La puerta se cierra detrás de mí con un clic discreto, pero suena definitivo. Como si marcara el comienzo de algo.

Me quedo parado en la entrada con la maleta en una mano y la mochila al hombro, observando el espacio vacío frente a mí.

Paredes blancas. Suelo de madera clara. Ventanas sin vestir. Nada que cuente una historia. Solo un silencio denso, el tipo de silencio que hay en lugares donde todavía no ha pasado nada. Pero parece un buen punto de partida. 

Camino hacia el fondo de la sala, donde están las puertas correderas que dan a un balcón. Desde aquí puedo ver parte de la ciudad y, en los edificios cercanos, escenas cotidianas: ropa tendida, plantas asomando, gente inmersa en sus rutinas.

Siento el metal de la barandilla, templado por el sol, y la brisa agradable que arrastra consigo el olor del mar. Mis ojos lo buscan durante un instante, hasta encontrarlo. Me quedo observando, dejando que la tranquilidad del momento se instale en mí.

Mi padre nunca llegó a hablarme sobre este piso. Me enteré de que lo tenía al leer su testamento, hace ya dos años. Tal vez sabía que iba a necesitar un lugar al que volver. Uno donde pudiera alejarme de todo y empezar de cero al regresar a Corea. No puedo saberlo con seguridad. Pero si fue así, tenía razón.

Vuelvo al interior del apartamento en busca del dormitorio.

Aquí tampoco hay mucho que ver: una cama con un edredón simple, un armario vacío, una mesita junto a la ventana. Dejo caer la mochila sobre el colchón y me siento, notando el cansancio acumulado del vuelo hasta Seúl de esta mañana. 

El móvil vuelve a vibrar en mi bolsillo. Otra vez. Lo saco sin pensar y mantengo apretado el botón para apagarlo, viendo de pasada las llamadas perdidas. Suspiro con pesadez, con el eco de esa conversación aún clavado. Intento soltar la frustración que sigo arrastrando desde entonces. Ya le di demasiadas vueltas durante el viaje en tren hasta aquí.

Me levanto, decidido a explorar el resto del apartamento. Frente al dormitorio echo un vistazo rápido al baño. Después cruzo la sala hacia el otro extremo, donde está la cocina. No es enorme, pero tiene electrodomésticos modernos y un diseño cuidado. Me gusta. Ya me imagino todo lo que podría hacer aquí. Reviso los armarios. Vacíos. Ni un vaso. Ni un plato. Nada.

Aunque… si lo pienso bien, hay algo. Posibilidades. Me llevará tiempo, pero podré construir algo mío.

Con esto ya he visto todo lo que hay que ver. Estoy demasiado cansado para preocuparme por cómo llenar este lugar, pero sé que si me quedo quieto, empezaré a pensar en todo lo que intento dejar atrás. Decido salir. Puede que ver un poco el barrio me ayude a aterrizar en esta nueva vida.

Apenas pongo un pie en la calle el aire fresco me despeja. Camino sin rumbo, dejándome llevar por la tranquilidad de la zona. Pequeñas tiendas de barrio, aceras amplias y limpias, carteles hechos a mano anunciando ofertas del día. No se parece en absoluto al bullicio de la capital. 

Siento cómo la calma del lugar va aflojando la tensión que regresó esta mañana, al llegar a mi ciudad natal. Aquí nadie sabe quién soy. Y eso es precisamente lo que necesito. Caminar así, sin ser nadie para nadie, sin expectativas que cumplir ni apariencias que mantener, me recuerda por qué vine. 

Estoy tan absorto en mis pensamientos que apenas presto atención hacia dónde voy, hasta que el movimiento de una puerta automática me trae de vuelta. Alzo la vista. El edificio destaca entre los que están alrededor, con su fachada de cristal. En el rótulo sobre la entrada puede leerse claramente: “Hospital General de Donghae”. Supongo que no está mal tenerlo cerca.

Con todo lo que da vueltas en mi cabeza no me había parado a pensarlo, pero si voy a instalarme aquí, tendré que hacer algunos trámites. Cambiar de centro médico. Empadronarme. Tal vez algo más. Y aunque parezca una tontería, puede que sea una buena forma de dar el primer paso, de sentir que esto empieza de verdad. 

Ya que estoy aquí, supongo que no pierdo nada por entrar.