Ces adaig ind echtra Choluim? Ní hansae...
¿Cómo empieza la aventura de Colum? No es difícil decirlo...
- Domine, quis habitabit in tabernaculo tuo? Aut quis requiescet in monte sancto tuo?
Las palabras corrieron por la oscuridad de su mente, una tras otra, como un torrente de agua tibia. Se escurrían veloces, sin que pudiera detenerse en su significado. La hojarasca se sentía blanda y húmeda en sus rodillas; en sus dedos, la frescura del rocío y la brisa. No. El abad le había dicho que debía disciplinar sus pensamientos y masticar las palabras. Cada una contenía su misterio. “Señor, ¿quién habitará en Tu tabernáculo?” ¡Qué palabra extraña aquella! Tabernáculo: la tienda de campaña donde Dios había elegido habitar junto a su pueblo en el desierto, antes de que al rey Salomón le concediera el honor de levantar un templo en Su nombre. ¿Por qué no lo había permitido antes? Colum lo había pensado a menudo cuando le tocaba rezar ese salmo, al principio de la segunda recitación. El Dios inmenso, Señor del cielo, el mar y todas las tierras... ¡Seguro se rebelaba contra la idea de meterse en una tienda de campaña, como un bandolero de los bosques! Airennán les había explicado que el tabernáculo de Israel en verdad era enorme y bellísimo: un pabellón real, lleno de artefactos de oro y bronce, donde sólo los antiguos sacerdotes podían entrar. El lugar aterrador de la Presencia, la morada de Dios en medio de sus elegidos, igual que la pequeña iglesia de madera de Tamlacht. Pero la sabiduría del abad lo dejaba disconforme: si él fuera Dios, preferiría estar siempre al descubierto, bajo las nubes y las estrellas... “Si él fuera Dios.” ¡Sacrilegio! Su mente en verdad necesitaba disciplina. Frunció el entrecejo, y se obligó a continuar. El murmullo del río cercano lo llamaba, tentador. Oyó un chapoteo; seguro algún pez que había roto la quietud de la corriente al saltar. Lo imaginó, negro y plateado. Su carne pálida, tierna y sabrosa. Tenía hambre, pero era viernes y faltaban varias horas para romper el ayuno. Apretó aún más los párpados, y murmuró otra vez:
- ... Aut quis requiescet in monte sancto tuo? – “¿O quién descansará en tu monte santo?” Descansar, eso sí que le parecía bien. Apenas estaba empezando la segunda recitación, y ya sentía que los brazos extendidos en cruz le pesaban. ¿Cuánto rato llevaba así? Demasiado, sin duda. Más le valía continuar: le quedaban todavía doce salmos completos por recitar antes del oficio del oficio de Tertia. Si trataba de rumiarlo todo, palabra por palabra, no acabaría jamás –. Qui ingreditur sine macula, et operatur iustitiam... – prosiguió, pero ese verso se sintió áspero contra su paladar. “El que se acerca sin mancha, y lleva a cabo lo que es justo.” Abrió los ojos y la espesura del bosque apareció a su alrededor. Se puso de pie y se sacudió las hojas muertas que se le habían pegado al borde su hábito corto de oblato. Necesitaba un descanso: Máel Dub no estaba ahí para regañarlo, y no había testigos que lo acusaran. Sine macula. “Sin mancha.” Se acercó a la orilla, ansioso por dejar atrás las palabras amargas.
Se sentó sobre un tronco, se quitó las sandalias y dejó que el agua fría le acariciara los pies. Los sonidos del bosque y el río inundaron sus sentidos y le llenaron el corazón con su frescura. Remontó los rápidos con la mirada. El agua cristalina bajaba veloz por los faldeos verdes de las montañas de Cuala, escondida en el follaje estival de robles y olmos. Más allá, las cumbres redondeadas se asomaban como las espaldas de antiguos gigantes dormidos. Sin quererlo él, sus pensamientos volaron hacia Fergus. ¿Dónde estaría ahora? Era imposible saberlo. Las bandas como la suya se movían constantemente en los márgenes del mundo, siempre del lado sombrío de las cosas, como los demonios. Más aún, Máel Dub le habría dicho que no importaba: fuera donde fuera, su hermano mayor estaba simultáneamente en manos de Satán, su dueño, y ante de los ojos de Dios, su juez. En este mundo o en el siguiente, tendría su merecido. Igual como había hecho antes con las palabras del salmo, Colum se forzó a apartar su mente de la memoria de Fergus. En realidad, con el paso de los meses y las estaciones, el recuerdo de su rostro ancho y alegre se volvía cada vez más difuso. Era mejor así: nadie en casa quería recordar al traidor, al que había abandonado a su padre en su lecho de muerte, al que le había dado la espalda a su familia y, más aún, a la Eterna Alianza, pagada con la sangre de Cristo en la cruz. Colum se miró en el reflejo tembloroso del agua en un recodo del río. Por suerte, no se parecía en nada a Fergus. Era la viva imagen de su padre: con los rizos castaños que enmarcaban su rostro juvenil. Pero los ojos azules que le devolvían la mirada, encendidos a esa hora por el añil del cielo, le parecieron tristes. Siempre tristes, sin importar dónde lo sorprendiera su reflejo. Con los demás, se esforzaba por ser risueño y afable, pero nunca lograba engañarse a sí mismo.
La voz metálica de una campana lejana lo despertó de su trance melancólico. Tertia. En Tamlacht, los monjes estarían soltando sus herramientas de trabajo para emprender la marcha en dirección a la iglesia, para cantar juntos los salmos y los himnos, al igual que las monjas de la madre Fidelma, al lado opuesto del río. Escondido en el bosque, sintió un alivio vergonzoso, embarrado de culpa. Esa campana no sonaba para él, excusado como estaba por la duración de la mañana en su labor de recoger...
- ¿Colum? ¿Eres tú? – escuchó de pronto, y se dio vuelta con el corazón tibio, sin poder controlar sus movimientos –. ¡Salve! ¿Qué haces ahí sentado?
- ¡Salve! ¡Esperándote, desde luego! – mintió, con demasiada soltura. Rónán se acercó a grandes zancadas. A Colum le pareció que los aromas del bosque retrocedían de golpe y sólo quedaba aquel olor hipnótico de Rónán, ese que él podía reconocer claramente aún entre el gentío del comedor. La primera vez que el joven novicio le había dirigido la palabra, Colum se había quedado completamente mundo: en parte habían sido sus ojos verdes, en parte había sido esa media sonrisa suya, siempre tímida y algo torpe. Pero la verdadera fascinación del muchacho radicaba en esa fragancia suya, imposible de describir. Colum se había acostumbrado con el tiempo, obligándose a disimular el efecto que tenía en él.
- Me acuso. Perdóname, por favor – respondió Rónán. Estaba sonrojado y su cabello rubio, suave como el plumaje de un avecilla, se le pegaba a la frente. Soltó la amarra del hacha que llevaba cruzada a la espalda.
... La leña. Colum se había olvidado completamente del motivo de su expedición. “Hace falta leña para la herrería, Colum. Vete al bosque a buscarla, y regresa antes de Sexta,” le había dicho Échtgus, el prior, sin detenerse entre sus incontables quehaceres.
- No te alarmes, pero ya me estaba preocupando – volvió a mentir. En realidad, no tenía idea de que Rónán se le uniría –. Ni siquiera he empezado con lo de la leña. Estaba rezando, mientras llegabas.
- Bien hecho. ¿Ya terminaste la segunda recitación? – inquirió Rónán. Colum se hizo a un lado para hacerle espacio, pero él muchacho se quedó de pie –. Yo venía rezando de camino, pero me quedan varios salmos.
- Voy por la mitad de la tercera – dijo, mintiendo de nuevo. Tres mentiras en apenas unos minutos... Daba igual: Dios tendría piedad, y Máel Dub no se enteraría.
- Eres muy bueno, Colum – murmuró Rónán, siempre crédulo.
- ¡Siéntate! ¡Te ves agotado! – insistió. Esta vez, aunque vacilante, su compañero le hizo caso. Se estremeció cuando sintió cerca su cuerpo tibio y lo envolvió el aroma intoxicante de Rónán –. ¿Por qué te demoraste tanto? ¿Venías caminando de rodillas? ¿Qué penitencia te impuso ahora Máel Dub? – bromeó. Colum había querido sacarle una de sus medias sonrisas, pero quedó decepcionado. Rónán bajo la mirada y guardó silencio por una fracción de segundo, que a Colum le pareció eterna. El chico rubio volvió a ponerse de pie, visiblemente incómodo. Era tan alto, a pesar de que tenía apenas un año más que él –. ¿Qué ocurre? ¿Te ofendí? – preguntó, alarmado de improviso.
- No es algo con lo que se pueda bromear, Colum – lo reprendió Rónán en voz baja, sin mirarlo a los ojos –: la deuda que tenemos con Dios por nuestras culpas... Los remedios del santo anmcharae... Son cosas sagradas.
¡Qué torpe había sido! Colum, como los demás novicios y oblatos, hablaba mal del severo anmcharae todo el tiempo a sus espaldas. Imitaba su voz rasposa y su cojera, se burlaba de su temprana calvicie y de las ojeras lívidas que le colgaban de los ojos. Le temía, desde luego, como todo el mundo en el monasterio, pero las bromas secretas y el cotilleo entre amigos era una forma segura de mantener a raya su sombra. Pero Rónán era diferente: él veneraba sinceramente a Máel Dub.
- Me acuso, me acuso – respondió Colum, mostrándole a Rónán las palmas de sus manos –, y te ruego que me perdones, Rónán. No quise ser atrevido.
- Yo te perdono – replicó el muchacho, relajándose al fin –, pero lo importante es que se lo confieses al anmcharae, para que te dé penitencia y Dios pueda perdonarte.
- Lo haré, pero prefiero hablar con el bueno de Óengus... ¡No creo que a Máel Dub le haga ninguna gracia!
- ¡Y es que no tiene gracia! Además, no es bueno que vayas cambiando de anmcharae cada vez que te avergüences de tus pecados... – Rónán desvió la mirada, avergonzado a su vez –. Y puedo asegurarte que el santo anmcharae Máel Dub ha escuchado cosas más terribles...
- ¿Y eso por qué lo dices? – inquirió Colum, incapaz de contener su curiosidad. El corazón saltó en su pecho... ¿Era posible que Rónán hubiera cometido alguna falta grave? Lo miró bien. Se veía muy pálido, como si llevara varios días en ayunas. ¿Podía ser que hubiera visitado a alguna de las chicas del monasterio? ¿O se había llevado al campo a una de las novicias? Apretó los puños con disimulo: pensar en ello le causaba un dolor agudo y punzante.
- No tiene importancia ya... – murmuró Rónán, y lo miró, obligándose a sonreír. La luz reflejada en el río iluminaba sus facciones lampiñas. Sin darse cuenta, Colum sonrió también. Rónán era su secreto, el mejor guardado de todos: su sol escondido. Por algún motivo, era como si nadie más en el monasterio se percatara de su hermosura. Quizás fuera su timidez, su mansedumbre de buey... Quizás fuera que todos veían en él la hechura de un santo, y se obligaban piadosamente a ignorar lo que Colum no podía: sus hombros anchos y su cintura estrecha; sus brazos fortalecidos en la forja y el molino, cubiertos por un vello dorado que sólo era visible a la luz. ¿Era posible que alguna de las chicas lo hubiera descubierto también? El corazón le latía con fuerza...
“Señor, ¿quién habitará en Tu tabernáculo? ¿O quién descansará en tu monte santo? El que se acerca sin mancha, y lleva a cabo lo que es justo.” Las palabras del salmo resonaron en su alma, pálidas y lejanas como las campanadas del monasterio. Sine macula. “Sin mancha.” Quizás debía ser más como Rónán: quizás debía pensar en su alma inmortal, que seguramente se balanceaba al borde del Abismo, sofocada en el alquitrán de sus deseos inconfesados, mientras sus ojos terrenales espiaban al apuesto muchacho. Ya podía sentir los signos de la infección: aquella envidia que experimentaba imaginando a alguna de las novicias, recostada entre la hierba alta, besando los labios finos y suaves de Rónán.
- Bueno, ¿qué hay de la leña? – preguntó su compañero, de improviso, con el hacha al hombro y una mano en la cintura –. A este paso, estaremos de vuelta pasado el mediodía.
- Y eso no puede ser – exclamó Colum, poniéndose de pie para recoger su herramienta. Suspiró, resignado. No tenía caso abrumarse en fantasías. Lo cierto es que, aquella mañana de verano, tenía a Rónán todo para él, aunque sólo pudiera mirarlo de reojo y respirar su olor –. ¡No he traído nada para comer!
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