Una ráfaga de viento me sacude y hace que la bolsa con la que cargo me golpee en la pierna derecha. Agarro los bordes de mi chaqueta con la mano libre a medida que sigo andando por el puente, ignorando las miradas de desprecio que me envían los ciudadanos. Por el camino encuentro a otros sirvientes moviéndose de un lado a otro, llevando a cabo las tareas que les han sido impuestas. Desde que el Imperio se estableció como la principal fuerza en el continente, las demás razas hemos sido conquistadas y pasado a formar parte de él como ciudadanos de segunda, con nuestras culturas estrechamente vigiladas y nuestros avances como conjunto seriamente limitados para asegurar la supremacía humana. La llama de la rebeldía también se ha apagado, a pesar de que brillase con fuerza durante el comienzo de la sublevación que supuso la Guerra de los Dragones, pero con cada fracaso y cada día que pasaba el fuego se iba apagando. Cada leyenda que inspiraba a los soldados en la lucha por la libertad caía, los valientes que luchaban con fervor eventualmente eran masacrados, y ver a los enormes dragones desplomarse contra el suelo sentía como un puñetazo a la moral. Con el paso del tiempo nuestras fuerzas eran cada vez eran más débiles y se encontraban separadas, por lo que no quedó más remedio que aceptar la derrota y la humillación para evitar un mayor derramamiento de sangre, aunque el Emperador de aquella época, Acnotilio, el abuelo de Urenio, era partidario de la implementación de un castigo ejemplar sobre los líderes y héroes de la rebelión, asegurándose de que sus propios compañeros de armas les delatasen con el fin de evitar represalias más graves. Lo poco que quedaba de la revolución acabó destruido desde dentro, pero algunos fuimos capaces de desaparecer y obtener cierto grado de anonimato. Ahora los jóvenes son enviados a escuelas creadas por el Imperio, donde adquieren conocimientos y aprenden historia, pero es una parte más de la maquinaria de adoctrinación, cuyo objetivo es instaurar en la mente del populacho la idea de que es mejor vivir de rodillas bajo la “guía” de los humanos que morir de pie y saborear la libertad y, más importante, tener un pensamiento propio que no esté inducido por el exterior. Es cierto que en la época de este Emperador poseemos ciertos derechos y es mejor que cuando reinaban sus predecesores inmediatos, pero el buen observador puede ver la astucia detrás de todo.
Cuando dejo de estar enredada con mis pensamientos, me he dado cuenta que ya he llegado a la torre, así que cruzo el portón y subo dos pisos por las escaleras, no me gusta usar los ascensores para distancias cortas. Cuando llego a la planta paso al lado de una terraza ocupada por una pareja que abandona la actividad con la que estaban tan ocupados hace un momento al verme pasar. Me paro delante de una puerta y doy un par de golpes suaves con mis manazas.
- ¡¿Quién es?!
El propietario grita la pregunta, tal vez porque está ocupado.
- Tengo una entrega.
Sacudo la bolsa al hablar, haciendo que el contenido haga sonido al chocar entre sí.
- ¡Pasa, está abierto!
Abro la puerta blanca y, una vez dentro, la cierro. El lugar es un apartamento grande, pero pequeño en comparación con la mayoría en los que viven los humanos, lleno de pinturas, algunas plantas y muebles coloridos, además de una deliciosa hamaca multicolor en mitad del salón. El propietario, un hombre de estatura media, pelo marrón corto salpicado de canas, ojos marrones, un solo brazo y con la ropa, una camiseta blanca y pantalones marrones, llena de pintura seca atraviesa una esquina y frota sus pies descalzos sobre una alfombra blanca y peluda.
- ¿Cómo estás piel verde?
Dejo la bolsa sobre una mesa y miro a Irdoinis, mientras extiende sus brazos para darme un abrazo.
- Bastante bien. ¿Y tú, condenado borracho?
Nos damos un efusivo abrazo, con él alejando la mano para no mancharme la ropa.
- Bien, bien. Trabajando en una nueva pintura, ven que te la enseño.
Cuelgo mi chaqueta en el perchero de la entrada y le sigo hasta el rincón en el que pinta, junto a la terraza, con sus otros cuadros colgados de la pared, una estantería llena de libros, una lámpara amarilla colgando del techo, una mesa pequeña llena de utensilios artísticos y pintura, una silla en un lado, una planta en una esquina y un caballete grande con su correspondiente lienzo. Extiende su brazo derecho para enseñarme la pintura sin acabar, en la que aún hay partes señalizadas con lápiz, pero es posible reconocer la imagen a partir de lo que ya está hecho. Se trata de una mujer con una armadura alada sujetando a un hombre mientras vuelan, rodeados de torres plateadas y con un cielo azul de fondo.
- Menudos sobrinos que tengo.
Dice con una carcajada. Irdoinis no es como la mayoría de los humanos, opina que evitar el desarrollo de una especie es algo para lo que no hay palabras, especialmente teniendo en cuenta que antes era soldado.
- A ver que me has traído esta vez.
Irdoinis ya se ha escabullido a ver lo que hay dentro de la bolsa, dejándome sola para contemplar la pintura un poco más antes de seguirle, no sin antes pensar lo mucho me gustan esos dos. Espero que estén bien.
-¡Por las manos de la Tejedora, esto es licor casero orco!
Oigo el jaleo que se forma por el choque entre las botellas mientras camino hacia mi camarada de la guerra, que por el ruido deduzco que está emocionado. Ha llevado la bolsa hasta una mesa alargada y baja de color marrón del salón, acompañada de dos sofás blancos con manchas multicolores enfrente de cada lado. Ha sacado las botellas y las ha colocado en fila sobre la mesa, estando ahora contemplando una botella de vino rojo de una calidad superior y precio prohibitivo.
- Cerveza, ron, arroz fermentado… ¡Si has traído hasta vino rojo “Manos de Plata”! ¡Esta cosa cuesta un puñetero ojo de la cara! ¿De dónde lo has sacado?
- He conseguido todo de las tiendas menos el vino, que se lo había comprado Volmia hace unas semanas para celebrar que habían aprobado su último proyecto. Todavía quedaba después de la fuga, así que pensé “Qué demonios. No voy a dejar que se desperdicie un vino tan bueno”.
Hablo mientras me siento en el sofá. Por la Madre Tierra, que cómodo. Es mencionar a la pequeña Volmia y ya me vuelvo a preocupar.
- Ahora mismo me casaría contigo, Nalda.
Irdoinis logra sacarme una sonrisa con su respuesta.
- Eso se lo dirías incluso a una rata si te da un buen vino.
- ¿Qué quieres que le haga? Si está jodidamente bueno.
- No puedo negar eso.
El tiempo pasa y acompañamos el alcohol con risas, historias, anécdotas y opiniones. Saboreamos el vino de lujo con calma, incluso con paciencia, y tragamos salvajemente los licores más fuertes a modo de competición, bebiendo agua para quitar el mal sabor de boca con el que terminamos. El paso del tiempo se distorsiona, y estamos tumbado en los sofás, rodeados de botellas y vasos situados en la mesa y en el suelo. La cabeza me da vueltas y el alcohol lleva mis pensamientos al pasado, a una época sangrienta y horrible: la Guerra de los Dragones. Estoy de pie en un bosque en llamas, con una coraza y armadura colocados en mis brazos y piernas, sujetando mi mandoble con las dos manos, rodeada de árboles en llamas, rebeldes corriendo con sus armas preparadas y cadáveres de distintas razas. Enfrente hay infantería humana en formación, con armadura ligera y rifles de energía, enfrentándose a los guerreros que se lanzan contra ellos en manada en un intento por acercarse, mientras que los arqueros se mueven entre los árboles disparando flechas y aquellos que manejan ballestas en media línea atacan detrás de la marea. Al llegar a las distancias cortas y usar las armas blancas, se forma un baño de sangre. Los humanos usan sus bayonetas y los cuchillos, capaces de envolver su filo con la misma energía que disparan con los rifles, mientras que mis compañeros usan armas de acero, cortando y desgarrando cuando se produce el choque. Corro para luchar y por el camino cojo una gruesa rama en llamas con mi izquierda. Un soldado me apunta con su rifle, pero antes de que pueda crearse el rayo mortal me muevo a un lado y lo esquivo, aprovechando mi movilidad, clave al enfrentarse a las armas de los humanos y una de las razones por las que no me molesto en usar un escudo o una armadura más pesada. Mis camaradas de armas crean un camino para que pueda arremeter contra los soldados, adentrándome en la masa y atacando con el palo envuelto por el fuego antes de que se recompongan, describiendo un arco largo. Al finalizar tiro el palo y agarro el mandoble con las dos manos, haciendo otro arco grande, llevándome soldados por delante, pero el ataque me deja expuesta, aunque me ha servido para que el resto avance hacia nuestro enemigo, así que puedo recoger el arma en mi espalda y sacar la espada curvada. Seguimos con el combate, los humanos son enemigos temibles, pero continuamos a pesar de todo. Mientras estoy centrada en la lucha noto como algo me perfora y abrasa la carne de la pierna derecha, y grito de dolor, provocado por el cuchillo de un soldado que ha conseguido acercase y pretende acabar conmigo ahora que tiene la oportunidad, pero cuando lleva el brazo atrás para apuñalarme embisto con mi hombro derecho en lugar de intentar bloquearle o esquivar, cayendo encima de él. Forcejeamos en el suelo, agarro con mi mano derecha el cuchillo mientras le sujeto con el resto del brazo y le doy en la cabeza con la espada. Recupero el aliento durante un par de segundos y me levanto.
- ¡Cuidado!
Un orco se me abalanza y me empuja. Mientras estoy cayendo un rayo le atraviesa y siento como el tiempo se ralentiza. Caigo casi como si estuviese flotando, y veo como la vida se va poco a poco de mi salvador, por lo que el golpe contra el suelo se acentúa y tengo un cadáver encima de mí. Aparto al difunto héroe y me doy cuenta que soldados en formación están preparados para un nuevo ataque con sus armas, así que me muevo como puedo y ordeno a todos ponerse a cubierto. Logro llegar hasta una ladera y me dejo caer antes del ataque, golpeándome contra las piedras y los árboles hasta que ya llego al suelo y respiro agitadamente a gatas. Una vez me recupero, sigo andando hasta estar detrás de un árbol grueso, me siento y miro la herida, profunda pero sin pérdida de sangre gracias al calor que generó el cuchillo. El olor a carne quemada es desagradable.
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