Los seres humanos somos criaturas profundamente complejas, como un conjunto de capas apiladas sobre otras, cada una de ellas escondiendo secretos bajo la superficie. ¿En qué sentido, te preguntarás? La respuesta es simple y, a la vez, extraordinaria: en todos los aspectos.
Nuestra complejidad biológica es una obra maestra. Dentro de nuestro cuerpo, los órganos trabajan en perfecta armonía, como si fueran músicos de una orquesta dirigida por una sinfonía invisible. El corazón late incansablemente, impulsando la sangre que nutre cada rincón de nuestro ser. Los pulmones traen y llevan aire, ofreciendo oxígeno al cuerpo, mientras los riñones purifican lo que nos sostiene. Cada órgano cumple su papel sin error, todo para mantener el milagro que llamamos vida. Imagina por un momento pedirle a un ser humano que construya algo así, desde cero. Le llevaría milenios crear algo siquiera remotamente semejante, y eso si no se rindiera antes. Tal perfección ha hecho que muchos recurran a la idea de un creador, un ser superior que diseñó este entramado con propósito e intención.
Sin embargo, por muy enrevesada que sea nuestra biología, palidece en comparación con el verdadero enigma de nuestra existencia: la psicología humana. Nuestra mente, con sus giros y secretos, es un laberinto impenetrable. Piénsalo: no te comportas igual con tu madre que con tus amigos, ni de la misma forma con tus amigos que con tu jefe. Nuestro comportamiento no solo varía dependiendo de quién está frente a nosotros, sino también del entorno, el lugar y el momento preciso. Es una habilidad de adaptación que los animales más simples no poseen, un don que yo llamo la máscara.
La máscara es nuestro escudo y también nuestro sello distintivo. Nos permite esconder nuestra verdadera naturaleza, protegernos y jugar el papel que nos convenga en cada situación. Es un mecanismo de defensa evolucionado, diseñado para ocultar lo que somos realmente, porque exponer esa vulnerabilidad podría acarrear consecuencias desastrosas. Pero la máscara no es solo un escudo: también es un arma. Y como cualquier arma, es tan letal como la habilidad de quien la empuña. Hay quienes saben manejarla con una destreza sobrecogedora, moldeando la percepción del mundo a su voluntad, torciendo las realidades de otros para adaptarlas a sus deseos. Esos son los que realmente gobiernan el destino de los demás.
Y yo, Shade, me considero uno de ellos.
La máscara me ha servido bien. En mi día a día, soy uno más en la multitud: educado, amable, el vecino que sonríe al pasar y cede su asiento en el autobús. Nadie sospecharía nunca de mis pensamientos más oscuros, de las verdades que ocultan mis palabras cuidadosas y mis gestos de cortesía. Pero bajo esta fachada, hay una realidad que pocos podrían imaginar.
Mi máscara no es una simple herramienta; es la llave de mi libertad y mi poder. Es el velo que separa al mundo de la verdadera oscuridad que llevo dentro. Y en este juego mortal de luces y sombras, solo los más astutos sobreviven.
Antes de contarte mi caso, permíteme compartir un poco de mi vida, porque cada historia tiene un origen, y el mío empieza en una infancia que, al menos en la superficie, era bastante normal. Recuerdo haber crecido en un ambiente ordinario, rodeado de amigos y juegos inocentes, como cualquier otro niño. Sin embargo, había algo que me hacía diferente, algo que no tardó en llamar la atención de aquellos que se fijan en las rarezas ajenas: mi obsesión con el orden y la limpieza. Era casi una compulsión, una necesidad insaciable de mantener cada cosa en su sitio, de asegurarme de que el mundo a mi alrededor se mantuviera impecable.
A mis padres no parecía molestarles en lo más mínimo. De hecho, estaban encantados. "Eres un niño especial", solían decirme, sonriendo con satisfacción cuando mi cuarto estaba impecable o cuando los cubiertos brillaban después de que yo los lavara, meticulosamente. Cuando alguien me llamaba "rarito" o se burlaba de mi manía por el orden, mis padres me aconsejaban que lo ignorara. No obstante, la verdad es que esas burlas eran pocas y poco frecuentes. Podría exagerar y contar una historia trágica, pero la realidad es que no era objeto de mucha crueldad. Tal vez se debía a que, a ojos de los demás, era considerado un niño agraciado, una especie de "belleza natural". La gente decía que tenía potencial para ser modelo algún día, y aunque nunca me importó ese tipo de comentarios, aprendí a sacarle partido.
La apariencia, por mucho que algunos insistan en que no importa, tiene un peso tremendo en este mundo. Si eres atractivo, las puertas se abren más fácilmente, y las personas tienden a ser más indulgentes, más dispuestas a ser convencidas. Desde pequeño, mi aspecto me proporcionó ventajas inesperadas: los profesores parecían más amables conmigo, y los compañeros, incluso aquellos que me veían como un rival, a menudo terminaban queriendo estar de mi lado. Y así, de manera casi natural, fui ascendiendo en la jerarquía social de la escuela. Mis buenas notas, mi comportamiento impecable, y ese rostro que la gente no podía evitar admirar hicieron que la popularidad me persiguiera desde mis primeros años hasta los últimos días de mi vida escolar.
A veces, ser popular era agradable, lo admito. Siempre había alguien dispuesto a ayudarme, a cargar con mis libros, a ofrecerse voluntario para cualquier cosa que necesitara. Pero, por supuesto, todo tiene un precio. En el fondo, esa disposición no era más que un juego egoísta, un intento de obtener algo a cambio: favores, prestigio, un poco del brillo que creen que emana de alguien como yo. Era una forma torpe y obvia de usar sus propias máscaras. Al fin y al cabo, la popularidad, lejos de ser un regalo, era más una carga. Soportar la compañía de parásitos sociales, esos mindundis que trataban de sacar ventaja de cualquier relación conmigo, era agotador.
Pero en medio de ese teatro social conocí a la persona que hoy es mi esposa. Ella era un enigma para muchos, el ideal de belleza que todos codiciaban: una chica de cabello rubio brillante y unos ojos azules que parecían guardar secretos inconfesables. Era la reina no coronada del instituto, la chica que atraía las miradas y hacía que los chicos se volvieran a su paso. Sin embargo, para mí, no era más que otra persona atrapada en el juego de las apariencias. No me llamaba especialmente la atención, no sentía esa atracción arrolladora que todos los demás parecían experimentar cuando la veían.
Sin embargo, el destino, o tal vez la presión de nuestro entorno, jugó sus cartas. Los rumores comenzaron a surgir, alimentados por nuestras interacciones como compañeros de clase. “La pareja perfecta”, susurraban algunos, incluso antes de que hubiera algo entre nosotros. La gente parece incapaz de meterse en su propia vida, siempre tan ansiosa por crear narrativas y dramas donde no los hay. Pero de alguna manera, esa presión nos empujó el uno hacia el otro, acabando en una relación que aunque a mí no me apeteciera tener de puertas para fuera era perfecto.
Después de la universidad, encontrar un trabajo no fue particularmente difícil, aunque el comienzo estuvo lejos de ser ideal. Empecé trabajando en un local de comida rápida, un lugar sucio y grasiento donde el aire olía a aceite quemado y las paredes estaban salpicadas con huellas de manos grasientas. Era un ambiente caótico, lleno de gritos, clientes impacientes y el constante sonido del aceite chisporroteando. Pero, como siempre, me las arreglé para adaptarme. Era un lugar que otros detestaban, pero yo vi una oportunidad.
Trabajando en ese restaurante, descubrí algo crucial: las conexiones humanas, incluso en los sitios más mundanos, pueden abrir puertas inesperadas. Poco a poco, me fui ganando la confianza de algunos clientes habituales. Muchos de ellos venían cada semana, siempre buscando un poco de cortesía, una sonrisa amistosa que hiciera su día un poco más soportable. Yo era todo eso y más: el empleado servicial, el chico atento con una sonrisa impecable. Sabía cuándo preguntar por el día de alguien y cuándo simplemente asentir con comprensión.
Fue entonces cuando conocí a un hombre que cambió el curso de mi vida. Era un individuo de mediana edad, con un físico rechoncho y un rostro siempre algo sudoroso, de esos que parecen perpetuamente incómodos en sus propios cuerpos. Medía alrededor de un metro sesenta, y su barriga sobresalía de manera casi cómica por encima de su cinturón. Pero más allá de su aspecto físico, lo que importaba era la forma en que me observaba, con una mezcla de admiración y envidia. Él notó mis habilidades de comunicación, mi capacidad para hablar y convencer, y me ofreció algo que sonaba a una oportunidad de oro: un puesto de secretario para una figura importante en la política de mi país.
Fue en ese momento cuando vi mi oportunidad. En ese hombre obeso y sudoroso no vi a una persona; vi un vehículo, una herramienta para llegar más lejos, un escalón más hacia lo que estaba buscando. Lo que me movía no era la gratitud, sino la ambición, el deseo de salir de ese local sucio y jugar en una liga más alta. Y así, gracias a este simple giro del destino, conseguí el trabajo que tengo hoy.
Mi jefe se llama Raven. Es un hombre atractivo, casi imponente, siempre vestido con trajes impecables que parecen cortados a medida, resaltando cada línea de su cuerpo atlético. Tiene un aire de misterio, esa cualidad intangible que hace que las personas lo admiren y desconfíen al mismo tiempo, algo esencial en el mundo político. Es carismático, pero también calculador. Su sonrisa tiene la habilidad de poner a la gente a gusto, pero yo sé la verdad: nunca te puedes fiar de un político. Nadie maneja mejor las máscaras que ellos. Se mueven como maestros en un juego de sombras y apariencias, y Raven no es la excepción.
Gracias a este trabajo, he logrado escalar rápidamente en términos materiales. Ahora tengo una casa bastante decente, moderna y céntrica, algo que para muchos es inalcanzable en una ciudad donde los precios de las viviendas son exorbitantes. Es una casa elegante, llena de líneas limpias y un orden que mantiene mi obsesión a raya. Todo está en su lugar, perfectamente dispuesto, como si fuera un reflejo de la fachada que presento al mundo.
Desde fuera, se podría decir que mi vida es casi perfecta: un hogar envidiable, un trabajo que me permite codearme con figuras poderosas, y una esposa atractiva que muchos describirían como "ideal". Pero las apariencias engañan. Cada día que pasa, noto cómo la convivencia con mi esposa se vuelve más difícil, más molesta. Sus pequeños hábitos, que antes eran tolerables, ahora se sienten como una tortura constante. La irritación crece en mi interior, y a veces pienso que la máscara que uso con ella es la más difícil de mantener.
Pero hay un aspecto de mi vida que todavía disfruto plenamente. Por las noches, tengo mis pequeños proyectos, mis escapadas secretas. Esta misma noche, por ejemplo, he hecho planes con una joven que conocí hace unos días. Nos encontraremos en un parque pequeño y apartado, uno de esos lugares que el tiempo ha olvidado. Caminaremos juntos, y seré el hombre encantador que siempre soy, ese caballero que inspira confianza. Pero luego la llevaré a una casa que poseo en las afueras de la ciudad. Es un lugar especial, mi santuario privado, donde la verdadera magia ocurre.
Allí, detrás de puertas cerradas, me pondré mi mejor máscara, aquella que he perfeccionado con cada víctima. Esta será mi cuarto asesinato, y sé que disfrutaré cada segundo, cada detalle meticulosamente planeado. La emoción me recorre las venas como un veneno dulce. La máscara que usaré no es solo una herramienta; es una extensión de mí mismo, de la oscuridad que he aceptado como mi verdadera identidad,esta versión de mi es la única que verdaderamente no lleva máscara.
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