Había una vez un ave en una hermosa jaula. Cada día, la ave esperaba ansiosa el rayo de sol que entraba a través de la jaula.
A esta le hacía tan feliz que empezaba a cantar y era escuchada por el cielo.
Cada día que pasaba, la ave esperaba el rayo de sol, sin embargo a la jaula le pusieron ornamentos nuevos que bloqueaban la luz del sol.
El sol salía cada mañana pero la ave ya no podía ver su rayo de luz y así, la ave dejó de cantar.
Esta entristeció, pero la jaula seguía siendo modificada por dentro y por fuera. Se creía que cuidar de la jaula cuidaba del ave, pero no era así.
La pequeña ave entristece cada vez más, hasta que en la oscuridad, quedó perdida.
La ave había olvidado quién era y vivía sin descansar en su confusión. El sol siempre estuvo ahí, pero ya no podía ver su luz.
No fue hasta que un día la jaula cayó al suelo por todos aquellas decoraciones pesadas y se quebró.
¡Al fin la pequeña ave volvió a ver la luz del sol!
Solo en la luz pudo sentir alivio, una leve tristeza de liberación de sentir la luz del sol fue suficiente para impulsar al ave y abrir sus alas al cielo.
Solo en esta presencia pudo SALVARSE.
Rodeada de luz de sol, voló por el cielo llevando su canto por todos los rincones de la tierra. Llena de luz y de vida.
Ahora la ave es quien es hermosa y no la jaula.
Al fin en su encuentro con la salvación, esa bella luz del sol, descubrió que tenía destinado el cielo.
Ya no hay jaula.
“Vuélveme el gozo de tu salud; Y el espíritu libre me sustente” (Salmos 51:12).
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