Después de mi descubrimiento del diario, había prácticamente abandonado la exploración urbana. Sin embargo, una noticia en un periódico del Miño despertó, de nuevo, este mi interés.
Un buque con destino al puerto de Viana do Castelo se había hundido en la desembocadura del río Lima. Curiosamente, éste se hundió de proa, quedando la popa y la mitad de atrás fuera del agua en posición casi vertical. La evidente oportunidad para la exploración no me pasó desapercibida.
Justo el fin de semana siguiente, fui hasta Viana. Para mi alivio, esta vez no tuve que mentir ni ocultarle la verdad a mi mujer. Ella estaba muy consciente de mi interés por la exploración urbana. No me gustaba engañarla, y de seguro, ella ya comenzaba a sospechar de algo.
Me encontré con un viejo amigo que me prestó un barco (el mismo que yo había usado para explorar el Camalhão y encontrar el Rey de los Islotes) y, cuando oscureció, remé hasta el barco naufragado.
Se me ocurrió entonces, que podía haber invitado al resto del grupo de exploración urbana de Braga. Ya estaba tan acostumbrado a hacer las expediciones basadas en el diario solo que, esta vez, ni me acordé de ellos. Tanto mejor, con lo que estaba a punto de descubrir.
Ya cerca del buque, con la ayuda de mi linterna, busqué un sitio por donde entrar. No tardé en encontrar un ojo de buey situado justo por encima de la línea de agua. Me acerqué y, con el mango de la linterna, partí el cristal. Tuve alguna dificultad en pasar por la exigua entrada, pero acabé lográndolo.
Mal puse los pies en el suelo metálico, apunté la linterna a mi alrededor. Estaba en una cabina. Lo primero que me saltó a la vista fue que ésta no tenía muebles. Sin embargo, ese no era el elemento más extraño de aquella división. Para mi sorpresa, la puerta se encontraba en posición simétrica a mí. Como el barco se había hundido de proa, yo debía de estar sobre una de las paredes. Por lo tanto, era como si aquella cabina estuviera preparada para inclinarse noventa grados.
Me acerqué a la puerta y, con cautela, abrí una rendija. Del otro lado solo encontré oscuridad, por lo que abrí la puerta un poco más y apunté la linterna hacia el exterior. Vi, entonces, un pasillo donde se alineaban varias otras puertas. Salí y empecé a abrirlas. Detrás de cada una, encontré solamente cabinas vacías que poco diferían de aquella por donde yo había entrado.
Finalmente, después de una curva en el pasillo, vi un brillo a la distancia. Me acerqué y encontré una puerta hermética entreabierta. Detrás de ella, provenía la luz. La abrí, esperando revelar otro corredor, pero lo que encontré fue algo que nunca había imaginado.
Frente a mí, estaba ahora un enorme espacio abierto que debía ocupar gran parte de la mitad sumergida del buque. Unas escaleras metálicas llevaban hasta una red de plataformas y pasajes y, por fin, hacia el suelo. Éste estaba formado por tierra fangosa que, a esa profundidad, sólo podía ser el lecho del río. Sobre él y en las plataformas, los hombres, las grúas y las palas mixtas, abrían un enorme agujero.
Después de ver gigantescas bisagras y pistones hidráulicos soldados al interior del casco, me di cuenta de que el barco estaba no sólo preparado para girar noventa grados; también se podía abrir la proa para explorar el fondo. Inmediatamente, me pregunté que estarían buscando, pero un golpe en la cabeza me hizo perder los sentidos y me impidió ir luego en busca de la respuesta.
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