El calor producido por mi ira acompaña a mi abrigo en su labor de protegerme del viento del atardecer, cuya luz llega con dificultad a la zona de la Ciudadela donde estoy, posándose parcialmente en la puerta roja que tengo delante. Apoyo mi mano en ella y empujo con fuerza para entrar en el bar, cuyo interior está pintado con colores cálidos y cuenta con una barra, un par de sofás y numerosas mesas y sillas. Hay también una tabla de dardos que está siendo utilizada por dos miembros de mi grupo de amigos.
- Mirad quien ha aparecido por fin.
Al dejar el abrigo en el perchero una mujer de pequeño tamaño se me acerca y me abraza. Se trata de Irdoine, mi ingeniera particular y gran amiga. Su corto pelo marrón está revuelto, presenta una camiseta con una equis roja en el centro y un peto azul con diversas manchas secas en él, también presentes en la cara, aunque en menor medida.
Irdoine me suelta y miro al resto de asistentes. Cuprio se encuentra en la barra con una copa en la mano, mirando a Nio alternar entre beber y lanzar los dardos contra el objetivo. El primero es un compañero de mi promoción en la Academia Militar que se encuentra actualmente apostado en la ciudad de Fuerte Gris, y disfruta de un merecido permiso, alto, pálido, con pecas y cuya barba y pelo corto me recuerdan a la salsa de tomate que tanto gustaba a mi padre adoptivo. El susodicho deja su copa al verme y realiza un saludo militar, reflejando su diligencia y respeto por las normas y protocolos militares, hasta el punto de resultar una molestia, desde mi punto de vista, y enfatizado por su uniforme militar.
- Te he dicho que no hace falta hacerlo cuando no estamos de servicio. Es una gilipollez.
- Lo siento, pero es mi deber mostrarte el respeto que mereces, tanto en servicio como fuera de este.
El cuerpo de Cuprio mantiene la postura mientras habla. No va a parar hasta que le diga que descanse.
- Tal vez debería castigar tu obstinación dejándote así. Descansa.
El soldado obedece a su superior y relaja su cuerpo, devolviendo su atención a la bebida y la última integrante del grupo. A diferencia de los demás, Nio pertenece a la nobleza, un grupo más engreído y molesto que el compuesto por el ciudadano promedio, a pesar de que se trate en estos días tan solo de un título y un par de ventajas sociales, pero se había ganado mi simpatía al diferenciarse del grueso. El propio Urenio me la presentó hace años, y a pesar de mi poca experiencia vital todos mis sentidos me decían que no me fiase de su calaña, que sería otra niñita mimada y estúpida; pero me demostró que me equivocaba cuando peleamos, tomando la iniciativa y atacando antes de que yo lo hiciese. Obviamente le gané, pero seguía peleando incluso cuando estaba inmovilizada en el suelo, así que le tendí la mano y desde entonces nos convertimos en buenas amigas. Era capaz de desenvolverse en las pomposas galas que se llevaban cada cierto tiempo, pero cuando la provocaban para llegar a las manos luchaba sucio y sin cuartel, además de poder competir conmigo en un concurso de beber. Me acerqué silenciosamente por detrás para quitarle el dardo que tenía en sus manos y acerté en el centro.
- ¿Te crees especial, zorra?
Dijo mirándome a los ojos con un signo de irritación en ellos.
- Cállate inmundicia.
Nos mantenemos un segundo en silencio, con la mirada clavada la una en la otra en un ambiente de hostilidad, hasta que no podemos contener más la risa y nos apretamos las manos.
- Joder, ya era hora de que parases y te reunieras con el resto de mortales.
- He estado muy ocupada recientemente. El hecho de estar rodeada de inútiles tampoco ayuda.
- Por la Tejedora, nunca aprenderás a relajarte.
- Me lo permito cuando ya he completado mis labores.
Nio pone los ojos en blanco ante mi respuesta y me da su vaso, pidiendo otro a la mujer atendiendo la barra.
- Eh tropa, un brindis por Protecnia, la mujer más destacada del ejército y prácticamente casada con su trabajo.
Todos alzan sus vasos en alto y los entrechocamos para celebrar, vertiendo el contenido en nuestro interior de un trago. Después de un rato de risas, juegos y conversaciones finalmente me preguntan dónde está el último integrante, el Emperador Urenio II. “Tiene la mente volcada en buscar soluciones a los problemas que han surgido recientemente”, esa es mi respuesta, aunque he de admitir que preferiría que se alejara de ello un poco y volviera preparado para buscar un nuevo enfoque. Supongo que la gente piensa algo parecido en mi caso.
Las horas pasan y, con dificultad, consigo liberar mi mente y centrarme en el momento para disfrutar. Converso con Irdoine sobre el funcionamiento de la armadura, puesta a punto y posibles innovaciones, además de la vida personal de ella, incluyendo el adecuado desarrollo de su reciente embarazo, motivo por el que invito a una ronda y volvemos a entrechocar copas, requiriendo de cierto diálogo con la futura madre. Posteriormente, tras un pulso con mi compañero de promoción en el que gano, comenzamos con un concurso de beber entre Cuprio, Nio y yo misma, mientras Irdoine hace de árbitro y maneja las apuestas entre nosotros y el resto de interesados entre los pocos clientes presentes. Cuprio es el primero en caer, con su frente besando la mesa a la vez que gime, aunque ha aguantado mucho, más que la última vez. Quedamos Nio y yo, intercambiando bravatas mientras mantenemos nuestro equilibrio mental.
- Te veo mareada Protecnia.
- Para una norteña esto apenas sirve para acompañar el desayuno.
- Oh, cállate.
La peculiar noble empieza a tambalear la cabeza a pesar del gran esfuerzo que hace para evitarlo y mantener su visión, pero tras el último trago no es capaz y cae derrotada, maldiciendo con una voz debilitada e irregular.
- Mierda.
Tomo el contenido de mi vaso y lo levanto triunfante, saboreando la dulce victoria y los aplausos que la acompañan, además de la recompensa de las apuestas, que alegremente se depositan en mis bolsillos. La noche ya se ha apoderado de la Ciudadela y la propietaria anuncia la hora de cerrar, con una pequeña cantidad de dinero extra por saber por quién hay que apostar, y expulsa a su clientela amablemente y sin percances, despidiéndose hasta el próximo encuentro. Irdoine y yo acompañamos a Nio y Cuprio hasta sus residencias, dejando que se apoyen en nosotras por su estado, aunque debido a su tamaño, la ingeniera tiene problemas para llevar a la noble, más alta que ella. Primero llegamos al lujoso hogar de Nio, en las plantas superiores de una de las torres, y nos reciben unos sirvientes no humanos para atender a la joven señora, que se resiste a la ayuda e insiste en caminar sola hasta su dormitorio. Nos despedimos y los criados la siguen, cerrando la puerta tras ellos. Durante todo el rato he mirado a los trabajadores con desprecio disimulado, son el enemigo abatido y no merecen mi confianza. La próxima parada es el cuartel donde Cuprio está alojado durante su estancia, en el cual un par de cadetes ayudan a su superior a avanzar, quedándonos solas. Cruzamos unas palabras y marchamos cada una por nuestro camino.
Llego a mi casa agotada, así que subo directamente a la segunda planta, me cambio de ropa, vistiendo una camisa y pantalones largos, y me dejo caer sobre la ancha y blanda cama, cubierta por gruesas mantas que mantienen el delicioso calor, probablemente el lujo favorito de mi vida en el Imperio. El sueño no tarda en acogerme entre sus brazos y me sumo en el mar de los sueños.
Recuerdo el blanco, la nieve fría y blanca del invierno en el norte. Estoy y mi cuerpo de cuando era una niña pequeña, en la ciudad de Vatnfýri, en las Tierras del Norte, llamadas Náfastdimr por mi cultura de materna. Un lugar precioso, bendecido con largas praderas y hermosos bosques en primavera, pero inclemente, en el cual los fuertes sobrevivían y los débiles perecían, donde el invierno fortalecía la voluntad y el conflicto el cuerpo. Una tierra de guerreros, aventureros y mercaderes bravos, astutos y orgullosos. Nací en una casa de madera con techo de zarzo, cubierto con barro, y al nacer recibí el nombre de Magnhildr Grímsdóttir, cuyo significado es, respectivamente, “Fuerte en batalla” e “Hija de Grím”. Mi nombre se me otorgó gracias a mi cuerpo, con una buena condición física y sin ningún defecto, lo que hacía de mí una guerrera en potencia, pero en realidad sí que había un defecto. Me veo a mí misma corriendo por el bosque, aprendiendo a cazar, y a luchar con armas adecuadas a mi cuerpecito, y recuerdo como a la edad de cinco años mi visión empezó a deteriorar, viendo figuras borrosas. Tenía la Marca de Ikol, el Dios de las Desgracias. Mi condición estaba asociada en mi cultura a una manera del dios de burlarse de los mortales, condenándoles a ser ineficaces en batalla u otras actividades, algo inadmisible en aquella sociedad. Mis padres intentaron esconderlo, pero mi vista continuó empeorando, haciendo que fallase a la hora de cazar y combatir, atrayendo así la atención de los demás habitantes, por lo que tuvimos que salir a la mar para poder salvar mi vida. Desgraciadamente, el jefe y otros nos persiguieron para acabar conmigo, la débil criatura que la pareja había engendrado, y evitar la humillación por parte de las otras ciudades y tribus. Después de varios días a bordo de nuestro barco, racionando nuestras provisiones, pescando para conseguir alimento, entreteniendo como podíamos, manejando la pequeña criatura de madera y durmiendo apretados en una cama debajo de la cubierta; llegamos a Asroa, el continente controlado en casi toda su totalidad por el Imperio del Metal. Sin embargo, nuestros perseguidores estaban cerca, y nos alcanzaron no mucho después, creando una pelea con mis padres, ambos diestros en el combate que habían peleado juntos desde que se había formado el enlace, siendo ella una doncella escudera que no conocía el miedo, y él un guerrero que había participado en numerosos saqueos y batallas. A pesar de su bravura, los dos se encontraban superados en número, y perecieron después de pelear hasta el último aliento, con sangre brotando por la boca, así que solo quedaba yo, paralizada por el miedo, una niña pequeña miope e indefensa que no tenía la más mínima oportunidad. El jefe se acercó a mí con un cuchillo en la mano que goteaba la sangre de uno de mis padres, con sus facciones aumentadas en el sueño, dándole un aspecto de monstruo. Una criatura alta, ancha, ligeramente encorvada y pálida con una larga cresta que se unía con el blanco pelaje de su espalda, que acentuaba el color de la sangre en ella, expulsando un denso vapor entre sus afilados dientes de depredador y examinándome con unos ojos rojos en su totalidad, como un pozo de sangre, a la vez que escuchaba los acelerados latidos de mi corazón con sus orejas puntiagudas. Parecía que me quisiera devorar con su mandíbula prolongada y destrozar mis huesos entre ella, saboreando la carne y la sangre carmesí. No recuerdo su nombre, pero sí su apodo, “Oso Albino”.
Y de repente, cuando parecía que mi historia iba a encontrar su fin sin apenas haber empezado, un rayo azulado descendió de los cielos y atravesó a uno de los seguidores del jefe, dejando un olor de carne quemada en el ambiente. Unas figuras aladas y envueltas en platino descendieron, provocando que los norteños huyesen a su barco, de vuelta a su hogar. Mis salvadores no les persiguieron, y me di cuenta de que habían dejado algo atrás, un cuchillo en el que había labrado el escudo de la familia dominante de mi hogar. Aquel día lloré más de lo que pensé que podía llorar, sujetando el cuchillo manchado contra mi pecho, junto a los cadáveres de mis padres. Uno de los hombres alados se acercó a mi lado y me apoyó la mano en un hombro para después abrazarme con fuerza, haciendo que las lágrimas cayesen con renovada energía hasta quedar agotada. El hombre me tomó en brazos y, antes de que alzase el vuelo, le pedí que dejase que me llevara el escudo de mi madre y el hacha de mi padre. Aceptó, y caí rendida al sueño cuando despegamos. Aquella fue la última vez que lloré.
Despierto en mitad de la noche envuelta en sudor. Cuando relajo la respiración permanezco tumbada boca arriba en mi cama, pensando y recordando. Aquel hombre se llamaba Pálados, y me adoptó y cuidó como si fuera su propia hija en la Ciudadela, cuya cultura adopté como mía, escogiendo el nombre de Protecnia para añadirlo al de nacimiento. Crecí admirando a mi padre adoptivo y a la fuerza a la que pertenecía, razón por la que me uní al ejército, escalando rangos rápidamente hasta llegar a mi posición actual, superando a Pálados, que realizó un saludo militar lleno de orgullo en la ceremonia. El hombre tenía contactos con la realeza, por lo que las visitas al castillo eran frecuentes, y a veces le acompañaba, conociendo así al joven niño que un día sería emperador, Urenio II. Desde muy joven era inteligente y presentaba una madurez impresionante para su edad, aunque todavía carecía de mucha experiencia, y se notaba. Cuando me confesó su sueño quedé cautivada al instante, deseaba crear un mundo sin conflictos en el que reinase la armonía, algo que no había contemplado como posible antes, y nos hicimos amigos rápidamente. Nuestra amistad se fortaleció con los años, confiando ciegamente el uno en el otro, hasta el punto de participar en regicidio. En nuestra opinión, el padre de Urenio, el Emperador por aquel entonces; era un déspota que tan solo deseaba aumentar la gloria del Imperio, junto a la suya propia, y estaba centrado en sus propios deseos egoístas, característicos de un débil hombre inapropiado para llevar las riendas de semejante gobierno. Convencidos de que nuestras acciones eran por el bien superior provocamos su muerte de forma discreta, y el Príncipe se convirtió en el nuevo Emperador. Desde nuestros cargos, ambos trabajamos duro para asegurar la supremacía en todo el continente y evitar que las otras criaturas conscientes vayan a la guerra entre ellas y la tan deseada harmonía fallase en existir.
Siento el impulso de levantarme de la cama y obedezco, cogiendo mis gafas negras de la mesita y calzándome las zapatillas de estar por casa. Avanzo hasta una habitación en particular y observo el escudo y el hacha que cuelgan de la pared. Acto seguido abro un cajón y saco una caja rectangular con una tapa curvada, que al ser levantada muestra un viejo cuchillo con un escudo familiar reposando sobre tela roja. Saco el cuchillo y pienso en el bastardo al que pertenecía y lo que hizo con él, apretando los dientes, fantaseando con lo que le haría a ese malnacido en cuanto tuviese la oportunidad. No voy a matarle, si no a destruirle y hacerle pasar por una profunda humillación delante de sus seguidores, para que cuando desaparezca no quede nada en este mundo que acredite su existencia.
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