El traqueteo del tren tranvía resonaba en el vagón mientras James Carter contemplaba el paisaje con una expresión serena pero distante. Era un joven de veintidós años, de porte elegante y mirada fría, acostumbrado al silencio más que a la charla. A su lado, un hombre mayor, de rostro afable y mirada curiosa, tomó asiento.
—¿Qué le parece este nuevo transporte sin necesidad de caballos? —preguntó el anciano con una sonrisa.
—Excelente —respondió James, sin apartar la vista de la ventana.
—¿A dónde se dirige, joven?
—A Houston. Voy a continuar con el negocio familiar.
—¿Y cuál es ese negocio?
—Joyería.
El anciano asintió con interés mientras James, con pocas palabras, le relataba su historia. Había sido criado por su padre, Charles Carter, un joyero millonario que no solo le enseñó el arte de la orfebrería, sino también a defenderse de los envidiosos y delincuentes. Desde los diez años elaboraba sus primeras piezas, y a los dieciséis ya había abierto su primera tienda. Su talento y determinación lo llevaron a amasar una fortuna a los diecinueve y, ahora, Houston representaba una nueva oportunidad tras la Guerra Civil.
Los años en Houston fueron prósperos. La tienda de James se convirtió en un éxito rotundo, atrayendo a la élite de la ciudad con joyas de una calidad inigualable. Sin embargo, el destino tenía otros planes para él.
Una noche, sintiendo la necesidad de relajarse tras una larga jornada, James decidió entrar en un bar. Al empujar las puertas, el sonido del piano lo recibió. El lugar estaba casi vacío, salvo por el cantinero, un hombre alto de bigotes espesos, y el pianista, que tocaba una extraña tonada.
—Muy buenas —dijo James al acercarse a la barra—. Deseo tomar una copa de whisky.
El cantinero lo miró con curiosidad mientras servía la bebida.
—Veo que eres nuevo por aquí.
—En realidad, llevo tiempo en la ciudad, pero mi negocio me mantiene ocupado.
Antes de que pudiera dar otro sorbo a su whisky, la puerta del bar se abrió nuevamente. Un hombre de expresión altanera se acercó con paso decidido y le tocó el hombro.
—Así que tú eres el nuevo joyero —dijo con una mueca burlona—. Yo también me dedico a lo mismo, pero parece que quieres quitarme los clientes.
James no respondió. Su padre le había enseñado que la mejor manera de lidiar con los mediocres era ignorarlos. Enfocó su atención en su copa y pidió otro trago.
El hombre, ofendido por la indiferencia, arrojó su propia copa al suelo, haciendo que el vidrio se hiciera añicos.
—Mi nombre es Henry Blackwell y soy tu superior. No lo olvides.
James lo miró con calma. Henry, envalentonado por su propia arrogancia, intentó abalanzarse sobre él, pero en un rápido movimiento, James lo derribó al suelo. En una esquina, un hombre que había estado observando la escena sonrió levemente antes de ponerse de pie y acercarse.
Henry se levantó con el rostro rojo de ira.
—¡Me vengaré de esto! Arruinaré tu negocio y tu vida —gruñó antes de salir del bar.
El desconocido que había observado la escena se acercó y extendió la mano con una sonrisa.
—Eres inteligente al no dejarte provocar por un joyero de tercera —dijo con tono cordial—. Mi nombre es Samuel Thompson. Soy parte de un grupo selecto de empresarios en esta ciudad. Veo que atraes a la alta sociedad con tus joyas. Me gustaría invitarte a una reunión esta noche. Te presentaré a algunos hombres influyentes. ¿Aceptas?
James estrechó su mano y aceptó la invitación. Aquella noche, un lujoso carruaje se detuvo frente a su tienda. El cochero descendió y abrió la puerta con un gesto de respeto.
—¿Es usted el señor James Carter?
—Así es —respondió James, vistiendo un elegante traje que solía usar en las conferencias de su pueblo.
Subió al carruaje y emprendieron el viaje hacia la mansión donde se celebraría la reunión. Al llegar, fue recibido por una melodía instrumental que reconoció de inmediato: Beethoven. No era la primera vez que asistía a una velada con música clásica.
Samuel Thompson apareció entre la multitud y lo saludó con entusiasmo.
—Veo que has venido con la ropa adecuada. Sabía que eras la persona indicada. Déjame presentarte a alguien.
Un hombre corpulento de mirada aguda se acercó.
—Este es Tomás Vargas, mi guardaespaldas y cazarrecompensas.
Tomás observó a James con interés.
—Me hablaron de cómo enfrentaste a Blackwell en el bar —dijo con voz grave.
—Mi padre me enseñó a defenderme —respondió James con naturalidad—. También me instruyó en el uso de armas de fuego. Soy un excelente pistolero, aunque jamás he matado a nadie por defensa propia.
Tomás asintió con aprobación.
—Quizá pueda enseñarte un par de cosas. Ahora que eres parte de nuestra legión, ese hombre no solo intentará insultarte, sino destruirte. Pero ya no estás solo. Aquí, los amigos de mis amigos son también mis amigos.
En ese momento, una pareja bien vestida entró en la sala, acompañada por una joven de porte tímido. La muchacha vestía un elegante vestido largo y un sombrero decorado con finos encajes.
—¿Seguro que este es el lugar para dejar a nuestra hija? —susurró la mujer con preocupación.
—Sí, mujer —respondió su esposo con determinación—. Tenemos hijos mayores, pero esta chica es un problema. O le conseguimos unos padres adoptivos a los que paguemos una fortuna, o le encontramos un esposo.
—¿Estás loco? Es muy joven para casarse.
—Tiene dieciséis años, pero piensa demasiado diferente. No le interesa el matrimonio ni la vida de una dama común. Quiere ser independiente, trabajar… incluso ha hablado de aprender a disparar. Es un peligro para nuestra reputación.
Mientras los músicos tocaban melodías para el baile, James, sin darse cuenta, fijó su mirada en la joven. Se sonrojó levemente, y ella también. Su padre, al notar la interacción, sonrió con astucia.
—¿Ves eso? —susurró a su esposa—. Él es el hijo de Charles Carter. Tiene dinero y una reputación intachable. Si logramos que se interese en nuestra hija, habremos encontrado la solución perfecta.
La mujer frunció el ceño.
—¿Y si no acepta?
El hombre sonrió con picardía.
—Tengo una idea…
Ambos se acercaron al joven y lo saludaron con cordialidad.
—Mi nombre es Charles Fitzwilliam —dijo el hombre con una sonrisa educada—. Yo te conozco, eres hijo de Charles Carter. Ella es mi esposa, Catherine Fitzwilliam, y nuestra hija, Clara Fitzwilliam. Somos amigos de tu familia.
El joven, de modales refinados, los observó con una ligera sonrisa, pero con una expresión reservada.
—Mucho gusto —respondió con frialdad—. ¿Se les ofrece algo?
Charles Fitzwilliam tomó la palabra sin titubeos.
—Nos gustaría pedirle un favor. Queremos que hospede a nuestra hija durante un par de semanas mientras resolvemos ciertos problemas familiares. La guerra civil y los cambios en el país han dificultado nuestra situación. Tenemos cinco hijos más y, aunque le dejaremos sus cosas y dinero, queremos asegurarnos de que esté bien atendida.
Tomas Vargas, quien había estado atento a la conversación, cruzó los brazos con gesto preocupado y se inclinó hacia James.
—¿Podría hablar con usted en privado? —preguntó en voz baja.
James asintió y, antes de alejarse, les dijo a los Fitzwilliam:
—Un momento, traeré un trago y luego seguimos conversando.
Una vez apartados, Tomas abrió una botella y le sirvió una copa a James antes de hablar con tono serio.
—No debería aceptar que la hija se quede en su casa.
James arqueó una ceja, curioso.
—¿Por qué lo dices?
—Son familias que buscan deshacerse de sus hijas. En algunos lugares, creen que podrían darles algo mejor, pero muchas veces las razones son más turbias.
James tomó un sorbo de su trago y reflexionó unos segundos.
—¿No es esta una familia adinerada? Podrían darle algo mejor ellos mismos.
Tomas negó con la cabeza.
—No es por dinero. Quizá la hija es rebelde o no cumple con sus expectativas. Algunos prefieren "regalarla" antes que lidiar con eso.
James sonrió con picardía y observó el líquido ambarino en su copa.
—Escuchemos su propuesta. Me interesa conocer a la joven. Tal vez podría negociar con la familia en otros aspectos, como joyas o relojes. Estoy buscando innovar en el mundo de la joyería y ellos podrían tener algo valioso.
De regreso con los Fitzwilliam, James se acomodó y los miró con interés.
—Hábleme de su hija. Si va a quedarse conmigo unos días, necesito saber cómo es.
Charles Fitzwilliam asintió, esbozando una sonrisa.
—Como verá, es algo tímida, no habla mucho, pero cuando se le conoce es bastante extrovertida. Un poco rebelde… tiene ideas de ser pistolera o independiente. No quiere saber nada de casarse o ser madre de familia.
James soltó una carcajada ligera.
—No veo nada de extraño en ello. Yo tampoco deseo casarme ni tener mujer. Mi pasión es la joyería. Por ejemplo, acabo de diseñar un reloj de mano con un espejo en un lado. Muchos hombres quieren acomodarse el bigote en la calle, pero ¿cómo preguntarle a alguien si está bien arreglado o no? También tengo pensado un diseño más fino para damas.
Catherine Fitzwilliam asintió con aprobación.
—Me parece perfecto. Podría trabajar con usted en esos días. Nosotros iremos a recogerla, ya que todos somos familia aquí.
—Yo vivo en la tienda —explicó James—. En la parte trasera tengo mi casa, con habitación y cocina.
En ese momento, Clara, quien había permanecido en silencio, miró a todos con determinación.
—Deseo ir con este señor.
James le sonrió, divertido.
—Está bien, niña. Vendrás conmigo. Solo asegurémonos de darles la ubicación de mi tienda para que puedan recogerla.
Samuel Thompson, un conocido de James, se acercó y le dio una palmada en la espalda.
—Veo que has hecho nuevos contactos de negocio. Me parece bien. Ahora vamos a bailar, pondrán buenas piezas musicales.
Charles Fitzwilliam se despidió con una sonrisa.
—No se preocupe, señor James. Haremos buenos negocios después de esto.

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