Era una noche oscura, calma, como otra cualquiera. El silencio reinaba entre las montañas. Entre el tupido follaje de los valles se podían entrever refulgentes las Dos Hermanas, las lunas, como curiosos ojos que asoman por una mirilla, a la espera, con la expectación de quien conoce el porvenir.
El de las dríades no era el bosque más frecuentado por nadie. No había ruta comercial que lo atravesara, ni grupo de aventureros que lo explorara. Hasta los animales parecían evitarlo pues apenas era el hogar de pequeñas manadas de lobos. Casi podría concluirse que las almas vivas evitaban sus pasadizos por instinto. Y la verdad, razón no le faltaba a quien quisiera evitar la espesura, pues las raíces y hojarasca que cubrían el suelo no formaban sino un improvisado parche sobre una tierra que no había sanado completamente de aquella masacre.
El silencio se vio interrumpido súbitamente por el crujir de unas ramas.
—Es por aquí —gritó una voz aguda agitando un machete— estoy seguro.
—Seguro, seguro, aseguro que es de noche, poco más —suspiró exasperada otra voz— porque yo entre que el cartógrafo tiene peor caligrafía que mi abuela y no veo ni mi som- —la retahíla de quejas paró en seco.
—¡Pero quien cojones ha puesto esa raíz ahí!
—Los arbustos, que ya no pueden aguantar tu lloriqueo, —una sombra ágil adelantó al quejica y al del machete hacia un pequeño claro. Su pelo plateado ondeando como si esquivara grácilmente el ramaje.
—¡Veo algo! ¡Veo piedras!
Un gozo extraño, sin duda, ver un triste y semiderruido muro carcomido por zarzales. Pero para el pequeño grupo que llevaba a la intemperie por más de una semana persiguiendo una quimera en un trozo de viejo pergamino, era casi como descubrir el tesoro en sí.
Las tres figuras rodearon el muro, asomándose curiosas por una de sus aberturas, una ventana quizá en su tiempo o puede que un simple boquete fruto de lo que pareciera siglos de abandono.
Lideraba la marcha con renovadas energías una mujer esbelta, de mirada aguda y curiosa, embutida en un parcheado de cueros y telas. Destacaban a su cinto media docena de afilados cuchillos, listos para la acción. La seguía no muy lejos el hombre del machete. Fornido, aunque no forzudo, cubierto por una cota de mallas, remachada al extremo. Tras ellos la quejumbrosa sombra embozada, que a ratos pareciera levitar más que caminar.
Acompañados únicamente el sepulcral silencio del bosque y un pequeño fuego flotante que les servía de lucernario, el trío se adentró en las ruinas con estudiada meticulosidad. Atentos a cualquier mecanismo, trampa o sorpresa de las que suelen poblar las mazmorras que ocultan algún tesoro. Aunque su buen hacer no se vio recompensando: ni tesoro, ni trampa oculta, ni siquiera una bestia a la que combatir y con la que romper la monotonía.
Las Dos Hermanas se encontraban en el cénit de su viaje nocturno cuando, por fin, el sinfín de pasillos de piedra derruida se abrió en un gran campo circular. El suelo, que todavía conservaba alguna que otra losa a la vista, reflejaba tenuemente la luz de las lunas, creando una extraña atmósfera acogedora y ultramundana. El recinto estaba claramente en mejores condiciones que el laberinto de pasillos y estancias que habían atravesado, aunque el techo hubiera desaparecido hace ya tiempo, algunas de las delicadas columnas que otrora lo sostuvieran todavía seguían en pie, exponiendo orgullosas unos intrincados grabados y bajorrelieves desgastados, como si de cicatrices se trataran.
En el centro del salón el trío se encontró un austero altar de piedra grabado con motivos similares a las columnas, y sobre él aquello por lo que habían sufrido tanto desvelo.
—¡¡Tesoro!! —Se alegró la mujer, agarrando un orbe entre sus esbeltos dedos y apuntándolo a las lunas.— ¡Míralo qué belleza! Qué tacto, qué suavidad, qué brilli-brilli más misterioso tiene en su interior.
—¿Y con esto nos vamos a hacer de oro? A mi me parece un orbe de adivinación como cualquiera de los que venden en los bazares, —el de la cota de malla se acercó también a curiosear sobre el nuevo hallazgo— ¿no, mago?
El embozado se dio por enterado y se acercó también a mirar.
—No, no. Los de adivinación son transparentes, este tiene un tinte rojizo y si te fijas bien el interior brilla a intensidades variables… —todos se quedaron callados prestando atención al fulgor palpitante del orbe.
—Como si estuviera vivo, ¿véis?
—¡Entonces eso significa que es especial y vale dinero, ¿a qué sí? ¡a qué sí! —la mujer no podía caber de gozo en su cuero— ¡Qué emoción, es un tesoro de verdad! El primero que encontramos desde que nos pusimos con esta aventura hace ya meses. ¡Chupaos esa estirados del gremio!
—Hace ya un año, de meses nada. —Interrumpió el mago con evidente retintín— Pero parece que ha valido la pena. Ahora bien, es un tesoro pero me pregunto si tendrá algún valor… más allá del monetario ¿me lo dejas? —Dijo sacando la mano de debajo de la túnica.
La mujer admiró su hallazgo una última vez antes de entregárselo con delicadeza.
El encapuchado se sentó en el suelo y con un par de gestos rápidos dibujó una serie de garabatos en el suelo. Acto seguido, extrajo una serie de piedras de una bolsita oculta en los pliegues de su túnica que colocó meticulosamente en puntos concretos del garabato. Se detuvo un momento a evaluar su obra y después de asentir orgulloso depositó el orbe en su centro.
—Puede que tarde un rato. —Sentenció.
Los dos acompañantes asintieron. La mujer se sentó en el altar sonriente bajo la luz de las lunas mientras el del machete curioseaba entre las columnas y recovecos varios de la campa. Sólo encontró unos pocos champiñones.
La noche avanzó perezosa. Técnica de adivinación tras técnica de identificación tras técnica, el garabato inicial con piedras había dado paso a una amalgama de círculos mágicos, papiros, libros abiertos y demás aparatos desparramados por el suelo. A pesar de los mejores esfuerzos del mago, solo consiguió confirmar que el tesoro era algo más que una simple joya bonita. Tenía poder, ¿mucho? ¿poco? ¿residual? Eso ya no lo sabía. Pero estaba empeñado en descubrirlo.
Faltaba poco para el amanecer cuando un sonido inesperado captó la atención del mago, absorto desde hacía horas en el análisis de su orbe. —...ayuda… —La primera vez que lo escuchó, desestimó el sonido como pura imaginación, fruto obvio de pasarse la noche en vela. —...ayúdame… —La segunda vez se lo achacó al ulular del viento. Pero la tercera vez ya era obvio, alguien -o algo- susurraba:
—Ayúdame... la… sangre.
El mago alzó la mirada de su objeto de investigación desconcertado.
—¿Habéis oído algo? —Preguntó a sus acompañantes, que negaron con la cabeza.
Pero él estaba seguro. Escuchaba un susurro. Un susurro claro y constante. Un susurro que repetía sangre y ayuda en su mente. No era un susurro amenazador, era más bien un sonido melancólico, como de súplica.
Llevado por la curiosidad y las ganas de callar las voces a partes iguales, el mago hizo un gesto a la mujer para que se acercara y le explicó la situación. Ninguno parecía especialmente alterado, después de todo no era la primera vez que se encontraban con objetos mágicos en sus aventuras ni la primera vez que recurrían a un ritual de sangre. Sin intercambiar palabra, ella le dio uno de los cuchillos al mago y vertió un par de gotas de sangre de sus dedos en el orbe.
Silencio.
Las voces se desvanecieron.
Decepcionado, el mago se dispuso a proseguir con su análisis con renovado ímpetu tras lo que parecía ser un avance.
Entonces se le erizó el pelo.
—Hay alguien… —Dijo el de la armadura, que se deslizó rápidamente hacia sus amigos, machete en mano. —... y no me da buena espina.
El bosque continuaba en completo silencio y quietud, todo parecía seguir exactamente igual. El trío alerta, espalda con espalda y en posición defensiva en el centro de la sala, analizaba su entorno con estudiada calma, mientras echaban mano de sus armas.
—Gra…cias.
El mago sintió la palabra reverberar en su cabeza. Era la misma voz que rogaba por sangre. Aunque más clara, asertiva. Se dispuso a avisar a sus compañeros cuando aterrado se percató de su incapacidad para mover los labios, el cuello, el torso, los pies. Estaba congelado en el sitio. “Mierda”, pensó.
Los ojos eran el único músculo que todavía podía controlar. Desde el rabillo del ojo intuyó que sus compañeros estaban en una situación similar, aunque no sabía si habían escuchado la voz esta vez o no.
Una ola de viento barrió la sala. El orbe, que seguía entre los símbolos de estudio del mago, empezó a iluminarse con más intensidad y ritmo, a palpitar. Otra ola de viento sacudió a los aventureros, atascados como estatuas sin control sobre sus cuerpos.
—Gracias, de verdad.
Esta vez la voz no estaba en su mente. El mago estaba seguro de que el sonido era físico, y de que no era el único que lo había escuchado. Aterrado, vió como el orbe empezó a borbotear con una sustancia negruzca -¿sangre?- que alcanzaba el tamaño y se aproximaba a parecer un ser humano desecho y amorfo.
La borboteante figura fijó lo que parecía ser su cara en el trío. De su interior salió la misma voz melancólica, aunque era diferente, mucho más asertiva que antes, más potente, más amenazadora.
—No hubiera podido volver sin vuestra ayuda… pero todavía falta… todavía no estoy completo.
No había boca, no había ojos, ni músculo distinguible, pero estaba claro que eso estaba hablando. Que era un ser vivo. Un ser amenazante, con un aura crecientemente opresiva como pocas que los aventureros hubieran sentido. El pánico se apoderaba de sus cuerpos por segundos como de una plaga.
—Y como habéis tenido la amabilidad de devolverme a este mundo… —siguió la figura en la misma melancólica monotonía. —…no creo que os importe ayudarme un poco más.
Sin dejar lugar a reacción la figura se abalanzó sobre el del machete. En menos de un parpadeo la armadura cayó al suelo. Vacía. No se escuchó ni siquiera un quejido.
La borboteante sombra se recompuso. Satisfecha. Su forma era más definida. Negra, pero dejaba entrever un cuerpo humanoide, esbelto, curtido y desnudo.
—Todavía no… todavía no. ¿Quién quiere ser el siguiente? —La sombra rió y velozmente se desplazó tras la mujer.
Rodeada por la sombra, incapaz de moverse ni ver que sucedía a sus espaldas, la mujer sintió como unos dedos acariciaban su torso. Aterrada y con el corazón a punto de estallar de miedo, la única pista de su pánico eran unos ojos vidriosos y el sudor frío que la empapaba. La sombra se detuvo a explorar la piel de su siguiente víctima en una muestra obscena. Sus largos dedos exploraban lentamente las curvas de su cuerpo y los entalles del cuero con falsa dulzura. Su aterrado acompañante tragó saliva pensando que la sombra fuera a divertirse con ella antes de hacerla desaparecer como a su otro amigo, pero quien analizara más de cerca los gestos de la sombra podría concluir podría que parecía deleitarse más en redescubrir sus extremidades y sentidos que en satisfacer la lujuria con su aterrada víctima. La cabeza de la sombra se acurrucó sobre los hombros de la paralizada mujer. Y se detuvo. Parecía que la estuviera oliendo, como si quisiera absorber el dulce perfume del terror y el sudor frío.
Pero el éxtasis no duró mucho. En un abrir y cerrar de ojos, a la izquierda del mago solo quedaban los restos de cuero y seis cuchillos. Ante sus cuencas llorosas y desenfocadas por la ira la sombra siguió su transformación. Y, a pesar del terror que lo invadía, el mago no pudo evitar seguir todos los movimientos que la figura hacía frente a él. Sus movimientos eran ágiles, gráciles, casi hipnóticos. Tras consumir a su segunda víctima, la amalgama de color completamente negro dio paso a una tez blanquecina y un largo pelo azabache.
Unos ojos rojos, brillantes como rubíes posaron su mirada en el mago. En la oscuridad moribunda de la noche, brillaban con la fuerza de un incendio a punto de propagarse y prender el bosque entero con su fuego y pasión. La figura se aproximó lenta, contoneante, hacia su última presa. Sin mediar palabra, alzó el mentón del mago con su mano derecha, posó sus labios sobre los labios del otro. El mago sintió como su energía vital lo abandonaba y tras un suspiro final dejaba atrás un vacío oscuro.
La sombra, reconvertida en ser de carne y hueso salió por el pasillo principal de la derruida estancia, dejando atrás tres viejos conjuntos de ropa.
No había pasado ni un minuto desde su invocación.
Las Dos Hermanas se ocultaron bajo las montañas del horizonte, como si alejaran la mirada de la escena que acababa de ocurrir ante su curiosa mirada y el silencio más absoluto volvió a apoderarse del bosque.
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