El sol brillaba con orgullo sobre la base aérea de Nevada. Era un día especial. Banderas ondeaban al viento mientras decenas de jóvenes vestían con impecables uniformes de gala. Todos habían cumplido un sueño: graduarse en la élite de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos. Entre ellos, una figura destacaba no solo por su porte, sino por la luz que irradiaba su inteligencia. Su nombre: Elizabeth Diamont.
De piel clara, cabello rubio recogido con elegancia, y ojos vedes que revelaban determinación, Elizabeth subió al estrado. Vestía un traje de ceremonia azul oscuro con insignias que marcaban su excelencia. Tomó el micrófono con firmeza, pero con la dulzura de una joven que no había perdido la humildad.
—Muchas gracias —dijo, y una sonrisa sincera cruzó su rostro—. Agradezco profundamente a mis padres, y también a mi mejor amigo, Chris Black.
Entre los aplausos, un hombre canoso y alto se levantó. Con voz firme, añadió:
—Ella es la mejor alumna de esta generación. Una mente brillante en tecnología, matemática, y una aviadora sin igual.
Horas más tarde, en un patio decorado con mesas blancas cubiertas de bocadillos y copas de vino, los graduados celebraban. Elizabeth estaba acompañada por sus padres: Rose y Oskar Diamont.
—Felicidades, hija —dijo su madre con orgullo—. ¿Cuál será tu próximo paso en la Fuerza Aérea?
—Me dedicaré a mejorar el sistema tecnológico de los aviones —respondió Elizabeth, con una copa en la mano—. Tengo ideas que ni siquiera los chinos han desarrollado aún.
Su padre la miró con seriedad, aunque sin perder la ternura.
—Ten cuidado, hija. Muchos querrán aprovechar tu talento para fines oscuros. Eres una piloto excelente, pero también una mente privilegiada. Usa esos dones con sabiduría.
En ese momento, un joven se acercó al grupo. De complexión atlética, mirada cálida y segura, saludó con respeto.
—Muy buenas tardes, señor Diamont. Vengo a felicitar a Elizabeth.
—¡Tú debes ser Chris Black! —exclamó Rose, sorprendida—. Mi hija habla mucho de ti.
—Es un honor, señora —respondió Chris, tomando una copa de la mesa—. Trabajo desarrollando inteligencia artificial, algo así como un asistente digital que ayudará en la vida diaria: ubicar direcciones, aconsejar… incluso crear prótesis que conecten con el sistema nervioso para quienes no pueden caminar.
—Fantástico —dijeron al unísono los padres de Elizabeth, sinceramente impresionados.
Pero la armonía fue interrumpida cuando un hombre alto, vestido con un traje negro impecable, se acercó con paso firme y seguro. Su presencia imponía.
—Usted debe ser Elizabeth Diamont —dijo con voz grave pero educada—. Mi nombre es Isaac Melac. Soy ingeniero en un proyecto que busca personas como usted. Necesito hablar a solas.
Los padres se tensaron. La aparición tan repentina del desconocido y su confianza excesiva no les causaron buena impresión.
Isaac sacó una tableta de su maletín. Al activarla, un holograma tridimensional emergió: una armadura futurista, brillante, equipada con alas retráctiles, sensores y armas.
—Queremos desarrollar un traje como este —explicó—. Tecnología de combate de última generación: detección de amenazas, vuelo autónomo, inteligencia artificial integrada.
—¿Y los chinos? —preguntó Elizabeth, cruzando los brazos con suspicacia—. ¿Por qué no lo hacen con ellos?
—No pudieron hacerlo —respondió con una sonrisa—. Les fue imposible o tal vez… no aceptaron nuestro presupuesto.
Isaac notó la desconfianza en su mirada. Sin perder tiempo, añadió con astucia:
—A cambio, recibirás una paga que te permitirá vivir sin volver a trabajar… jamás. Además, tendrás acceso total a nuestra tecnología. Imagina lo que podrías crear sin límites.
Elizabeth fingió una sonrisa, pero no perdió el temple.
—¿Cuál es el verdadero uso que se le dará a esto?
—Salvar vidas —respondió sin dudar—. Gente atrapada en minas, misiones de rescate… Y además, trabajamos con un nuevo material, desconocido para el mundo. Más fuerte que cualquier metal, pero tan maleable como el acero japonés.
Tras una pausa, Isaac le extendió una tarjeta.
—Nos vemos mañana.
Y se marchó.
Elizabeth observó la tarjeta con seriedad. Algo no le cuadraba, pero no dijo nada. Su madre la miró con preocupación, y su padre con firmeza. Chris, a su lado, simplemente murmuró:
—No me gusta ese tipo.

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