A medianoche, el Castillo Real estaba sumido en la oscuridad total, únicamente las ventanas del aposento real estaban todavía iluminadas. Lázarus y su perversa esposa, Donnarella, estaban a punto de acostarse.
- ¿Por qué estás tan contento, querido? - preguntó con suspicacia la mujer que tenía la piel de una palidez similar a la de la porcelana, el largo cabello lacio de un tono rubio cenizo, sus gruesos labios de un rojo carmesí intenso y unas uñas casi tan largas como las garras de una fiera.
- ¿Por qué más va a ser? ¿Acaso no te lo imaginas? - le respondió Lázarus esbozando una sonrisa maquiavélica y entonces, cuando Donnarella cayó en la cuenta, se le iluminó el pálido rostro.
- ¡No me digas! ¿Eso quiere decir que... finalmente tienes a la mocosa aquí encerrada en las mazmorras? -
- No exactamente, pero se podría decir que prácticamente la tengo en la palma de mi mano. -
Donnarella soltó una tétrica carcajada que era capaz de ponerle los pelos de punta a cualquiera y se puso a dar vueltas como loca por toda la habitación haciendo ondear las largas mangas de su vestido negro. - ¡No puedo esperar más a tengas a Potentiam en tus manos y seas el amo absoluto del reino! -
- Te entiendo querida, Máximus y yo también lo hemos festejado. -
- ¿Máximus ha venido al castillo? ¿Cuándo? - inquirió Donnarella totalmente sorprendida.
- Hoy antes del anochecer. -
- ¿Sabes? Pienso que debería ser un poco más discreto con sus visitas, no sería conveniente que alguien llegara a descubrirlo. -
- Y a propósito de visitas... tengo que bajar a ver a un viejo amigo al que estoy seguro le va a dar mucho gusto recibir esta noticia. -
- ¿Y no puedes esperar hasta mañana para decírselo? - refunfuñó Donnarella frunciendo el ceño y apachurrando las narices.
- No querida, tiene que ser ahora mismo. -
Dicho esto, Lázarus tomó su látigo y salió de la habitación caminando velozmente. Descendió por varios tramos de escaleras y cruzó infinidad de lúgubres pasillos hasta llegar a las mazmorras del castillo. Allá abajo hacía un frío que calaba los huesos a pesar de que las enormes antorchas que las alumbraban estaban encendidas con un vívido fuego.
Mientras caminaba por los sucios y malolientes pasillos de piedra, Lázarus repartía latigazos a diestra y siniestra a todos los cautivos que se atrevían a alargar sus temblorosas y maltratadas manos a través de los barrotes de las celdas para tratar de asir su capa al mismo tiempo que suplicaban clemencia. Él pasó de largo sin dignarse a mirarlos siquiera.
Siguió adelante y descendió por unas estrechas escaleras de piedra que conducían a los peores calabozos donde las condiciones en que los presos se encontraban no podían ser más inhumanas: las paredes eran húmedas y frías, las ratas y las cucarachas pululaban por doquier y en el aire flotaba un hedor a mierda y podredumbre.
Lázarus llegó hasta la última celda que estaba custodiada día y noche por un par de guardias que sujetaban dos enormes podencos negros con gruesas cadenas, al verlo inmediatamente le dirigieron una ceremoniosa reverencia.
- Quiero hablar con él a solas - les ordenó Lázarus con su gélido tono de voz y entonces uno de los homúnculos introdujo la llave en la vieja y oxidada cerradura que se abrió con un chasquido.
En la oscuridad de la mazmorra, apenas se podía distinguir una silueta huesuda que se encontraba tirada sobre el mugroso y duro suelo. - ¡Levántate! - le ordenó Lázarus con voz atronadora.
La enclenque figura se incorporó lentamente usando las pocas fuerzas que le quedaban y caminó a paso lento hacia Lázarus, un rayo de luna que se colaba por una ventanilla enrejada iluminó su cuerpo por un momento: era un hombre que casi llegaba a la tercera edad, tan delgado que prácticamente estaba hecho un esqueleto viviente, sus ojos negros se sumían en sus cuencas, había perdido mucho cabello y el poco que le quedaba lo llevaba sucio y enredado, vestía harapos en peor estado que muchos de los mendigos que se apostaban en la Plaza Mayor a pedir limosna a los transeúntes.
El recluso fijó sus oscuros ojos en el malévolo y pálido rostro de Lázarus. - ¿A qué ha venido? - le preguntó en tono hostil.
- ¿Esa es la forma apropiada de saludar a tu rey, mi querido Archinto? - inquirió Lázarus sarcásticamente.
- ¡Usted no es mi rey! - declaró el prisionero con voz firme y decidida.
- Ya sé que la gran mayoría de mis súbditos piensa lo mismo, pero aunque no les parezca... ¡Yo soy su soberano! -
- No por mucho tiempo... - replicó el antiguo copero de la Casa Mordano - la princesa Stella, la legítima heredera de la corona regresará muy pronto, me han llegado muchos rumores al respecto aún estando aquí encerrado... -
- ¿Ah sí? - preguntó Lázarus con su acostumbrado tono socarrón. - Precisamente, por eso he venido esta noche a hacerte una visita... los rumores que has escuchado son ciertos: ella ha vuelto. -
- ¿En verdad? ¿Y cómo lo sabe? -
- Oh, yo tengo mis propios recursos para averiguar todo lo que me concierne. Pero no te emociones tanto, viejo amigo... -
- ¡Yo no soy su amigo! -
- Por supuesto que lo eres ¿O acaso ya olvidaste como me ayudaste a poner el veneno en las copas para que Romeus y Cinzia pasaran a mejor vida? -
- ¡No lo hice! ¡Deje de fingir aquí conmigo! ¡De nada le sirve! ¡Usted y yo sabemos perfectamente cuál es la verdad! El que envenenó el vino fue ese... maldito miserable de... -
- Nadie te creería ese cuento, mi buen Archinto - lo interrumpió Lázarus acariciándose el mentón con la mano derecha. - La gente de afuera te cree culpable porque todas las evidencias apuntaban en contra tuya. Tu honor está completamente por los suelos. -
- Sí, tal vez; pero nadie sabe que yo fui engañado, él me dijo que usted quería brindar con sus majestades con el mejor vino por el nacimiento de la princesa, yo bajé a la cava a traerlo, después me lo arrebató de las manos y me dijo "déjame a mí" y yo, a pesar de que siempre había sido tan cauteloso, fui tan estúpido... completamente estúpido para fiarme de él. -
- Bueno... si esto te sirve de consuelo, te diré que no fuiste el único. El viejo, pero no tan suspicaz de Mandrakus, también confió ciegamente en él - al decir eso soltó una risotada estridente que le puso la carne de gallina a Archinto. - Gracias a su ingenuidad y a la tuya pude lograr lo que me proponía, así que te guste o no, mi querido amigo, tú y el anciano mago fueron mis cómplices en esto. -
- ¡No es verdad! ¡Usted es peor que una serpiente ponzoñosa! -
Un chasquido de látigo resonó haciendo eco dentro de la prisión. - ¡Muestra más respeto cuando hables con tu rey, maldito asqueroso! -
- ¡Nunca! - gritó Archinto fulminando a Lázarus con su furiosa mirada y apretando fuertemente los puños a pesar de estar tan debilitado por la desnutrición y la herida que el latigazo le había abierto en una de las sienes. La sangre no paraba de emanar a raudales.
- Bien... - prosiguió Lázarus acariciando el mango del látigo. - Como te decía, la princesa ha regresado al reino pero eso no será ningún problema para mí, porque una vez que ella me facilite el trabajo pesado, tendré el poder mágico e invencible de la espada de su padre en mis manos y entonces nada ni nadie podrá detenerme y mucho menos alguien tan débil e insignificante como tú. -
- ¡Eso aún está por verse! ¡La princesa lo derrotará y la noble Casa Mordano recuperará su trono! ¡Ella arreglará todo lo malo e injusto que usted ha hecho durante todo este tiempo! -
- ¡Oh, pobre de ti! Tantos años de estar aquí pudriéndote entre las paredes de esta oscura celda te han vuelto un iluso soñador ¡Nunca verás a la princesa coronada y sentada en mi trono, yo mismo me encargaré de eso! Es más... ¡Ni siquiera volverás a ver la luz de un nuevo amanecer! -
Dicho esto volvió a levantar el látigo y golpeó repetidas veces el maltrecho cuerpo de Archinto hasta que cayó agonizante en medio de un charco de sangre. Los demás presos despertaron al oír los golpes, temblaron y sollozaron llenos de pavor.
Acto seguido, Lázarus chasqueó los dedos para que los guardias entraran en la celda y les arrebató las gruesas cadenas que sostenían a los podencos.
- Su cena está servida, queridos amigos - y en cuanto los liberó, las bestias se abalanzaron ferozmente sobre Archinto.
Lázarus hizo oídos sordos a los desgarradores alaridos que profería su víctima mientras era devorado vivo, se dio la media vuelta para salir del calabozo sin mostrar misericordia ni remordimiento alguno. Emprendió el camino de regreso a su aposento con los hombros erguidos y la cabeza en alto, ignorando por completo a los reclusos que le gritaban a su paso y con la sonrisa más demoníaca que jamás se había dibujado en sus finos labios.

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