Carlos tenía alma de Cacomixtle. Él acababa de cumplir 11 años e iba a ser su primer día de escuela en la secundaria. No se había sentido más fuera de lugar que aquella madrugada mientras se lavaba los dientes frente al espejo tratando desesperadamente de despertar. No se sentía a gusto en su nueva casa en aquel nuevo barrio que no conocía y la idea de ir a una escuela nueva le daba ganas de no volver a despertar jamás. Lo más trágico de su situación era que Carlos no tenía ni idea de lo que era un cacomixtle.
Un cacomixtle es un animalito muy curioso quien es como el primo raro de los mapaches. Ese que con tal de no ir a la escuela aprendió a andar en zancos y a dar saltos mortales para unirse al circo. Tiene una cola con siete anillos blancos y negros muy bonitos que usan para confundir a sus perseguidores. Es extremadamente curioso y ágil. Tiene unos grandes y redondos ojos negros con los que puede ver a los deliciosos insectos y ratones que se come de botana. Tiene un oído que le permite escuchar incluso a los sigilosos tecolotes en pleno vuelo y con su sentido del olfato no tiene problema en localizar la fruta de los árboles o la que dejan las personas adentro de sus casas lista para ser… tomada prestada. Se le puede ver brincando de tejado en tejado, corriendo por los árboles y dando de maromas en la maleza con una agilidad que ya quisiera la campeona mundial de parkour. Mejor dicho, se le podría ver si uno tuviera visión nocturna pues los cacomixtles despiertan de noche, se van a dormir de madrugada y no van a la escuela.
Si Carlos hubiera sabido de los Cacomixtles, hubiera aceptado con gusto convertirse en uno con tal de no tener que soportar todos estos otros cambios.
Carlos se sintió como si le hubieran arrebatado la última migaja de identidad al verse frente al espejo con su uniforme nuevo: un pantalón de cuadritos grises que se le arrugaba de las formas menos halagadoras, una camisa blanca más tiesa y rasposa que piedra pomes y un suéter todo aguado de un verde que estaba a dos pantones de distancia de ser caca de borrego. La cereza en aquel depresivo pastel era el gafete con su nombre completo, una foto suya con un peinado relamido que no era suyo y unos ojos muertos que ahora eran los suyos. La información de la escuela decía: SECRETARÍA DE EDUCACIÓN PÚBLICA, SECUNDARIA TÉCNICA NÚMERO 72 “KONETCALLI” MILPA ALTA, turno matutino. Cada vez que leía eso, Carlos se imaginaba a un sargento como los de las pelis de vietnam ladrándole ordenes en la cara antes de susurrarle “turno matutino” al oído con el tono burlón de alguien que se sabe dueño del destino de un pobre menso al que van a arrojar al campo de batalla sin fusil.
— ¡Vente a desayunar, Carlitos! ¡Se te va a hacer tarde para la escuelita, mi niño!
Su mamá lo llamaba a desayunar como si todavía fuera un bebé. La quería más que a nadie en el mundo, pero le ponía los pelos de punta que le hablara así. Apenas el otro día, Carlos había intentado pedirle que por favor le hablara de manera más madura pero su mamá respondió pellizcándole un cachete y diciendo: “¡Ay qué bárbaro! ¡Mi Carlitos ya es todo un hombrecito!”
—Te hice tus huevitos con frijoles que te gustan tanto.
A Carlos le gustaban los frijoles con huevo que le hacía su mamá pero a las 6 de la mañana y con el prospecto de ir a la escuela le supieron a arena con hule.
Carlos tenía alma de Cacomixtle pero no lo sabía. De haberlo sabido su vida hubiera cobrado un poco más de sentido: no le gustaba despertarse temprano, no quería que nadie le prestara atención y sobre todo no le gustaba nada la idea de estar encerrado en un solo lugar todo el día con gente que no conocía.
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