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El Reino de Terraluce - "La Espada Real"

Capítulo 5 (Parte II)

Capítulo 5 (Parte II)

Dec 05, 2017

Desde la sala que se encontraba cerca de la entrada, les llegó la voz seca y dura de Avellino que resonaba haciendo eco por todo el lugar. - ¡Por fin apareces, pedazo de alcornoque! ¡Hace siglos que Glenda y yo te enviamos a buscar hongos comestibles y mira a qué hora has regresado! -

- Di... Discúlpeme usted, por favor... - le respondió una voz nerviosa - últimamente es muy, pero que muy difícil encontrar setas por los alrededores y tuve que internarme en lo profundo del bosque para poder... -

- ¡No me interesa oír tus excusas! - lo interrumpió Avellino vociferando mientras su voz se iba acercando poco a poco hacia el comedor. - ¡Ahora, lo que debes de hacer es ir a presentarte con su alteza, la princesa Stella, y mostrarle tus respetos! -

- ¿La... la princesa? ¿Ella ya está aquí? -

- ¡Por supuesto! ¡Anda ve, bueno para nada! -

Los demás sólo alcanzaron a observar la mano paliducha y huesuda de Avellino que empujaba a un hombre de ralo cabello castaño, extremadamente flaco y larguirucho con ojos despistados que sostenía un viejo saco de tela donde había guardado los pocos hongos que había logrado recolectar.

Y por si fuera poco, su vestimenta no favorecía en mucho a su aspecto: llevaba un traje que parecía ser al menos tres tallas arriba de la suya, y a pesar de que traía puestos unos guantes, los dedos de sus manos lucían tan delgados como los de un esqueleto.

Entró en el comedor dando traspiés con sus enormes zapatos y se encorvó para no chocar contra la araña que colgaba del techo. - Buenas noches, alteza, perdonad el retraso... Soy Laureano Stocolmo, para serviros a vos - y al realizar la correspondiente reverencia se le cayó el saco y todas las setas rodaron por el suelo. - ¡Oh, no! Disculpad, ya las recojo... -

Y cuando se agachó, una cómica figura igual de delgada pero no tan larguirucha como él, apareció de la nada y comenzó a lanzarle los hongos a la cabeza mientras Laureano sólo atinaba a cubrirse con sus delgadas manos para amortiguar el impacto de los golpes.

Aquel curioso hombrecillo, cuyo aspecto era similar al de un folletto, recogía las setas que caían al suelo para volverlas a lanzar emitiendo unos curiosos sonidos que parecían risitas burlonas y no se detuvo hasta que la Pajarraca llegó y lo reprendió - ¡Lengheletto! ¡Cuántas veces te tengo que pedir que dejes en paz al pobre de Laureano! -

Lengheletto sólo se limitó a volver a reírse y con la misma volvió a desaparecer.

- ¡Siempre es lo mismo! - se quejó la Pajarraca al mismo tiempo que ayudaba a Laureano a recoger los hongos del suelo. - ¡No desaprovecha ninguna oportunidad para molestarte! -

- No es tan malo después de todo - respondió Laureano - lo único que me pone los pelos de punta es cuando le da por brincar sobre mi estómago cuando estoy dormido ¡Odio que haga eso! -

- Pero sí, Laureano tiene razón, Lengheletto es un amor comparado con Buffardello, el folletto que suele aparecerse por la facultad - recalcó Giusy.-

- ¡Ni lo menciones! - exclamó Ferruccio. - ¡Ese condenado rufián siempre echa a perder mis deberes cuando estoy a punto de acabarlos! -

- Bien, ya ha sido suficiente charla... Creo que será mejor que vayamos a acostarnos, mañana nos espera un día muy largo - dijo Mandrakus.

- ¡Buena idea! Me muero de sueño y necesito un buen descanso - comentó Stella al mismo tiempo que bostezaba y arrojaba un hueso de pollo a un cesto de basura que, a su parecer, no estaba antes por ahí.

Inmediatamente el cesto escupió el hueso haciéndolo aterrizar sobre la frente de Mandrakus. - ¿Y ahora qué? - gritó éste - ¡Ah, ya veo! - y se dirigió hacia el cesto y lo golpeó con su báculo. - ¿Cuántas veces te he dicho que no andes escupiendo las cosas que caen en tu interior? -

Al cesto le salieron un par de piernas de mimbre que parecían dos ancas de rana y se dirigió velozmente hacia Mandrakus brincando como un batracio, levantó su tapa y atrapó una de sus manos al volver a cerrarla, el mago profirió un aullido de dolor y Ferruccio corrió a ayudarlo. - ¡Eres malo, Cestín! - lo regañó y le propinó una patada al canasto que lo hizo saltar hacia atrás, chocó contra una de las armaduras y finalmente se quedó quieto en una esquina.

- Lo siento mucho... - se disculpó Stella al ver lo que había pasado - creí que sólo era un ordinario cesto de basura - y todos comenzaron a reírse, excepto el arlequín.

- ¡Qué va! Es un experimento mágico fallido de Ferruccio - comentó Giusy al mismo tiempo que le lanzaba una mirada reprobatoria al aludido.

- Bueno... - comenzó a defenderse el acusado - lo que yo quería era encantarlo para que pudiera recoger por sí solo la ropa sucia, en el libro de Bettina Farrara decía que... -

- ¡Bettina Farrara es una estafadora! ¿Hasta cuándo lo vas a entender? - vociferó Giusy bastante exasperada.

- ¡Por favor, basta de pleitos! ¿Quieren? - intervino Mandrakus. - ¡Estoy que me caigo de sueño! -

Todos se levantaron de sus lugares y se dirigieron por un pasillo estrecho que conducía hacia los dormitorios.

A Stella le proporcionaron el cuarto más amplio de todos que habían preparado exclusivamente para ella. Estaba sumamente limpio, olía a lavanda y la cama tenía un dosel de color azul cobalto salpicado de estrellas de ocho puntas y la colcha era verde esmeralda. Detrás de la cama estaba colgado un gran retrato al óleo rodeado por un marco plateado donde estaba pintado un hombre rubio de ojos azules y mirada severa, pero que a la vez tenía una expresión bondadosa, usaba una corona de plata sobre la cabeza y a su lado estaba una mujer que tenía el cabello de color castaño y los ojos de un verde encendido iguales a los de Stella y cargaba en brazos a un bebé recién nacido.

No le cupieron más dudas: aquellos eran sus padres y ella era el bebé que estaba representado en esa pintura. Después reparó en que su padre apoyaba su mano izquierda sobre la hermosa y reluciente empuñadura plateada de una espada que había sido pintada cuidadosamente con todos sus detalles: tenía incrustados zafiros y esmeraldas alrededor de una estrella de ocho puntas. Y ahora, Stella debía de ir en busca de esa espada que llevaba muchos años oculta en algún lugar inhóspito del reino ¿Dónde estaría? No tenía ni la más remota idea, pero ya pensaría en eso después de tomar un merecido descanso. Acomodó su cabeza sobre la mullida almohada, Lampo se acurrucó al lado de ella y cayeron inmediata y profundamente dormidos.

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LaBoheme1987
Lilith Cohen

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