Arpegio largo y complicado como un suspiro que deja
sin aire. Despega con gran habilidad y soltura el talento natural de un hombre
que ama su música y su guitarra. Su mano se desliza con tal ingravidez y
rapidez que no hay voz que se monte en su cabalgata. Armonía que se pierde
entre una audiencia incapaz de distinguir entre una sonata o balada.
Mela (el gitano), en su arreglo acompaña a la bailaora, quien inspirada
lleva el compás de su taconeo en el tablao flamenco. Un vasto sonido lo
devuelve a la realidad, un vaso vacío golpea contra una mesa más cercana;
pidiendo más ron. El Hombre abre sus ojos para ver que uno de los borrachos más
asiduos del bar y aficionado al canto, se tambalea cerca de ellos. Esté
interrumpe fuertemente a la bailaora sujetándola por un brazo.
—¿Dónde está ella?
El gitano se incorpora, su mirada lo dice todo, sin perder el control en absoluto de su mano, baja el volumen de las cuerdas. Sabe por intuición que se refiere a ella.
—Sí...
Dice el impertinente, acercándose al rostro de la
mujer e ignorando por completo al guitarrista, a sabiendas de haber captado por
completo la atención del mismo. Le confiesa ebrio.
—Una gitana como ella, no se le deja sola
por mucho tiempo. Es una potra que muchos quisieran montar a pelo.
Bavol; cantinero de experiencia, los observa desde la barra y le lanza una mirada implacable a Mela que dice; ni se atreva a molestar al que se dice llamar el mejor cliente del local; Don Márquez, el que paga por todos los platos rotos y las cuentas.
La bailaora se suelta con fuerza cuando llega la
camarera para llenar el vaso del gastador, el borracho se acerca de nuevo a la
bailaora viendo directamente el rostro de Mela.
—¡Ven belleza!... no seréis
Samara, pero por ahora me consuelas.
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