Bajo un cielo rojo, saliendo del colegio, junto con mis tres mejores amigos. Haeun, mi mejor amiga, lo es debido al apoyo que me dio sobre mis gustos personales; estuvo ahí para mí en mis peores momentos. Es pelinegra, de estatura media, blanca, ojos cafés, valiente e impulsiva como nadie que he conocido.
Y luego está Junseon, no es tan cercano a mí como Haeun, aunque sí somos buenos amigos. Es fuerte, musculoso, muy artístico y filosófico.
Y por último, Minjae, el chico que me gusta. Es un poco rebelde, pero no lo suficiente como para meterse en problemas. Cuando lo conocí, me defendió de unos bullies, me demostró el significado de luchar por lo que crees. Es pelinegro, pestañas largas, casi de mujer, un poco más alto que yo, cuerpo normal —ni musculoso ni flaco—, labios pomposos, sin ser demasiado gruesos o delgados.
Nosotros cuatro, desde mi sentir, somos como una familia, mi verdadera familia. Ellos son tan libres que siento que, en cualquier momento, saldrán volando. Cuando salimos del colegio lúgubre, atravesando las rejas rechinantes pero en buen estado, pasamos un rato juntos contando chistes y platicando sobre nuestros problemas, como si hacer eso pudiese hacerlos más fáciles de resolver.
En algún lugar de nuestro camino nos despedimos. Le digo adiós a Haeun y a su novio, luego a Minjae; me despido con un abrazo. Sin embargo, quisiera que fuera con un beso, pero no puede ser.
Nos separamos como si de una madre tortuga hacia sus crías se tratase. Ellos tres se van por un camino distinto al mío. Los veo alejarse a través del camino arenoso pero libre, en un campo hermoso pero con un líder penoso, y emprendo mi camino.
Paso junto a las vías; huelen un poco a metal junto a un olor extraño que nunca pude averiguar. El cuerpo del tren es rojo, junto a unas puertas color amarillo. En cada lado de la ventana hay un panfleto que habla sobre lo increíble que es nuestro dictador.
Con un fuerte viento rozando mis mejillas mientras mueve mi cabello, llego a mi hogar: una casa antigua, construida con madera, pintada de color azul y un techo puntiagudo, en medio de un páramo. Dentro de esta están mamá y papá esperándome. Me dicen que me tome mi tiempo, y tan rápido como pueden cierran la puerta, como si el viento pudiera escuchar.
Me disculpo por eso; dejo mis zapatos, un poco sucios por culpa de la arena, junto a mi bolso, que al momento de soltarlo deja un ruido seco en la mesa de la entrada. Ambos me dicen que es hora de comer, y lo entiendo.
Bajamos hacia el sótano, tan profundo como mi secreto hacia ellos; cada escalón que bajo me hace sentir qué tan al fondo del barril estamos. Cuando llegamos, cerramos la puerta. Hay una cena: platos calientes con puré de papa, arroz caliente junto a carne que huele bien, y vasos llenos de jugo de naranja esperándonos. Cada uno toma su lugar, nos tomamos de la mano y comenzamos a orar. Somos cristianos, en un régimen donde solo se permite idolatrar a su dictador, donde orar es un acto de traición y condena.
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