Las ventanas, abiertas de par en par, no captaban un rayo de luz. Compartían su destino con las puertas, con los marcos de piedras de distintas formas y colores que se veían, sin embargo, oscurecidas por el extraño fenómeno.
Caitlyn Saburov observaba en partes iguales con interés y distanciamiento. Ese pueblo no debía ser diferente a los muchos otros en los que había puesto un pie. A los catorce años, había recorrido buena parte de las ciudades del país, siguiendo el rastro de sus padres, que habían ido a quién sabe donde a parar.
Solo una cosa quedaba y era la ridícula fortuna que le habían dejado. La suficiente como para embarcarse ella misma en aquel viaje, en aquella búsqueda infructífera. Poco se sabía de a dónde había ido a parar la gente tras los recientes conflictos bélicos. Los padres de Caitlyn habían prometido que enviarían por ella. No solo no lo hicieron, sin embargo. Sino que habiendo pasado ya dos años, no había recibido ni una sola misiva de su parte.
Cuando uno de los más atentos sirvientes se atrevió a sugerir a la jovencita que tal vez habían sufrido el honroso destino del martirio, la catorceañera no dudó en despedirle. No importaron las súplicas. Ni las defensas de sus colegas trabajadores. Tampoco que aquel hombre le había cuidado desde la cuna.
Para ella, la sola idea de que sus padres habían muerto era insoslayable. Por eso, estaba empeñada en seguir adelante. Incluso si eso significaba atravesar más pueblos muertos como aquel.
Suspiró, con sus ojos entrecerrados, y pidió que el carro se detuviera. Algo en ese pueblo había llamado su atención, finalmente. Y es que, cuando ella había como siempre buscado la luz del sol para acariciar la pálida piel de la mano y simular, en el impacto de aquella radiación contra sus átomos, las caricias de su madre... Aquel lugar le había negado el lujo.
Abrió la ventana del carro y comprobó que se movían por un sendero de tierra. Tan pocos eran los caminos pavimentados que ella había escogido tomar. Y es que, a conciencia de que un mensaje desde las grandes ciudades no debía ser muy tardío, solo le quedaba a ella explorar las regiones más remotas del país, creyendo sus padres se habían forzado a asentarse en alguno de esos sitios, por enfermedad, heridas o responsabilidad. Bien era sabido que incluso en tiempos de paz, soldados habían sido apostados. Tal vez sus padres estaban entre ellos. Tal vez, les encontraría en alguno de esos poblados.
Pero, allí no había nadie que siquiera remotamente pareciese un soldado. Y no había nada que siquiera remotamente pareciera un edificio militar. Los edificios tenían su edad, sin embargo, y Caitlyn pudo apreciar la arquitectura de época, con sus tejados elaborados y sus colores vivaces. Se preguntó por qué ya no los hacían así. De donde venía, los edificios eran blancos y grises, beige y marrones, o como mucho el sucio rojo del ladrillo, que ella tanto despreciaba.
A decir verdad, lo despreciaba porque una vez de niña uno había caído en su pie, mientras jugaba cerca a una construcción. Pero, qué se le va a hacer, pensó. Vengativa en secreto, se relamió sabiendo que aquellas personas habían partido a la guerra mientras que su joven persona: No.
Caitlyn se regodeaba de estar viva en un tiempo de tanta muerte. Ella no lo entendía del todo, a decir verdad, pero suponía tenía que ver con cierta superioridad. Tal vez era un modo de refugiarse en algo, de considerarse única cuando no había nadie para atender su preciado y frágil ego. Pero, muy en el fondo, se deleitaba sabiendo que en aquel país de miseria, ella estaba bien.
Lo estaba y lo estaría por muchos motivos, en realidad. Pero, ¿por qué adelantarnos a los hechos? Los hechos, después de todo, son un tanto difusos y, si somos sinceros, un poco problemáticos. Como una narrativa que cambia de estilo a mitad de un cuento, y se vuelve ponderante, como si algo en ella hubiera cobrado vida.
Pero, Caitlyn no tenía forma de saber de la mutación de su relato. No tenía idea, pero yo puedo confesartelo, a tí lector: esta ciudad es allí donde las historias de esta tierra van a parar. Es una espiral insaciable en donde las distintas líneas van arremolinándose. Toda historia que pase por este sitio es atrapada y devorada. Forzada a formar parte de su gran continuidad.
Tu puedes pensar que una manifestación de semejante clase no puede sino ser parte de alguna clase de conjuro o poder, que ha existido por todos los siglos pasados y existirá por los que hay por venir. Sin embargo, estarías lejos de la realidad.
¿Me creerías si te dijera que este es, en realidad, un fenómeno reciente? Reciente y común, inclusive. Es parte de la nueva era, fruto de las últimas modas, un reducto de post-modernidad tan extraño e insensato como la juventud y tan estricto y correcto como la sucesión de las palabras es determinada en un lenguaje.
Pero volvamos a centrarnos en la querida Caitlyn. Mal haríamos en menospreciarla. Mimada por la suerte como lo es, no deja de ser un alma desafortunada. Y bien está dicho que esperar y tener esperanza es la solución contra tantos de los males del mundo.
Pero allí recae el primer error de Caitlyn: Ella no supo esperar. ¿Crees anticipar el modo en que pagaría por ello?
El punto es, sin embargo, que su carro se detuvo. Sus zapatos de diseño tocaron la calle de tierra, y ella la recorrió con la mirada, de esquina a esquina.
Era tan seguro como lo eran las tierras que anhelan paz tras una tragedia. Una seguridad forzada, fruto de saber que cualquiera de los vecinos buscaría detenerte si intentabas algo. O tal vez, era fruto de algo, o alguien más.
Lo cierto es que había mucha gente en la calle. Pero llamó la atención de Caitlyn el notar que eran todos jóvenes y pequeños, de distintas edades, pero ninguno mayor a los veinte años.
Los grandes cuidaban a los pequeños. Los pequeños vivían tanto como podían, sin dar lugar a las preocupaciones que afligían a los mayores. Caitlyn vió a los jovencitos, algunos de su edad.
No se reconoció en sus caras. En cambio, cuando buscó en la de los mayores, notó cierta preocupación existencial, cierto agobio con estar vivo que mejor representaba su estado natural desde que había emprendido el viaje.
Ordenó a su servidumbre permanecer en el carro y comenzó a andar. Bajó la vista y la vió de forma directa por primera vez: Aquella manifestación que le había negado la falsa caricia de su madre.
Era como una extraña sábana, o alguna suerte de manta. Pero, cuando tocó el suelo, lo sintió como tal. Musitó para sí, insegura ante el hecho. "Sin importar dónde esté el sol, la ciudad está rodeada en penumbra.", con sorpresa alzó la vista, buscando las caras que había visto.
Se sorprendió notando que había acostumbrado sus ojos sin siquiera pensarlo, a aquella sombra. Pero si se molestaba en ver más allá de los rasgos faciales que buscaba, había en efecto una cortina de tinieblas rodeándoles a todos. El sol brillaba en el cielo, pero la oscuridad reinaba en la tierra.
Caitlyn se mostró sorprendida, tanto como asustada, por el hecho. Pensó en exigir a la servidumbre que le acompañaba en el carro que partieran inmediatamente. Pero, en su lugar, decidió acercarse a alguno de los jóvenes, que tan divertidamente jugaban, corrían por aquella tierra oscurecida.
La expresión llena de desconcierto, se acercaría a un grupo de su edad.
"¿Qué no ven que sobre sus cabezas brilla el sol y sin embargo les rodea la sombra? ¿Qué clase de maleficio ha sido lanzado sobre esta tierra?"
Preguntó, con una suerte de cordialidad que era más bien impaciencia. Ella no lo sabía, pero se creía mejor que esa gente. ¿Por qué...? Si le preguntan a éste servidor, habríamos de suponer que se debe a cierta aversión natural a lo desconocido. Una aversión natural, pero no por eso poco mórbida cuando aplicada a nuestros compañeros humanos, que le llevaba a considerar a aquellos jóvenes como inferiores, en algún sentido.
Pero, lo cierto es que si lo analizamos detenidamente, podemos concluir algo interesante: Ellos se divertían. Y Caitlyn, claramente, no. Así que, ¿qué importaba, realmente? Lo que aquella joven dijera. Y ella protestaría, yo lo sé. Me preguntaría quién soy yo y qué derecho tengo a emitir estas palabras. Y tú te estarás preguntando, ¿por qué extiendo tanto el tiempo en que ella recibiría su respuesta...?
Te sorprenderá sin embargo saber que no lo estoy haciendo. No solo no lo hago, sino que te lo he abreviado. Pues ella tardó una gran cantidad de minutos en darse cuenta.
Nadie le oía. ... tampoco parecían verle. ¿Acaso le ignoraban...? Tal idea enfurruñó profundamente a Caitlyn. Se alejó del grupo y comenzó a caminar por las calles, sin darse cuenta de que cada paso le alejaba de su verdadero propósito. Pronto se halló en medio de una plaza amplia con mucho verde y con un hermoso río pasando a través de ella.
Todos los colores, sin embargo, eran enmudecidos por la misma penumbra. No había sino verdes y azules oscuros, y el río era más bien de esas tonalidades negruzcas que el agua obtiene sin fuentes de luz que la acompañen.
Caitlyn se sentó juntó al río, ensimismada. Desde allí y con esa luz, el agua del río parecía alguna suerte de petróleo. De líquido negruzco el cuál, si llegase a caer en su interior, podría atraparla, tragarla, devorarla toda. Ponerle fin a su existencia en una breve instancia.
Se preguntó si ese sería un final adecuado para su historia y su búsqueda. Alguna parte de sí aceptando en secreto que jamás encontraría a sus padres.
La deliberación tomó más de lo que ella querría admitir. Puesto que cuando concluyó que no, realmente no había propósito en tan triste final, era la luna aquella cuya luz se veía negada por aquel extraño sombreado.
Notó bajo su brillo, sin embargo, que la oscuridad vibraba, suavemente. Como un espejismo en la distancia, producía suaves ondulaciones, y cada tanto parecía levantarse del suelo.
"Me recuerda a los gritos de mi padre.", pensaría ella, aceptando por primera vez en años la imperfección de sus progenitores. Lenta y calmadamente, su pedestal y su misión iban deconstruyendose.
Asustada por sus ideales defenestrados, la joven se incorporó. Un grupo de chicas que habían tenido un día en el prado pasó caminando por un puente cercano.
Ella intentó hablarles, llamarles, hacerles señas. Infructiferamente, una vez más.
Algo en aquello pareció verdaderamente afligirle, puesto que cuando se dió cuenta, lloraba vivamente, de rodillas, en el suelo. Nunca le había dolido tanto no poder hablar, cuando se había preciado por años de no tener que hacerlo con tantas personas, de estar por encima de ello.
Algo distinto encajaba en ella, cuando descubría su propia realidad. Pero, lejos de alegrarle. Le enfureció. Le enfureció profundamente, y comenzó a tirar rocas a las chicas. La oscuridad le impidió discernir si falló o les atravesó como si no estuvieran, pero lo cierto es que no obtuvo reacción alguna.
En su lugar, sin embargo, solo consiguió producirse aún más dolor. Dolor que iba acumulándose, tornando en roja su visión. Pero un rojo oscuro, como la sangre seca. Como el otoño en ese pueblo, seguramente. Donde los tonos naranjas y amarillentos tan hermosos que ella adoraba se verían mancillados por la inclemente sombra.
Ella sonrió amargamente. Mantuvo la vista baja cuando los pasos se acercaron. No le importó que lo hicieran. Creyó que nadie le veía de todos modos.
Cuando alzó la vista, sin embargo, se encontró con una mujer viéndole fijamente. Le tendió la mano, vestida con ropas de servidumbre, uniformada incluso. Pero, algo en lo raído de las mismas, le dijo que no debía confiar en ella.
Algo en sus ojos, sin embargo, le expresaba profundamente lo contrario. Una luz, un fulgor que atrapaba su corazón, le hacía creer había llegado al final de un difícil y enrevesado viaje. "Bienvenida a Vanaluz", dijo la mujer.
Ese fue el final de Caitlyn, aunque ella todavía no lo sabía.
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