En la inmensidad del Cosmos, crece un árbol;
el Árbol de la Vida,
cuyas raíces se hunden en lo más profundo del Abismo
y cuya cima alcanza lo más alto del Cielo.
Sus fuertes y antiguas ramas
se ciernen sobre muchos mundos,
y su sombra reconforta a cada criatura viva,
mientras hilos invisibles tejen sus destinos.
Vertientes se extienden
desde cada una de las Grandes Casas,
de los mundos,
y a los otros mundos se dirigen;
son ríos de agua, de sangre, de vida,
que con su torrente
confieren un perpetuo e inexorable cambio
que se sucede desde el inicio del tiempo
y seguirá sucediéndose hacia la eternidad.
Nuestra historia comienza en los albores del Segundo Milenio, cuando, en el ya inexistente pueblo de Fynnon Tir, el joven Arthur Greed recorría las ruinas del viejo monasterio, esperando que algo inusual pasara. Cada año era testigo de cómo la maleza, que se abría paso por entre las viejas baldosas de adoquín, con el tiempo se encargaba de aflojar en aquel suelo que había pertenecido a hombres y que ahora quedaba a merced de la naturaleza. Vestigios de los fuertes muros aún permanecían inmutables, abrazados por la hiedra que casi los cubría por completo en la primavera y en el verano.
A Arthur siempre le había gustado contemplar aquel sitio que le ofrecía un contraste tan nítido entre lo efímero y lo permanente. “Estas ruinas, aunque sigan aquí por siglos, están muertas, mientras que la mala hierba nace y muere cada año...”, pensaba sin poder evitar llevar su vista más allá, al cementerio que se extendía en el terreno que yacía entre el viejo monasterio y la fortaleza de Fynnon Tir.
Al menos seis generaciones Greed descansaban allí. Arthur sentía la inmensa frustración de saberse insignificante. ¿Él y cuántos Greed más se sumarían a las filas de lápidas? A Arthur le inquietaba seriamente la muerte. Sólo conocía dos personas a las que esto les desvelaba más: a los mellizos Athos y Adalgisa Kartenspiel. Estos hermanos no eran de su agrado dado que su actitud le resultaba de lo más irritante. Siempre iban a todos lados con arrogancia y orgullo, con las palabras justas y necesarias para hacer sentir incómodo y agriado a cualquiera que pretendiera insultarlos.
Los Kartenspiel habían llegado de Germania hacía ya varios años, acompañados de su padre, un hombre desagradable que no ponía ni el más mínimo empeño en entablar buenas relaciones con sus vecinos. Tenía alguna suerte de enfermedad crónica y sus hijos se encargaban de cuidarlo, o al menos de hacer todas las tareas que requirieran salir al exterior de su casa -o como Arthur le llamaba, su pocilga. Quizá fuera su modo de vida tan precario les impulsara su resentimiento hacia el joven Greed.
Las razones le eran desconocidas, pero lo que sí entendía era que aquellos hermanos lo odiaban en demasía, al punto de que se hubieran matado a filo de navaja de no ser por otras personas que les obligaban a guardar las apariencias. Estas personas, para ser precisos, eran Bertran Annoy y Desirée Kindness.
Tanto los Greed como los Annoy y los Kindness eran las tres familias nobles más poderosas del lugar; durante el reinado de Ethelwulf de Wessex se habían encargado de conquistar aquellas tierras con un cruento asedio que se había cobrado la destrucción del monasterio. Desde aquel entonces sus apellidos habían gozado del título de caballería y con el correr del tiempo Fynnon Tir se había visto tan alejada de conflictos militares que los Greed, Annoy y Kindness podían gobernar como verdaderos reyes. Pero Bertran, Desirée y Arthur guardaban aún una estrecha relación que no estaba dada por el poder. Era esta misma razón la que los unía a Athos y Adalgisa. Los cinco jóvenes compartían gran atracción por lo mágico y desconocido.
Arthur, Bertran y Desirée habían pasado innumerables ocasiones juntos casi desde que habían aprendido a caminar, aunque Desireé, siendo menor que ellos, se les había unido algunos años más tarde. Aún siendo una niña de su época, con sus restricciones, de a tanto lograba escaparse de entre las manos de su nodriza y de los ojos de su madre. Su naturaleza escurridiza sabía causarle algunos dolores de cabeza a su progenitora, pero conocía a los otros dos jóvenes casi como si fuesen hijos suyos, así que llegó a despreocuparse con el tiempo.
Y lo cierto es que las horas que pasaban sumergidos entre las pilas de libros eran más que valiosas; ya fuera en la biblioteca en los días fríos de invierno, o bajo la sombra de un árbol en los cálidos días de verano, siempre encontraban un sitio para leer.
Aunque la pica siempre había sido entre los mellizos y Arthur, Bertran también había tomado lugar junto al joven Greed en la disputa implícita. Esto siempre había sido así, tal vez por fidelidad hacia su mejor amigo o tal vez por su actitud aventurera, casi irracional, y su despreocupación por meterse en problemas.
En cambio, con Desireé era distinto; dado que ella prefería evitar las confrontaciones, casi siempre terminaba tratando de calmar a ambas partes en medio de las discusiones.
Así es que, luego de dar algunas vueltas por lo que otrora habían sido los pasillos por los que habían caminado los monjes de Fynnon Tir, Arthur llegó a la atracción principal del lugar; la vieja fuente que daba el nombre al pueblo, conocido por sus primeros pobladores como la Tierra de las Fuentes. Era símbolo de la abundancia de la que gozaban sus campos. El joven Greed siempre recordaba una frase que había oído decir al padre de Bertran cuando eran niños: “Mientras el agua siga fluyendo por esa fuente, Fynnon Tir no tendrá de qué preocuparse.” En su centro se erigía una escultura que representaba a unos ángeles apuntando con sus arcos a las figuras de unos demoníacos dragones que manaban agua de sus bocas.
Arthur se paró sobre borde de la fuente y vio junto a sus pies una rama de sauce que debía haber sido arrancada por alguna tormenta. La tomó y la puso frente a sí, contemplándola. Las hojas tenían un tono rojizo que trajo un pensamiento a la mente de Arthur y lo hizo sonrojarse.
-¡Ya puedo escuchar las campanas!
Arthur se tambaleó y faltó poco para que cayese al agua ante la interrupción. Del otro lado de la estatua aparecieron Athos y Adalgisa, con sus rostros pálidos y fríos y el largo cabello que les caía por la espalda. Arthur hubiera querido que alguno de los ángeles de la fuente se le cayera encima y lo aplastara.
-¿Q…qué hacen aquí?
-Asistimos a tus nupcias con la señorita sauce, y les veo futuro. -dijo Athos con una reverencia actuada. Adalgisa, detrás suyo, lloraba de la risa.
-No saben ni en qué pensaba. -replicó Arthur, y tiró la rama al agua. .
Adalgisa se adelantó, y provocadora dijo:
-Te conocemos, Arthur, y sabemos que solo hay alguien que ocupa tu corazón. -Adalgisa hizo mímica de un rostro femenino sonriente y moduló un nombre.-Debe ser angustiante pasarte las horas pensando en una mujer que quizá nunca te corresponda, en lugar de preocuparte por ser alguien. –Athos rio socarronamente.
Arthur odiaba que lo reprocharan de forma tan altanera. No sabía qué decirles, y aunque se sentía insultado, se limitó a mirar al joven Kartenspiel con el ceño fruncido.
-Por cierto,el padre de Bertran acaba de volver de Londres. Ha mencionado una próxima salida de caza. Quizá puedas ir con él. -dijo Adalgisa esperando su reacción.
-¿Los ha invitado…?
-A mí. Adalgisa no irá porque, como bien debes saber, la caza es cosa de hombres. Aunque en mi opinión, ella está más capacitada que unos cuantos que pretenden serlo. –dijo echando una mirada despectiva a Arthur- Y claro, nos acaba de enviar a comunicártelo, ya que también puedes ir si lo deseas.
-Claro que iré. –contestó Arthur resuelto.
-Lo suponía. Pero no traigas a tu mujer sauce. –le respondió Athos riéndose- ¿Te vas a quedar parado ahí? -dijo encaminándose hacia el camino que llevaba al pueblo.
-N…no. -Arthur se bajó del borde de la fuente y trotó para alcanzar a los hermanos.
Los tres caminaron por el campo, pasando junto a algunas casas precarias de campesinos esparcidas por aquel vasto territorio dorado de trigo. A medida que se acercaban a destino, tras las lomadas empezaba a vislumbrarse una modesta fortaleza de piedra fría y gris. Sus muros guardaban pocos recuerdos del asedio que habían sufrido. Habían sido reparados luego de su conquista y así se habían quedado.
Fynnon Tir tenía fama de ser un lugar pacífico, monótono. Ya dentro de la fortaleza, se alzaba una gran concentración de edificaciones, con techos de paja y paredes de barro. El sol se encontraba en su punto más alto y los pobladores atestaban la feria que se desarrollaba a diario en la pequeña plaza central; allí confluían campesinos, artesanos y sirvientes del castillo, en una cabal muestra del funcionamiento de la economía local.
Un pequeño callejón desviaba hacia los jardines que rodeaban la capilla del pueblo. En sus orígenes todo ese predio había funcionado como campo de entrenamiento, hasta que el primer Lord Annoy mandó a construir aquella iglesia en tiempos de Ethelwulfo.
Los mellizos Kartenspiel avanzaron siguiendo el paso del joven Greed, que ahora se les había adelantado en dirección a la imponente construcción de piedra que se erigía frente a ellos y que hacía ver minúsculas al resto de las casas construídas por los habitantes; tal era el castillo que albergaba los recintos donde vivían los Greed, los Kindness y los Annoy.
Al llegar a la entrada, un soldado se dirigió a Arthur y dijo:
-Señor, sus padres lo están esperando.
-Bah, dígales que estoy aquí. Sólo había salido a caminar. ¿Ha visto a Bertran?
-Si no me equivoco se encuentra en la biblioteca.
-Gracias. -Arthur pasó junto al soldado sin titubeos seguido por Athos y Adalgisa.
Quizá el recinto más valioso de todo Fynnon Tir fuera su inusual biblioteca. Era por demás amplia y estaba atestada de libros. Los estantes no tenían un solo rincón sin ocupar. Su construcción era más esmerada que la del resto del castillo y se notaba la misma mano de quien había construído la capilla. Arthur, Bertran y Desirée agradecían mucho más que cualquier otro habitante de allí aquella obra propiciada por la gracia de la primera Lady Kindness. Una parte considerable de los libros que había allí habían pertenecido nada más ni nada menos que al viejo monasterio. No fue sino ella, una mujer letrada y muy devota, quien tuvo a bien conservar el legado cultural presente en tal vasta colección. Más libros habían sido recopilados a través de las generaciones, lo que dio lugar a lo que los tres jóvenes llamaban “su pequeña Biblioteca de Alejandría”.
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