El intenso nubarrón en el cielo, la pestilente humedad en el aire haciendo mella en la concentración de los presentes. Los relámpagos centelleando sobre la pradera… el tiempo buscaba advertir con lluvia el regreso del pequeño grupo a la seguridad del muro, pero la guardia se resistió a decirlo casi tanto como Elena a querer escucharlo. Y así siguió, recia, necia y un tanto felíz caminando fuera del claustro urbano que tanto le agobiaba con sus opiniones.
Caminó sonriente y sin prisa más allá del sendero junto al muro, fuera de la vista de su escolta. Se hincó en busca de ranúnculos procurando el anhelo de sorprender a su esposo con una gran cena. Recogió unos cuantos entre sus manos y al levantarse en dirección a la guardia, quedó tan dura como la tierra de la que había arrancado aquellas raíces.
Lemnas, quién aquella mañana hacía su primera guardia, venía trás sus huellas cuando le encontró perpleja. Le miró desprevenido y por un instante la muerte le robó el aliento. Elena se secaba y adelgazaba. Sus cabellos le resbalaban por los hombros encontrando el suelo, y su boca, que por largos años despertó envidia en las mujeres y deseo en los hombres, dejaba libres todos sus dientes en un torrente de sangre más negro que la noche.
El espanto le consumió al verla y aún con el terror de ignorar lo ocurrido, Lemnas, corrió en su dirección para intentar socorrerla.
¿Después?
Después solo vendrían las preguntas...
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