El ocaso estaba por caer matizando los cielos de Terraluce con tonos rojizos y violáceos. En el imponente Castillo Real que estaba enclavado en el lado Oeste sobre la Cordillera Norte se encontraba Lázarus Rovigo, un hombre bien parecido, alto, fornido, de piel pálida, cabello lacio, largo y negro, sus ojos eran de un tono azul claro acorde con su fría mirada; sobre la cabeza llevaba puesta una delgada corona hecha de cromo en resignación de no poder tener en su poder la corona plateada que su pariente, Romeus Mordano, portaba dignamente.
Aquella antigua corona estaba oculta en algún rincón desconocido del reino junto con el objeto más valioso que ningún otro monarca había poseído jamás en los últimos tiempos: Potentiam, la espada real. Una espada tan poderosamente mágica con la que, según las leyendas, el rey Romeus había logrado llevar a cabo las más grandes proezas heroicas que nunca se habían visto antes en esos territorios.
Lázarus subió a la torre más alta del castillo haciendo ondear su capa negra al viento conforme iba ascendiendo, siempre se escondía allí cuando quería estar solo con sus pensamientos. El ambiente era completamente silencioso y el único sonido era el del tacón de sus botas al golpear los escalones de piedra.
Cuando llegó a la cúspide se asomó por una gran ventana desde donde podía contemplar una buena parte del reino que se extendía bajo sus pies y eso lo embriagaba de una enorme sensación de poder absoluto, aunque siempre evitaba volver la vista atrás para no observar el edificio más alto de todo Terraluce: la Facultad Alquímica de las Tres Lechuzas, donde hacía más de veinte años había acudido para realizar el riguroso examen de admisión, pero le fue imposible aprobarlo. Cada vez que Lázarus recordaba aquel episodio una sonrisa retorcida se formaba en sus finos labios. "¿Para qué he de lamentarme ahora?" pensaba para sí mismo, después de todo, ahora tenía sometido un reino entero bajo su mano de hierro gracias a la ayuda de una de las mentes maestras más brillantes que había conocido jamás.
En cuanto el firmamento oscureció por completo una silueta alta y delgada, que portaba en la mano derecha una lámpara que despedía una tenue luz rojiza, apareció en la lejanía avanzando en dirección al castillo. Lázarus se alarmó, temió que se tratara de aquel único hombre a quien nunca se atrevería a enfrentar, pero cuando pudo distinguirlo de cerca suspiró de alivio al ver que se trataba de su viejo y único buen amigo, el Alquimista Oscuro.
Aquel hombre se detuvo frente a la torre y e inclinó su cabeza que llevaba cubierta por la capucha de su túnica negra, que de tan larga, se arrastraba por el suelo al caminar y sólo dejaba asomar su afilado mentón, sus descoloridos labios y los dedos de unas manos macilentas con afiladas uñas amarillentas que semejaban las garras de un buitre.
Lázarus le devolvió el saludo invitándolo a reunirse ahí arriba con él y el Alquimista Oscuro se dirigió hacia la entrada secreta que conducía directamente a la torre y mientras subía por las antiguas y gastadas escaleras encendía con su lámpara perpetua las antorchas apagadas para así iluminar un poco aquel oscuro pasaje.
Sobre su hombro derecho estaba posado Buio, su fiel compañero que era un pájaro strige, un ave de mal augurio con un pico largo y dorado similar al de los colibríes, sólo que no lo utilizaba para succionar néctar sino para chupar sangre y desgarrar carne humana. Sus alas eran como de murciélago y tenían un extraño color entre el rojo y el púrpura, poseía cuatro garras negras como el carbón y sus ojos eran amarillos y redondos sin pupilas. Recientemente se había dado un buen festín succionando la sangre de los cadáveres de un par de Benandanti que los soldados de Lázarus habían asesinado hacía poco en la espesura de los bosques.
Al encontrarse con Lázarus, el hombre encapuchado le hizo una profunda reverencia. - Vuestra honorable Excelencia... - susurró en un macabro tono de voz que sonó como el siseo ponzoñoso de una serpiente.
Lázarus sonrió complacido. - Mi querido Máximus, pensé que hoy no vendrías a verme... -
- No podía esperar más, necesitaba veros lo antes posible. Traigo buenas y malas noticias para vos, vuestra Señoría. -
- Adelante, soy todo oídos. -
- Tengo el honor de comunicaros que, después de tantos años de búsquedas fracasadas, por fin... la hemos hallado. -
A Lázarus se le iluminaron los ojos al escuchar aquella gran noticia. - ¿¿En verdad?? ¿Pero... dónde estaba? -
- ¡Eso no lo vais a creer, Excelencia! La pequeña princesa siempre estuvo escondida aquí mismo, pero en Altromondo. -
- Vaya... Después de haber registrado en vano todos los reinos vecinos en su búsqueda, mi ejército recorrió de cabo a rabo todos los rincones de Terrafuoco, Terraria, Terraluna, Terrasole hasta Terracqua y ni siquiera nos pasó por la cabeza que pudiera estar oculta en ese mundo... debo reconocer que la astucia del viejo mago es enorme. -
- Tal parece que ese anciano inoportuno siempre piensa en todo. -
- ¿Y entonces? ¿La has atrapado ya? -
- Esa es la mala noticia, mi Señor. Mis homúnculos, o mejor dicho, vuestros soldados fracasaron en su intento de capturar a aquella jovencita. -
- Debí haberlo adivinado cuando los vi volver al castillo con las manos vacías - replicó Lázarus en tono sarcástico.
- Y los podencos tampoco pudieron capturarla, porque Mandrakus y sus discípulos llegaron en el peor momento, justo cuando ellos estaban a punto de darle alcance. -
El rostro de Lázarus se encendió de ira al escuchar aquel nombre. El sabio hechicero era la única persona de todo el reino que tenía el suficiente coraje para proclamar a los cuatro vientos su repudio hacia él y hacia su gobierno, pero no podía hacer gran cosa para confrontarlo. El buen Mandrakus Buonbarone era el único mago alquimista que había culminado la "Gran Obra" descubriendo aquel poder que todo hombre mortal sobre la Tierra ansía poseer.
- ¿Entonces? - preguntó Lázarus con un tono que denotaba rabia. - ¿Cuál es la buena noticia que me has traído? ¡Porque nada de lo que me has dicho me satisface en absoluto! -
- Os suplico que os tranquilicéis, pensad con calma: la chica está de vuelta en el reino, así nos será más fácil dar con la espada y la corona de plata, además debéis recordar que aquellos objetos están encantados con un hechizo especial que sólo la princesa puede romper. Sería contraproducente adelantarnos y dar un paso en falso, lo mejor será dejar que ella haga el trabajo difícil por nosotros y después podremos entrar en acción. Pero igual, debéis regocijaros y celebrar que vuestra gloria más grande se acerca. -
Lázarus soltó una carcajada malévola y estridente. - ¡Me gusta el sonido de tus palabras, Máximus! He estado esperando durante muchos años a que llegue el momento en que pueda tener esa valiosa espada en mi poder, con ella finalmente podré doblegar a todos aquellos que se han atrevido a desafiarme y controlaré a cada uno de los rebeldes Odori-noi que habitan en los bosques ¡Finalmente, todos doblarán sus rodillas ante mí! -
Máximus sonrió maliciosamente y el pájaro se puso a soltar chillidos de felicidad.
- Y espero que no os olvidéis de recompensar a vuestro humilde servidor tal como lo habéis prometido. -
- ¡Pero por supuesto! Sin tu valiosa ayuda no hubiera podido llevar a cabo mis planes con éxito, así que ten por seguro que serás muy bien retribuido por toda tu ardua labor: te nombraré el único Alquimista Oficial de mi corte y expulsaré a Mandrakus y a los otros dos rectores para que puedas disponer de la antigua torre para enseñar la Alquimia Oscura que a nadie más en el reino se le da tan bien como a ti. -
- ¡Oh, vuestra Excelencia! Nada me haría más feliz que finalmente poder enseñar mis oscuros secretos a todas las mentes brillantes que han sido injustamente rechazadas en la Facultad. -
- ¡Brindemos por eso! - exclamó Lázarus mientras descorchaba una botella de vino que tenía sobre una pequeña mesa y servía dos copas.
- ¡Ah, los brindis! ¡Qué hermosos recuerdos me traen! - suspiró el Alquimista Oscuro esbozando una diabólica sonrisa y haciendo rechinar una de sus uñas contra el cristal de la copa que Lázarus le tendía.
- A mí también, Máximus... - replicó Lázarus levantando su copa para hacerla chocar con la de su fiel amigo - a mí también... -

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