegar al lugar de encuentro: la casa de Tato. Llegaría tarde. En eso no había cambiado.
Mientras se dirigía a casa de Tato, rezaba para sus adentros para que, esa noche, no hubiese guerra. En el camino, Lázaro rememoraba como, seis años atrás, reunir a todos sus amigos era equivalente a lanzar una granada en Jerusalén: habría problemas. Uno a uno fue desentrañando todas las fases del conflicto. Esperaban cualquier momento para echarse en cara las faltas de otro. Hasta ahí, el problema no lo era tal, pero siempre había uno que decía algo de alguien erróneamente... o no tanto. Y el otro así lo hacía saber. Como aquella vez en que Alfonso empezó a recriminarle a Hugo que le perdió un libro, cuando entonces el otro le respondió que él le perdió un balón, y saltaba el otro diciendo que él no, que fue Tato, que hasta entonces, no había tenido nada que decir, y saltó, para vengarse, tal vez, con lo de que, por su culpa, él no salió nunca con Gema, y saltaba entonces el Pera con lo de que si Gema era una guarra y una cabrona (cuando lo único que había de verdad en eso era que no quería liarse con él), y empezó a recibir los golpes de Tato antes de que el Pera pudiese enterarse de que se refería a “la otra” Gema (a la que, para evitar futuros conflictos, acabaron rebautizando como “Lotra”... cosa que a ella, al principio, no le hizo ninguna gracia...), y entonces le echaba las culpas a Lázaro, que, para defenderse... optaba por una estratégica retirada y buscaba refugio en cualquiera otra gente que encontrase cerca. Cosas de niños. Tal vez, en seis años, hubiesen madurado algo.
Por cierto, de Hugo no había sabido nada hasta el momento.
“¡Qué putada!”, pensó. “Mi mejor amigo, y tiene que irse de vacaciones justo ahora”.
- ¿Pablito en el ejército? – preguntó Lázaro sorprendido.
- “Posí” – respondió “Lotra” -. Acabó el COU y empezó la carrera, pero la dejó en segundo y se metió al ejército.
- ¡Qué bajo ha caído! – exclamó Lázaro divertido -. ¿Y cuándo viene del Ferrol?
- El mes que viene ya está aquí.
- Pues qué bien. Tengo un montón de ganas de verlo.
Tras tomar un último trago de su vaso, Lázaro se le quedó mirando, y lanzó una ojeada a las bolsas.
- Ahora vengo, tengo que repostar.
De camino a la bebida, Lázaro sonreía de ver como sus amigos pasaban momentáneamente de él para ocuparse de sí mismos. No estaba seguro de poder aguantarles a todos a la vez preguntándoles qué tal estaba, cuando estaba claro que mejor no podía estar, y sin tener nada que contarles, salvo ese único sueño que tuvo en seis años. Del que apenas recordaba nada. Y de cómo intentó ir a mear, pero no le dejaron. Tampoco creía poder soportar a todos a la vez encima de él, contándoles las cosas de los últimos seis años. Por lo pronto, había charlado con “Lotra”, que resultaba que llevaba cuatro años ya saliendo con Pablo. Tato le contó que había cortado con Marta, pero seguían siendo muy amigos. De hecho, ahí estaban, charlando. Y lo más sorprendente: el Pera, el que nunca ligaba, después de una corta relación con una chavala del instituto de la que Lázaro no recordaba mucho, había estado saliendo con unas cuantas chavalas, incluyendo a la gloriosa Palma, y ahora estaba prácticamente comprometido con Susi, que tanto le gustó siempre. Alfonso estaba hecho un pichabrava, pero eso se lo sonsacó a Tato, ya que con él todavía no había hablado. Y de Hugo sabía, aunque no estaba, había cortado con Rocío, quedando, en teoría, como amigos, pero, la verdad, según la propia Rocío, es que no era como con Tato y Marta. En el fondo, eso le alegraba. Rocío parecía buena al principio, pero después, algo cambió en ella. Justo antes del accidente.
- Hola -. La dulce voz de Nuria sacó a Lázaro de su repaso a los últimos seis años.
- Hola – respondió Laza -. Contigo quería yo hablar.
- Y yo contigo.
- Es sobre lo de aquella noche.
- Ya. Yo también.
- Creo que tengo que pedirte disculpas.
- ¿Por qué? – respondió Nuria.
Lázaro, la verdad, no sabía qué responder. ¿Sería ella la que, en verdad, debía pedir perdón?
- ¿Qué pasó aquella noche? – preguntó finalmente el muchacho.
Nuria estaba confusa.
- ¿No lo sabes?
Lázaro meditó su respuesta.
- Yo sé mi parte. Lo de los demás, no lo sé.
Nuria miraba sorprendida a su amigo.
- Creo que eso deberíamos discutirlo en otro momento, con más calma – propuso Nuria.
- Está bien – respondió Lázaro tras pensarlo un poco.
- ¡Laza! -. La voz de Palma sacudió la molesta calma que se creó en torno a Lázaro y Nuria, anunciando la tardía llegada de la otra parte del grupo de amigos de Lázaro.
En un gesto infantil, Susi agarró al Pera, en un absurdo anuncio a su amiga para recordarle quién era ahora su chica. Aunque bien sabían todos que no era necesario.
Palma no venía sola, como era de esperar. Venía acompañada por Ángeles, Gema y otra chica, pequeña, de pelo castaño corto y hermosos ojos claros. Su linda mirada despertó los recuerdos de Lázaro.
- ¿Te acuerdas de mi prima? – le preguntó Ángeles a su amigo.
- Claro que sí – respondió este -. No hace tanto tiempo que no nos vemos. Hola, Isabel.
- Hola, Lázaro – respondió Isabel, recibiendo, sorprendida, el tierno abrazo de Lázaro -. ¿Cómo te encuentras?
- Mejor no podía estar.
Lázaro miraba a Isabel sonriendo.
- ¿Qué? – preguntó la muchacha
- ¡Joder! ¿Es que vas a ser la única que no me va a decir que me ha echado de menos? - Es que no te he echado de menos.
- ¡Ah, vale, yo también te quiero!
Isabel no pudo contener una risa.
- ¡Pero si no hace ni un mes que te he visto!
Lázaro estaba confuso.
- He estado haciendo las prácticas de enfermería en el hospital en el que estabas – dijo ella al fin -. Pero, desde que empecé las vacaciones he estado fuera. Por eso no te he ido a ver antes.
- ¿Y cuándo has llegado?
- Hoy.
Lázaro sonrió.
- Justo el día en el que a mí me han soltado – comentó.
- Ya.
¿Qué había en ese “ya”? Lázaro no quería creerse nada raro.
- Pues me alegra el haber estado en tan buenas – “hermosas” – manos.
- ¡Anda ya! ¡Si lo único que he hecho es cambiarte el gotero!
“¿Me habrá lavado ella?”. Lázaro se llenó el vaso. Y se lo bebió en un trago. “¡Joder, que vergüenza!”
- ¿Hablaste con Nuria? – preguntó Ángeles.
- Algo sí – respondió Lázaro.
- ¡¿Cómo que “algo sí”?! – se escandalizó Isabel -. ¿Pero en qué estabas pensando? – dijo al tiempo que le golpeaba el brazo con los nudillos.
- ¡Isa! Que duele... – se lamentó el pobre muchacho.
- Llevas desde lo de aquella noche esperando para hablar con ella. Y seguro que ella opina igual. ¡Puede que para ti sólo hayan pasado tres o cuatro días, pero para ella son seis años más!
La reacción de Isabel le dejó perplejo.
- Tú también tienes curiosidad, ¿verdad?
Isabel puso morritos.
- La verdad es que sí.
- Habría hablado con ella, pero es que, en ese momento, llegasteis vosotras.
- Ahora va a ser nuestra culpa – dijo Ángeles.
- Y vosotras también. En seis años, ya le podríais haber preguntado. Que tiempo habéis tenido.
- Sí, ya – respondió Isabel -. Pero es que ella siempre ha estado muy sensible con ese tema.
- Pues bueno - dijo Ángeles deteniéndose -. Yo voy para allá.
- Oye, es verdad – dijo Lázaro mientras se despedía de su amiga -. Que tú vives por allí.
Cuando Ángeles estaba ya lo suficientemente lejos (ya había entrado en su portal), Lázaro se dio cuenta de que Isabel le miraba, con una gran sonrisa. Estaban los dos quietos. Él, con la manos en los bolsillos, descolgado de los hombros. Ella, agarrando su bolso con ambas manos, caído sobre sus piernas. Balanceaba suavemente sus hombros y su cabeza, mientras no apartaba los ojos del hombre que tenía frente a ella.
El hombre estaba perplejo.
- ¿Tú no vivías por allí? – dijo señalando el lugar del que venían.
- Me he mudado.
- Ya. ¿Hace mucho?
- ¡No, no es eso! – se apresuró en responder Isabel -. Es que estoy pasando unos días en casa de mi abuela. Estamos de obras.
- Ah, ya. ¿Está muy lejos?
- Aquí mismo.
Caminaron durante unos metros más, sin pronunciar palabra. Ambos se miraban, sonreían, canturreaban alguna canción. Pero no hablaron.
- Bueno, aquí es – anunció Isabel.
- ¿Qué fue de Josele? – preguntó al fin Lázaro.
- ¿Josele? – repitió Isabel -. Cortamos.
- Vaya, lo siento – “Mentira”.
- Era lo mejor que podíamos hacer.
- Pues fíjate que me acabo de acordar de él – “Llevo toda la noche queriéndotelo preguntar”.
- Me preguntaba mucho por ti.
- Es buena gente – “Eso es nuevo”.
- Tú le caías muy bien.
- Y él a mí – “Menos cuando fue más rápido que yo”.
- Ahora mismo no sé dónde estará. De vacaciones, supongo.
- A él siempre le gustó viajar – “Se podría haber perdido en el campo” -. ¿Cuánto hace que... – “despabilaste”?
- Hace más o menos seis años.
- ¡Coño! – “¡Coño!”
- ¿Qué pasa?
- No sabía que hiciese tanto tiempo – “¡Eso tendría que ser poco después de mi coma!”.
- Sí, bueno. Pero seguimos siendo amigos. Por eso me preguntaba por ti.
- ¿Y por qué le dejaste? – “Me querías, ¿a que sí?”
- Fue él el que me dejó.
- ¡Que hijoputa! – “Creo que le quiero”
- Bueno, mejor así –. Isabel desvió la mirada hacia los brazos de Lázaro -. Bonitos tatuajes – dijo antes de entrar al portal.
Lázaro, sin darle mayor importancia, siguió caminando calle abajo. Cuatro calles más abajo, sacó su llave y entró al portal.
¿Cómo era posible que, hasta esa noche, no se hubiese acordado de Isabel?
Una vez se metió en la cama, los recuerdos empezaron a surgir. Quizás Lázaro hubiese conocido a Isabel en un mal momento: al poco de que Nuria empezase a gustarle. Durante mucho tiempo, Lázaro y Nuria habían sido amigos. No unos amigos muy especiales, pero se caían bien. Tal vez, demasiado bien. Pero no parecía haber nada más allá de una mayor atracción por parte de Lázaro. Se dio cuenta de que quería algo más de una forma un poco rara. Simplemente, ella se cruzó un buen día en sus pensamientos y en su camino. Y poco después, apareció Isabel. Pero él estaba demasiado ofuscado a causa de Nuria como para darse cuenta. Tal vez llegó a sentir algo más, pero Josele fue, de cualquier forma, más rápido. Luego, una mala noche, una triste sucesión de acontecimientos, cubalibre, una ilusión que se rompe, más cubalibre, esa extraña pastilla que no debió probar, cubalibre sin cola, la moto de Alfonso... y un idiota que pone fin al primer párrafo de la historia de su vida. Y suerte tuvo de poder continuar.
Pero, ¿fue suerte?
Durante seis años, vivió en un mundo en el que era feliz. Era un mundo creado por sus sueños. No recordaba nada de eso. Pero sabía que le había gustado.
No era lógico que, tras pasar seis años en coma, sólo desease volver a dormir.
Y eso era todo lo que él quería.
Volver a soñar.
Con su mundo...
Pero no siempre los sueños se dedicaban a hacerle más placentera esa importante parte de su no muy afortunada existencia. A veces le parecían malignos demonios enviados por los espíritus del viento (Lázaro había oído que los antiguos relacionaban al viento con los sueños), como aquella vez que soñó la tormenta. Despertar significó el dolor, al saber que su sueño no podría ser realidad. Y, tras seis años de sueño, despertar volvió a significar lo mismo. Sólo que esta vez su dolor se debía a que aquello sólo fue un sueño, no fue la realidad. Y esta vez no había remedio posible.
Lázaro recordó entonces que, seis años antes, sus padres estaban a punto de divorciarse. Y allí estaban, durmiendo juntos en la habitación a escasos metros de la suya propia.
Entonces sonrió. Y cerró los ojos, dispuesto a entrar de nuevo en su sueño.
Aunque no había regresado desde que despertó.
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