- Hola – saludó Lázaro.
- ¡Hola! – respondió la chica que estaba sentada en el despacho de Josan.
- ¿Y Josan?
- No ha podido venir hoy – respondió la muchacha.
La chica, guapa, castaña con el pelo largo, de lindos y alegres ojos marrones, le resultaba familiar de algo a Lázaro. Se levantó y se acercó sonriendo al paciente-cobaya del futuro fantasmatólogo.
Sonreía con los labios y con los ojos. Su cara, limpia y serena, parecía reflejar la ilusión y la emoción de quien recibe al fin el regalo que esperaba.
- Tú eres Lázaro – afirmó la muchacha señalando con el dedo. Su voz sonaba como la alegre carcajada de una niña.
- Sí.
- Yo soy Laura – se presentó la chica, de pie frente a Lázaro, apoyada contra la mesa, posando la mano en el pecho.
Lázaro estaba confuso.
- Soy la ayudante de Josan.
- ¿Y dónde está él? – “¿Ya tiene ayudante?”
- Está en Madrid, tenía que asistir a una conferencia, pero no se lo dijeron hasta ayer, ya de noche. No pudo avisarte. Además, quería investigar un par de cosas.
- Vaya... pues tenía que hablar con él.
- Sí, eso me dijo – respondió Laura, con una sonrisa -. Me dijo que me dejaras el diario de estos días. Yo se lo daré luego. Ya te llamará para quedar otro día.
- Vaya... – dijo Lázaro. Extendió el fajo de papeles grapados por la esquina y se lo entregó a Laura.
- Vale – dijo la chica -. ¿Puedo ayudarte en algo?
- ¿En qué instituto estudiaste?
- ¿Cómo? –. Con una sonrisa de sorpresa, Laura seguía mirando al hombre tatuado.
- Es que tu cara...
- En el mismo que tú – respondió Laura.
Lázaro golpeó la palma de su mano izquierda con el puño derecho. Luego, con la misma mano, la señaló.
- ¡Ya decía yo que me sonabas de algo!
- Estaba un curso por debajo de ti – añadió Laura, sonriendo -. Pero no sabía que te hubieses fijado.
Lázaro sonrió.
- ¡Qué casualidad! – exclamó.
- Sí, bueno... – Laura bajó la mirada -. ¡Siéntate! Así hablamos de los viejos tiempos. Lázaro aceptó.
- ¿Qué tiempos? – preguntó Lázaro -. Si ni siquiera te conocía.
- Ya, pero pudimos habernos conocido – dijo Laura sonriendo -. Hablemos de los viejos tiempos que nunca fueron.
“Los viejos tiempos que nunca fueron...”
- Lamenté mucho saber que caíste en coma.
Lázaro estaba cada vez más mosqueado, aunque alegre, en cierto modo. Algo subido de ego.
- ¿De verdad?
- Sí. Bueno, ya sé que nunca hablamos por aquella época, pero yo te tenía... muy presente.
- ¿De verdad? -. Lázaro se sentía algo incómodo, pero le gustaba.
- Sí, bueno, ya somos adultos. Tú me gustabas – confesó Laura con una pícara sonrisa.
- ¡Vaya! – exclamó Lázaro.
- Sí, bueno, espero que no te haga sentir incómodo.
- ¡No, al contrario!
Lázaro se mordió la lengua un poco tarde.
- Bueno, no debería haber sido tan directa. Además, de eso hace seis años.
- Ya...
Por unos momentos, ambos permanecieron en silencio.
- ¿Y de qué me conocías? – preguntó finalmente Lázaro.
Laura bajó la mirada, tímida.
- No sé, de verte por ahí, con tus amigos, Hugo, el Pera, Tato, Alfonso... del patio, de la cantina... de eso.
- ¿Y por qué nunca me dijiste nada? A lo mejor, me ahorraba así los seis años de coma y el...
Lázaro calló. Laura le miraba. Su sonrisa no era ya alegre.
- Eso pensaba yo...
Lázaro se sintió, de repente, mal consigo mismo.
- Perdona – dijo al fin.
- No, hombre – dijo Laura, sonriendo -. No pasa nada. Además, ¿qué posibilidades tenía yo? Era una niña fea y con granos. ¡Y tú habías salido nada menos que con la gran Olga!
Lázaro se encogió de hombros.
- Seguro que no sería para tanto.
Lázaro se quedó mirando al suelo. Laura le miraba, sonriendo, como esperando a que se le ocurriese algo.
- ¿Sabes que ese lunes no hubo clase?
- ¿No?
- No. Se suspendieron.
- Vaya, no sabía que fuese tan importante.
- No, bueno, era para que todos supieran lo que pasó, como para dar ejemplo.
- Ah, vaya...
- Ya. Hubo polémica al respecto.
- Bueno... ¿Y con quién te juntabas tú?
- Con nadie que conocieses.
- Inténtalo.
Laura sonrió.
- ¿Lázaro?
- ¡Hombre, el fantasmatólogo perdido! ¿Dónde estás?
- En el Talgo. Escucha, voy para Alcidia, pero antes me quiero pasar por San Fernando. ¿Nos vemos donde siempre?
- ¿En el hospital?
- Sí.
- Ya estuve ayer.
- Ya, ya me lo ha dicho Laura. Escucha. Me ha pasado tu diario por fax. Quiero que comentemos un par de cosas urgentemente. ¿Tienes algo que hacer?
- Bueno, iba a llamar a Isabel, pero no tengo planes.
- Vale, mira, en dos horas en el hospital, ¿vale?
- Bueno, pero, ¿qué es tan urgente?
- No, ahora no. Ya sabes, en dos horas, en el despacho.
- ¿Es sobre los sueños?
- No. Sobre los tatuajes.
Lázaro se quedó de piedra.
- ¿Laza?
- ¿Qué pasa con ellos?
- No, Lázaro. Luego. Aquí no. Hasta dentro de dos horas.
Lázaro colgó el teléfono un poco después que Josan. Se tendió en el sofá, desnudo de cintura para arriba. Miró el reloj en su muñeca. Eran casi las cinco. Alargó el brazo para coger de nuevo el teléfono. Marcó el número de Isabel. Esperó.
- ¿Sí? -. Era su madre.
- Hola, ¿está Isabel?
- No, no está. ¿Quién eres?
- Soy... Lázaro.
- ¡Ah, ya sé quien eres! El amigo de mi sobrina Ángeles, ¿no? Pues no, hijo, no está – dijo su suegra, nada impresionada. Era la primera vez que el teléfono no lo cogía la propia Isa -. ¿Quieres que le diga algo?
- No, bueno, que he llamado. ¿Y adónde ha ido?
- Pues no me lo ha dicho. Me dijo que estaría aquí para hace media hora. Se habrá entretenido. ¡Ya sabrás como es ella!
- Sí... ¡Se para hasta con los perros!
La madre de Isabel rió la ocurrencia de Lázaro.
- Pues no sé a dónde ha ido. ¡A ver si se ha echado novio y no nos ha dicho nada!
Lázaro rió mosqueado.
- Bueno, pues mucho gusto en hablar contigo.
- Igualmente, señora – respondió Lázaro.
- Ya sabes dónde tienes tu casa.
- Vale... Hasta luego.
- Adiós, hijo.
Colgaron al mismo tiempo. Si esa simpática señora supiese con quién estaba hablando...
Así que, finalmente, Isabel no le dijo nada a sus padres... bueno, no tenía importancia. Él tampoco lo hizo. Estiró los brazos, y se miró los tatuajes. Ya no le daba mayor importancia a que estos fuesen y viniesen a su gusto. Aparecían, desaparecían, cambiaban de tonalidad, se movían por su piel...
Tampoco parecía impresionar a nadie.
Y eso era lo peor.
¿Dónde estaría Isabel? ¿Y qué pasaría con los tatuajes?
- ¿De verdad quieres saberlo? – preguntó Josan.
Estaba sentado de espaldas a la puerta entreabierta. Lázaro ni siquiera pensaba que pudiese saber que estaba allí.
- ¿Saber el qué?
Josan volvió la silla giratoria y se encaró a Lázaro con la mirada sorprendida. Tenía un teléfono móvil pegado a la oreja.
- Bueno, Bonita, luego te llamo. Dale un beso a la Cosita... Sí, ya lo sé.
Josan colgó y miró a Lázaro.
- ¿Qué? ¿Cómo te va?
- Bien... bueno, tú sabes.
- Ya, ya...
- ¿Con quién hablabas? – preguntó Lázaro, cotilla.
- Con una amiga.
Lázaro sonrió al tiempo que Josan.
- ¿Qué clase de amiga?
El fantasmatólogo se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en las manos entrelazadas, cubriendo los labios.
- Inma. Es la madre de mi hija.
- ¿Eres padre?
- Sí. Se llama Deirdre – dijo sonriendo -. Tiene dos años y medio. Es lo más bonito en este triste mundo.
- Bonito nombre.
- Es celta.
- ¿Celta?
- Sí. Como su madre. Ella desciende de celtas.
- ¿Gallega?
- Asturiana.
- Ya...
Josan se recostó contra el respaldo del asiento.
- ¿No quieres que hablemos de tus tatuajes?
- Sí, claro, perdona. Pero, es que, tanto contarte mis cosas, y ahora me entero de que tienes una hija.
- Bueno, no hace mucho que yo me enteré.
La voz de Josan sonaba más familiar ahora que no estaba cubierta por sus manos. Pero, aún sabiendo esto, Lázaro tenía la impresión de que algo no encajaba.
- Leí tu diario de esta semana – dijo Josan, interrumpiendo a Lázaro -. Muy interesante.
- ¿Qué? – preguntó Lázaro, aturdido.
- Lo del amigo de Isabel. También él estaba en tu sueño.
- Así es.
- Un médico -. Josan clavó la mirada en Lázaro.
- Y un asesino – añadió Lázaro.
- ¿Intentó matar a tu amigo?
- No. Yo siempre pensé que le quería mantener vivo, para llegar y hacerse el héroe.
- ¿Para impresionar a Isabel?
- No lo sé. Tal vez fuese para eso, para llevársela consigo.
- ¿Para trabajar juntos?
- No creo que sus motivos fuesen tan nobles. Un hombre noble no usaría el veneno para malherir a Marcos y luego curarle. Lo que quería era convencer a Isabel y a los demás de que él era el bueno. Sí, tal vez pretendiese llevarse a Isabel, pero para nada bueno.
- Explícame eso.
- Pablo era un hombre muy religioso. Llevaba una cruz prendida al cuello. Isabel era pagana. Una bruja. Yo creo que quería llevársela para juzgarla o algo. O matarla directamente.
- ¿Cómo supiste que Pablo era el que envenenó a Marcos?
- No fui yo el que lo supo. Bueno, quiero decir que fue Isabel quien me lo dijo. Tenía sus sospechas. Dijo que Pablo confundió el hecho de que viviésemos apartados con que fuésemos unos ignorantes o estúpidos. Estaba claro que, fuese quien fuese el que atacó a Marcos, entendía de venenos. Alguien como un médico.
- Ya. ¿Y estaba en lo cierto?
- No lo sé, no lo recuerdo. Pero yo creo que sí.
- Así que el amigo de tu novia, el que le echaba los tejos delante de tus narices, estaba en tu sueño, y era un médico asesino que quería matar a tu bruja.
- Sí, eso.
- Interesante... Ahora, hablemos de los tatuajes.
- ¿Qué pasa con los tatuajes?
- ¿Cuántos faltan desde que estás aquí?
Un rápido vistazo sirvió.
- Uno se ha aclarado.
- ¿Una línea curva con un vástago en la parte cóncava?
Lázaro miró extrañado a Josan.
- Sí.
“¿Está ahora más claro?”, la voz de Josan resonó dentro de la cabeza de Lázaro.
Sin embargo, no había abierto la boca.
“Ya sé lo que estás pensando”, volvió a sonar la voz, tan amortiguada como a través de sus dedos entrecruzados. “Pero no tengas miedo. Esos tatuajes son marcas de sueño, como ya te dije. Lo que no te dije es para qué sirven”.
Lázaro estaba asustado, a pesar de las palabras de Josan que trataron de tranquilizarle.
- ¿Para qué?
- El mundo de los sueños es un lugar peligroso. Hay que estar preparado para todo. Y alguien que se pierde en ellos necesita eso para sobrevivir.
- Pero esto no es un sueño – dijo Lázaro -. Es real. Tú mismo lo dijiste.
- Claro que esto es real – insistió Josan -. Pero tú no.
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