—¡¡¡A comer!!!—
El grito de la madre de John resonó en la cabaña que era su hogar, desafiando la frágil estructura de madera vieja y paja que apenas resistía el paso del tiempo, como si retara a la misma naturaleza. John, un joven de cabello negro como la noche, ojos grises como la tormenta y piel pálida como la luna, estaba absorto en un entrenamiento apasionado junto a su hermana Cleir. Ella, con una cascada de oro que fluía sobre sus hombros y ojos azules como el cielo, manejaba su arma con gracia y destreza bajo el resplandor del sol vespertino. Los susurros de las hojas secas que crujían bajo sus pisadas añadían un toque de música natural a su danza de combate.
—Has mejorado mucho, John—, reconoció Cleir mientras esquivaba con elegancia el ataque de su hermano, su acero danzando en su mano como una extensión de su ser. —Pero aún te falta mucho para superarme, hermano—.
—¡No te confíes, hermana! — John replicó con determinación, sus ojos centelleando mientras buscaba una brecha en la ágil defensa de Cleir y lanzaba una estocada al lado derecho de su cuello.
Ella se deslizó fuera del camino del impacto de su hermano como una hoja llevada por el viento. Luego, con un movimiento fluido y preciso, golpeó su puño izquierdo en su estómago, seguido de una patada giratoria que ascendió hacia su rostro.
—Bien hecho, hermano—, afirmó con una sonrisa, el sudor brillando como diamantes bajo el sol, un testimonio del esfuerzo que ponía en su entrenamiento. —Pero a este ritmo, nunca me alcanzarás—.
John se enderezó, respirando con dificultad, pero la determinación continuaba ardiendo en sus ojos. —Sabes que eres excepcionalmente fuerte, hermana. Has servido en el ejército de la capital durante más de 20 años, mientras que yo apenas llevo 5 años de entrenamiento—.
Cleir se acercó a él, suavemente apoyando una mano en su hombro. —A tu edad, deberías darte cuenta de que eso no te impide superarme. ¿No ves que en solo 5 años estás a un gran nivel comparado conmigo a tu edad? —
Aunque John quería refutar, una mezcla de admiración y orgullo llenaba su mirada. La conexión entre ellos no solo se basaba en la competencia, sino en el mutuo respeto y apoyo. Las palabras no eran siempre necesarias entre hermanos tan cercanos.
Exhaustos, pero satisfechos con su entrenamiento, John y Cleir bajaron sus espadas. El aroma de la comida casera comenzó a llenar el aire, desplazando el olor del sudor y el polvo del campo de entrenamiento. Con una última mirada compartida de entendimiento, ambos se dirigieron hacia la cabaña, anticipando la calidez y el confort de su hogar después de un duro día de entrenamiento.
En el momento que los hermanos estaban por ingresar a su humilde hogar, una explosión ensordecedora sacudió la entrada de la aldea. El estruendo hizo temblar las viejas ventanas de la cabaña, y el suelo bajo sus pies vibró como si un gigante invisible estuviera caminando. Los hermanos corrieron hacia la explosión y se detuvieron a unos cuantos metros, atónitos. Caballeros y catapultas en la distancia, todos con insignias azules con un dragón y letras que decían “El norte conquista”, avanzaban con la implacable determinación de un río en plena crecida.
John, con su corazón latiendo con fuerza en su pecho, quiso acercarse para observar mejor lo que estaba ocurriendo. Pero Cleir, con una mirada llena de inquietud y miedo, lo sujetó con firmeza por los hombros y negó con la cabeza.
—Hermana…— murmuró John, su voz temblorosa, mientras el miedo se apoderaba de él como un escalofrío. Podía ver el reflejo del fuego en los ojos de su hermana, y eso solo intensificó su miedo. Ella estaba preocupada al ver ese inmenso ejército frente a su pacífica aldea. Se preguntaba por qué el ejército del norte se encontraba tan lejos de su propio reino, pero sabía que las tierras del norte eran reales y no simplemente una leyenda inventada por los nómadas vendedores. Las historias que había escuchado sobre las tierras del norte la llenaban de inquietud, como un pájaro atrapado en una jaula.
Cuando los soldados empezaron a avanzar, Cleir gritó a John con una voz que apenas reconocía, “¡Corre y no mires atrás!”
John no lo pensó dos veces y emprendió una carrera hacia la casa de su madre. Podía sentir el viento azotando su rostro y el latido de su corazón resonando en sus oídos. Cada paso que daba parecía resonar con la urgencia de la situación. Sus pensamientos estaban llenos de imágenes de su madre, sola y asustada. El miedo por la seguridad de su madre le daba fuerzas, impulsándolo a moverse más rápido. Pero cuando estaba cerca de la casa y se volvió para mirar, no vio a su hermana. La preocupación lo embargó, y una duda lo asaltó: ¿debería seguir corriendo hacia su madre o debería volver a buscar a Cleir? Después de un momento de indecisión, decidió que no podía dejar a su hermana atrás. Así que, con el corazón latiendo con fuerza en su pecho, decidió regresar en busca de su preciada hermana.
La alarma había cundido en la aldea mientras el estruendo ensordecedor persistía. John avanzó con determinación, la preocupación por Cleir palpable en cada paso que daba. El pueblo entero estaba en un frenesí, con la gente corriendo de un lado a otro, tratando de encontrar refugio en medio del caos.
A medida que John se adentraba en la aldea, pudo ver que algunos de los aldeanos se habían agrupado, armados con palos y herramientas improvisadas. Los niños eran llevados apresuradamente al interior de las cabañas, mientras las madres gritaban órdenes a sus familias.
John llegó al lugar y encontró a su hermana, Cleir, intentando ocultar a algunas personas en los sótanos de la iglesia. Mientras tanto, el ejército del norte avanzaba implacablemente, cometiendo atrocidades contra aquellos ciudadanos que no habían tenido la oportunidad de refugiarse. La adrenalina corría como un río en sus venas mientras se preparaba para enfrentar la inminente amenaza que se cernía sobre su hogar y su familia. Las miradas aterradas de los aldeanos y los distantes gritos de angustia se fusionaban en un escenario de caos y desesperación.
A unos cuarenta kilómetros de distancia, en el corazón del territorio enemigo, el capitán del escuadrón de lanzadores de jabalinas, un hombre de mediana edad con una cicatriz que cruzaba su rostro, dio una orden urgente:
—¡Traigan al mejor lanzador de nuestra unidad!
Un hombre joven de complexión fuerte se adelantó. Su cabeza calva brillaba bajo el sol, y su armadura negra, que parecía moldeada a la perfección sobre su musculoso cuerpo, resplandecía con un brillo metálico. La armadura también tenía mayas de color azul y banderas con borde dorado y azul en el centro con un logo de un dragón. Su rostro, marcado por cicatrices de batallas pasadas, mostraba una expresión implacable.
—Entonces, ¿serás tú, Peters? —El capitán del escuadrón pronunció esas palabras con una sonrisa siniestra que dejaba entrever su sadismo.
—Así es, capitán. Permítame, humildemente, servir en esta misión —respondió el hombre con una confianza que rayaba en la arrogancia.
—Muy bien… Tendrás la oportunidad de poner fin a la vida de la “Espada Lunar” del reino de Kateran.
El capitán del escuadrón cerró los ojos brevemente, luego los abrió y murmuró:
—Usaré mi habilidad de visión, Vissions, para localizar al objetivo…
Un aura siniestra envolvió al capitán mientras creaba un círculo del tamaño de sus ojos para observar objetos distantes.
—Con mi energía actual, solo puedo ver hasta 50 km de distancia, pero será más que suficiente. Pensó.
Se volvió hacia Peters y continuó:
—El objetivo está exactamente a tus 9 en dirección. Deberás lanzar esa jabalina a una velocidad de 120 km/h. Veremos si la “Espada Lunar” es capaz de detener esto —añadió con una sonrisa placentera que helaba la sangre.
Peters aceptó la tarea y se preparó para lanzar la jabalina. Se despojó de su armadura, revelando músculos tan tensos que parecían a punto de estallar. Cada músculo de su cuerpo resaltaba, y la presión de sus músculos incluso hacía que la tierra bajo sus pies se resquebrajara.
Finalmente, Peters lanzó la jabalina exactamente como el capitán había ordenado, a una velocidad asombrosa de 120 km/h. La lanza cortó el aire con un silbido penetrante mientras se dirigía hacia su objetivo, como una cruel cuchilla de la muerte.
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