Cuando el corazón palpita, sacude el veneno que le ha sido inyectado.
Ella recuerda esas palabras, pero no sabe de dónde provienen. La voz en su cabeza es de difícil reconocer. Masculina, algo joven, pero no tanto. Pero, tan pronto como recordó las palabras, la realidad le impidió perseguir el recuerdo por más de un instante.
Sólido. El aire a su alrededor era sólido. La respiración era imposible, como lo era el más mínimo movimiento. La jovencita descubre con horror que el aire dentro de su cuerpo también ha adquirido el mismo estado. Era una sensación infernal, y paradójica. Un filamento de su mente le dice que no debería estar viva si lo que percibe es real.
"Pero, al final del día.", se preguntaría a sí misma. "¿Qué importa si es real o no, cuando lo percibo de todos modos?"
La realidad no era el problema. Era el horror tangible de su sentir. Era todo lo que había. Sus párpados estaban cerrados. Su lengua era aplastada por el aire sólido. Su piel era presionada por la horrible sensación, cada uno de sus poros completamente agobiados. Sus oídos no captaban más que el excruciante dolor de estar rellenados también por la hórrida prisión.
No había nada que ella sintiera, que no fuera la terrorífica cárcel.
Su mente entraba en cortocircuito cuanto más tiempo pasaba. La realidad que sentía era simplemente imposible de procesar. Su corta edad, no mayor a los doce años, no hacía más que complicar la situación. Era una chica aguda, tal vez, atestiguado por el pensamiento que alcanzó a expresar. Pero los secretos más oscuros de la abstracción y el surrealismo eran para ella algo novel, y los descubría ahora en aquel imposible que le encerraba.
El llanto, la respuesta natural, le fue negado también. Y fue así como, impedida de toda reacción, incapaz de hacer más que sentir aquel infierno, su ser fue quebrándose, poco a poco. Su cordura se deshacía, como si la solidez externa penetrara en su cráneo, quirúrgicamente. Su única salvación, el umbral del dolor, no vendría a su rescate. Algo la mantenía despierta, durante todo el proceso.
Pronto la mente estaba deshecha. Su único propósito ahora era procesar la eterna angustia de la joven. Y sin embargo... Sin embargo, ella seguía viva.
Los segundos se hacen minutos. Los minutos se hacen horas. Las horas se hacen días. Los días se hacen meses. Los meses se hacen años. Los años se hacen décadas. Las décadas se hacen siglos. Los siglos se hacen milenios.
Intentar ir más allá es tal vez incomprensible para la gentil y pequeña entereza de la humanidad. Pero, irremediablemente, el tiempo transcurre. Pero, el tiempo de la joven nunca se agotaba. Por su incomparable sufrimiento, fue premiada con la eternidad. O al menos, eso parecía.
Su existencia no menguaba, y el dolor le fue evidencia de que, sin importar el paso del tiempo, ella seguía allí. Estaba allí, de un modo u otro. Tal vez siempre estuvo allí. Tal vez siempre estará allí.
Pero el sufrimiento no es eterno, y aquellos que se sumergen en su profunda inmensidad descubren eventualmente que sus beneficios son efímeros y nimios, propios de la mediocridad humana.
El sufrimiento no es eterno. Te lo prometo. Llegará el día en que nuestros hermanos y hermanas consigan domar a la bestia de la pasión, y asienten de una vez por todas a la humanidad en el camino de la sabiduría y la lógica.
Para bien o para mal.
Para bien o para mal, en un punto del tiempo, tal vez unos segundos, tal vez unos milenios después. Un único sonido asomó en aquel espacio. Un sonido que normalmente no sería capaz de emerger. Pero, tal vez en protesta a la hórrida realidad, el espíritu de la joven dotó a aquel sonido de algún sentido trascendental, de alguna vivacidad que es intrínseca a la experiencia humana.
Cuando su corazón latió por primera vez, el pulsante sonido rasgó la prisión de la joven, siendo inmediatamente sucedido por el estruendo de vidrios rotos. Les siguió una respiración agitada, acompañada de un jadeo agudo y cargado de alivio.
Conforme el aire adquiría la consistencia que en nuestro día a día consideramos normal, el cuerpo de la chica fue estremeciéndose, en el sitio. Sus brazos, sus piernas. Cada extremidad, cada músculo, fue probado con una calma y método impensables para la joven apariencia.
Los párpados por fin se abren. Los ojos verde esmeralda capturan la luz, permitiéndole descubrirse de pie en una habitación metálica, completamente iluminada.
Y fue recién entonces, que el corazón latió por segunda vez.
La mente de la joven pareció esclarecerse de súbito. No había forma de verlo, pero era como si cada sinapsis se transformase en luz. Los ojos adquirieron su propio candor, el brillo propio de la niñez, pero también un énfasis marcado, un pequeño punto blanco en el centro de la pupila, que iluminaba el ojo tenuemente.
"¿Eh...?", su voz escapó de sus labios por fin. Pese a ser una sílaba, estaba ya impregnada de una cadencia melódica, y un acento que no se puede ubicar. Había incluso una levedad, una jovialidad, que parecía impensable para alguien que había padecido lo que ella.
Pero lo más sorprendente fue su sonrisa. Porque sonrió, efectivamente, al son del tercer latido.
Su sonrisa era radiante y vivaz. Comenzaría a observar a su alrededor con más atención. Repararía en que el cuarto era un cubo perfecto de superficies perfectamente lisas, que reflejaban la luz proveniente de pequeños cuadrados en el techo.
Frente a ella había una puerta, también metálica. Pudo reconocerla porque sus bordes eran más luminosos y denotaban la forma de una. Pero carecía de forma alguna de abrirla, a primera vista. Ella no se dejó intimidar, y dió su primer paso en su nueva vida, rumbo a la puerta.
La misma se abrió, apenas ella acercarse. La joven se vió sorprendida, no parecía haber anticipado tal cosa. Su sonrisa inicial se veía reemplazada por una expresión atenta y cautelosa.
"¿Hola...? ¿Hay alguien allí...?", las preguntas no recibirían respuesta. Se asomó por la puerta, lentamente, solo para encontrarse en un extraño cuarto. Las paredes parecían contener ventanas, pero las mismas estaban completamente cubiertas de metal. La iluminación en sí era más suave conforme ella siguió avanzando. Notó que el centro del cuarto estaba en penumbra.
¿Y qué había en el centro del cuarto...? Una silla y una mesa, esta última conteniendo objetos que ella no llegaba a divisar, pero que reflejaban suavemente la luz que venía del entorno.
No había nada ni nadie más allí.
Conforme se adentraba en el cuarto y la luz se hacía más tenue, su mente iba recuperándose. Trayéndole de regreso distintas cosas que ella parecía haber aprendido, pero no recordaba dónde.
Reconocería, por ejemplo, los muebles, las formas de las ventanas. Caminaría además con los ademanes y propiedad de una persona civilizada, y tal vez incluso de cierto status. Notaría también que estaba vestida con un vestido amarillo claro, que comenzaba en sus hombros y terminaba luego de sus rodillas. Reparó en que era un atuendo formal, pero no podía recordar dónde estaba o qué se suponía que sucedía.
"...¿qué es esto...?", preguntaría ella. Una vez más, no hubo respuesta.
Su expresión fue tornándose más y más dolosa. Cargada de una angustia aniñada, infantil. Lo que tenía frente a ella eran cinco discos pequeños, similares a aquellos usados para la música. Ella los tomó uno a uno y notó que carecían de etiqueta alguna. Pero la tristeza le dominaba, como si reconociera algo en ellos.
... recién entonces, comenzó a llorar. Sola en aquel espacio, lloraría desconsoladamente, dejando escapar al menos un fragmento de la angustia acumulada durante el encierro. Se inclinaría hacia adelante, levemente, tomándose el vientre con ambas manos. No dijo nada mientras lloraba, sin embargo. Su voz se limitó al gemido y sollozo propio de los niños.
Pero, el llanto no duraría más de unos minutos. Cuando se irguió una vez más, la jovencita se veía determinada. Su visión paseó nerviosa entre cada uno de los discos. Hasta que tomó uno, al parecer sin motivo concreto.
"...ya conozco el encierro. Ahora es mi tiempo de ser libre.", diría ella, con voz decidida.
Y, sin realmente entenderlo al principio, llevó el disco contra su propio pecho, como si quisiera cortar su ropa con el borde del mismo.
Una luz intensa comenzaría a emerger del objeto, justo entonces. Notaría ella que iba ingresando en su cuerpo, a la altura del corazón, atravesando ropa y piel. No reaccionó en modo alguno, sin embargo. No era nada comparado a su tiempo de encierro.
Y fue cuando el disco estuvo por completo dentro suyo, que ella perdió el conocimiento.
Su corazón ya no se oía.
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