–Señor, la puerta está abierta –le dijo uno de los guardias.
–Eh, sí, claro… ésta creo que es la llave de otro lado. ¡GRACIAS! –se adentró en el edificio a veloces zancadas, ante la mirada confundida del guardia.
Ibrahim avanzó, atravesó el vestíbulo, subió escaleras, esquivó personas, casi escaló paredes, y casi sin aliento arribó a su destino. La enorme puerta se presentó ante él. Se detuvo y recuperó el aire durante unos segundos antes de armarse de valor y extraer la llave desde su bolsillo. La colocó en el cerrojo. Giró con fuerza. El mecanismo comenzó a funcionar y la puerta se abrió con lentitud. La luz se combinó con la silueta que tenía enfrente, hermosa como la mañana, ahí se encontraba Ana.
El rostro del joven consejero se iluminó de felicidad al ver a la princesa frente a él, de una pieza. Ella, al sentir su presencia, volteó instintivamente.
–¿Ibrahim? –preguntó con inocencia. Cruzaron miradas. Los sentimientos se avivaron y ella se sonrojó lenta y graciosamente. Tomó aire y cerró sus delicados párpados.
¡¡¡TE HE DICHO MILES DE VECES QUE TOQUES LA PUERTA ANTES DE ENTRAR!!!
Luego del shock inicial, y de darle a la princesa un adecuado tiempo para terminar de vestirse, Ibrahim habló con calma. La calma se le terminó luego de tomar aire.
–¡Usted no debe! ¡Señorita! –le dijo él mientras ella se soltaba el cabello. Estaba nervioso.
–Nadie dijo que estaba prohibido –contestó Ana sin siquiera voltear a mirarlo, mientras hurgaba en su armario. Él exhaló un gran suspiro de frustración.
No era un día cualquiera. La residencia de la familia Zerena se había convertido en el centro de atención de todo el país. Ibrahim, el consejero real más importante, muy asustado por el hecho de que la princesa quisiera dar la cara a todo el pueblo, había acudido con premura a su encuentro, con la esperanza de hacerla desistir de lo que él consideraba una grave equivocación.
–Señorita, con todo el respeto del mundo –se arrodilló ante ella.
–¿Ibrahim? –contestó ella, exhalando un gran suspiro. Volteó a mirarlo–. ¿No crees que ya estoy lo suficientemente grande para tomar las decisiones por mí misma? –le indicó con la mano que podía levantarse–. Por cierto… eso ya es anticuado… –continuó con desgano.
El consejero se puso de pie.
–Lo siento, princesa, pero… creo yo, que está usted cometiendo un gravísimo error. Un error político, eso es.
Ana lo miró de pies a cabeza.
Exhaló un suspiro más profundo que el anterior. Entrecerró los ojos y continuó con gracia y malicia.
–Es verdad que tenemos que comportarnos y vestirnos de acuerdo a la ocasión pero… me parece que yo a mis diecinueve años, tengo mejor gusto que tú a los veintiséis.
Era una extraña sensación. Quien antes había recibido sus sabios consejos y había sido como una hermana menor para él, ahora parecía estar también en capacidad de darle lecciones de moda. La miró con una dulce sonrisa nostálgica, sin ocultar su vergüenza.
–Lo siento, princesa, creí que éste atuendo sería el adecuado –dijo mirando al suelo.
Ella comenzó a caminar en círculos, con delicados pero precisos pasos por el suelo alfombrado.
–Pero, Ibrahim –se detuvo frente a su gran armario–. La situación amerita otras… ¡COSAS! –al ritmo de sus palabras, Ana metió medio cuerpo dentro de su armario, tomó todo lo que pudo con sus manos y lo lanzó hacia atrás, dejándolo caer en el suelo, ante la mirada atónita de Ibrahim–. Aquí podemos tratar de diseñar la moda… –continuó mientras capas tras capas de tela caían una encima de otra.
Ana, con el brillo de una niña en la mirada, una a la que le regalan su primer juguete, se lanzó a la ruma de ropa que había ahora en el centro de la habitación, lista para elegir el mejor conjunto para la que sería la primera vez que hablaría en público frente a toda la ciudad.
Al ritmo de las elecciones inesperadas de Ana y los repentinos pero inútiles alaridos de Ibrahim, en cuestión de minutos, ella eligió un conjunto. Vestida con unas botas marrones, pantalones cremas, una blusa blanca con un moño de color aguamarina y, encima, una delgada y delicada chompa de color turquesa, volteó feliz hacia su consejero.
–¿Y? ¿Qué tal? ¿Soy la mejor, no? –le dijo ella mientras daba una graciosa vuelta, adornada por el vuelo de la chompa, que completaba el atuendo.
–Supongo… DIGO ¡Sí! ¡Es verdad! –contestó firmemente.
Ana le incrustó la mirada.
–Si vas a decirme que me veo mal… puedes hacerlo ahora… –comentó ella, dejando evidente su perspicacia.
–¡No es cierto! –contestó, perdiendo la compostura.
–Me vas a hace reír –dijo ella antes de dejar salir una breve risa. Comenzó a guardar su ropa.
Ibrahim dio unos pasos al frente y se puso a doblar y apilonar las prendas que se encontraban en el suelo alfombrado.
–Te ensuciarás el traje –le dijo la princesa, sin mirarlo.
Pasó el tiempo. Mientras la ropa regresaba a su lugar, el pensamiento invadía la memoria.
Ambos estaban solos en la habitación, situación que a él le traía antiguos recuerdos.
Durante la niñez de Ana Zerena, había sido muy común que su consejero principal, Ibrahim Nikolaus, esté en su cuarto ayudándola a ordenar sus cosas. No era la labor principal de un consejero en toda regla, pero sí una de sus obligaciones. Su puesto como consejero se debía a que los padres de ambos tenían una muy cercana amistad, el heredero de los Nikolaus tenía la tarea de cuidar de la pequeña hija de la familia real, en todo aspecto. El tiempo transcurrió veloz y cruelmente. Para él fue una experiencia súbita la de darse cuenta que Ana ya había alcanzado la madurez sin su ayuda.
“Creciste antes de que yo me diera cuenta que el tiempo había pasado” pensó.
–¿Qué miras?
La princesa lo miraba con ojos llenos de perplejidad y preocupación. Él rápidamente se puso de pie y negó con la cabeza; continuó ordenando la ropa.
Fue en eso que algo cayó.
Desde la parte alta del armario, inalcanzable sin una escalera de apoyo, cayó.
Cayó sin encontrar obstáculo.
El resplandor del sol atravesó el objeto y un brillo púrpura invadió la habitación. Suave golpe en el suelo alfombrado.
Ambos observaron con ligera sorpresa el objeto. Se trataba de una gema de color púrpura que habría cabido con facilidad en la palma de un hombre adulto. Tenía forma de corazón, con una superficie irregular compuesta por múltiples bordes y aristas perfecta y simétricamente talladas a cada lado. En la parte superior tenía adherido un trapecio de un metal dorado, de bordes redondos y adornados por líneas gravadas, que tenía como única función ser el soporte de un aro que estaba adherido al metal, del que colgaba un grueso lazo de color negro que se deslizó con desdén al momento de detenerse el objeto.
Silencio.
La confusión llenaba el aire, ¿qué era eso que acababa de caer desde el armario? No era algo que fuera común en el reino, Ibrahim no había visto uno en años. Era un objeto de tal naturaleza, que no cualquier persona podría tener uno en su armario. Menos aún la princesa ¿Quién podría saber de la utilidad de semejante reliquia? ¿Ana? ¿Ibrahim? Mientras ambos se quedaban completamente quietos, sin saber si el otro tenía conocimiento de la naturaleza del objeto, Ana habló repentinamente.
–Tú conociste a mi padre, ¿no? –preguntó ella contemplando el objeto–. Responde –continuó mirándolo a los ojos.
Ibrahim vaciló.
–En efecto, lo conocí. Luché bajo su mando cuando recién había salido de la academia.
–Entonces… –bajó la mirada–. ¿Dirías que era una buena persona?
Mientras que el consejero trataba de buscar un motivo para la repentina pregunta, Ana volteó a mirarlo. No tuvo opción.
–Por supuesto.
Ana apartó la mirada y dio unos pasos hacia la gema. Ibrahim quería decirle que se detuviera. No lo hizo. La princesa se colocó en cuclillas y tomó el objeto con una mano.
–¿Dirías que lo hubiera dado todo por su país? –pregunto mientras analizaba el reciente hallazgo.
–En efecto.
Ana se incorporó y comenzó a acercarse hacia él, con el objeto sostenido a la altura de su pecho.
–¿Dirías que lo hubiera dado todo por su hija?
Ante la triste e inquietante mirada de Ana, el consejero retrocedió unos pasos.
–Sin duda.
–Ya… y entonces… –bajando la cabeza para ocultar su mirada, continuó– ¿por qué es que no está con nosotros aquí y ahora?
Ibrahim se sintió acorralado.
–Princesa… le parece si conversamos de esto en un lugar un poco más… ¿amplio?
Al verse casi encima de su consejero, Ana retrocedió un par de pasos. Mostrando previamente una mirada de desprecio hacia el mundo, cerró los ojos y se hizo a un lado. Indicó con el brazo el camino hacia la ventana.
–Gracias –contestó él.
Caminó varios pasos, atravesando la habitación, seguido de ella.
Los recuerdos invadían a Ibrahim. El rey había sido una muy buena persona, de aquello no había duda; sin embargo, los sucesos que rodeaban su muerte tenían un halo de misterio que Ibrahim conocía muy bien. “Asegúrate de encubrir esto muy bien, no necesitamos soplones” le habían dicho delante del destrozado cadáver. Él solo asintió con la cabeza, tratando de evitar responsabilidades. Tres días después, y al ritmo de la triste canción del funeral del rey, se vio a sí mismo retomando con tristeza su labor como jefe de la guardia de la casa real. “Con la entrega del mando viene el comienzo de la mentira” le dijo el antiguo jefe, mensaje que entendió completamente cuando volvió a ver los ojos de Ana en el vestíbulo de la mansión.
No era posible que alguien hubiera podido usar aquél dispositivo. Esa era su verdad. Su triste verdad.
–¿Qué estás pensando? –le preguntó ella.
Luego de salir del trance, levantó la mirada.
–Nada –contestó.
Ana lo miró extrañada, le lanzó una mirada de soslayo al objeto que él había estado observando durante un largo rato. Chasqueó los dedos y volteó hacia el lado bruscamente. Nuevamente lo miró, la mirada de la reina había cambiado a una maquiavélica sonrisa torcida.
Lentamente, con paciencia, ella amarró la gema en una de sus piernas.
–¿Piensas que dudaré en usar esto? –le dijo Ana mientras levantaba la parte del vestido que le cubría la pierna para mostrar la peculiar joya, atada a su muslo con el lazo de color negro. La gema lucía un maléfico y suave resplandor violeta.
Ibrahim no sabía qué hacer, abrió los ojos de par en par, se le nubló la vista al momento de darse cuenta de la verdad, la que siempre había negado. La princesa, ahora con el talismán en su lugar, se disponía a dejar la habitación y dirigirse al gran balcón que daba a la plaza.
El genocidio, la destrucción, la maldad concentrada en aquél sucio y vil instrumento que su pequeña hermana, no, que la nueva reina ahora ostentaba hacía que quisiera que el rey esté vivo, que le pueda decir que no quería entrenar a nadie, que no podía ayudar a que un monstruo que era capaz de usar esa arma se volviera más fuerte de lo que ya era. No, no eras tú, Ibrahim, era ella, Ana Zerena, la princesa asesina, a quien por tanto tiempo diste cariño y enseñanzas, quien ahora te mostraría el resultado de todos esos años de esfuerzo.
Los ojos de Ana, así como su cabello, de un color guinda rojizo oscuro, comenzaron a emanar vapor brillante de color violeta.
–Repetiré la pregunta, Ibrahim… ¿por qué es que el rey no está aquí con nosotros ahora? –preguntó mientras sus ojos comenzaban a despedir pequeñas llamaradas de fuego de color púrpura, reforzando el violeta de sus ojos.
El joven consejero solo atinó a sonreír de una manera cómplice y a decir sus últimas palabras.
–Porque a una señorita como tú, nunca le faltarán agallas.
–Bien contestado, mi joven rey.
Comments (0)
See all