Al despertar estaba en una habitación que no conocía. Las paredes eran grises, o eso creía en la oscuridad. Tenían algunas manchas de lo que parecía, y esperaba que no fuera, sangre. Había despertado en el suelo, en una esquina. El único mobiliario que equipaba la habitación era una silla colocada justo en el centro. La poca luz que había entraba por una pequeña ventana rectangular con dos barrotes situada muy alta, casi a la altura del techo. Tenía la sensación de que la habitación estaba bajo tierra.
Se levantó y sintió una fuerte punzada en las sienes. Después del golpe recibido en casa de Demian estaba mucho más despierta de lo que cabía esperar. Recordaba haber entrado en la casa, con la puerta abierta; haber descorrido la cortina y ver a Demian inconsciente en el suelo sobre un charco de sangre. Después, un ruido en el pasillo y el golpe en la cabeza que la noqueó. Recordaba todo aquello mientras recorría el habitáculo paseando las yemas los dedos por la pared, sobre aquellas manchas burdeos, secas, mimetizadas en la pintura. Algunas parecían más recientes, de un color rojo vivo. Cuando llegaba a la puerta, ésta se abrió después de unos segundos de cerrojos descorriéndose. Retrocedió unos pasos.
—Por fin despierta nuestra bella durmiente.
Era una voz cálida, suave, y nada familiar. Creyó identificar un leve acento británico.
—Tú y yo tenemos mucho de que hablar —siguió la voz—. Siéntate, por favor.
No podía verle la cara. Se había detenido en la entrada, donde la oscuridad le otorgaba al visitante un anonimato que ponía nerviosa a Eva. Vestía traje negro con camisa blanca y corbata; zapatos marrones, reloj de oro. Observaba todos estos detalles en busca de una pista que la ayudara a identificarlo, aunque estaba casi segura de que era la primera vez que se veían.
—No, Eva. No me conoces. Pero yo a ti sí. Y tienes algo que me pertenece.
—No sé de qué me habla.
—Oh, claro que sí. Algo muy importante. Tanto, que le ha costado la vida a tu amigo Demian.
La mirada de Eva se oscureció.
—Vamos, no me mires así. Puedo asegurarte que no sufrió. O al menos dejó de sufrir en cuanto se desangró —dejó escapar una sonrisa inocente al acabar la frase.
Eva hizo un esfuerzo titánico para mantenerse serena como tantas veces había hecho antes, como Demian la había enseñado.
—Bueno, hablemos en serio —el visitante chasqueó los dedos y aparecieron dos hombres de grandes músculos que la ataron a la silla. Eva no opuso resistencia. El visitante se adentró en la habitación y, dejando ver su rostro por fin, con la cabeza calva como una bola de billar, se acercó a la silla hasta que estuvieron frente a frente—. ¿Dónde está?
—¿Quién?
—Adverbio equivocado. Sabes de lo que te hablo.
—Para nada.
El hombre suspiró. Eva miraba al suelo y no vio venir la primera bofetada.
—¿Dónde está?
Un escupitajo sangriento en la cara fue la única respuesta de Eva. El hombre volvió a respirar hondo, conteniéndose. Sacó un pañuelo del interior de su chaqueta y se limpió la mezcla de saliva y sangre. Después la miró, serio.
—Haremos una cosa. Llamaremos a Marco para que venga a jugar con nosotros —se giró hacia la puerta y llamó con un grito—: ¡Marco!
Unos segundos después entró Marco en la habitación, cargando en la mano derecha una gran caja de herramientas.
—Eva, te presento a Marco. Eso que trae es su caja de juguetes. Demian y él lo pasaron en grande ayer.
Marco soltó una risotada.
—Verás, el juego consiste en que yo te hago preguntas, y si tus respuestas no me gustan, Marco sacará de la caja alguno de sus juguetes. Y, créeme, no quieres que eso pase.
Marco, de rasgos árabes, musculoso y rapado, se agachó y abrió la caja.
—Bien. ¿Dónde está?
Tras unos segundos, Eva contestó, tranquila.
—No lo sé.
El hombre hizo un asentimiento a Marco, que sacó una llave inglesa de grandes dimensiones de la caja y, sin mediar palabra, la estrelló contra la rodilla derecha de Eva. Le habían atado los tobillos a las patas de la silla y las manos detrás de la espalda, inmovilizándola casi por completo. Al golpearla en la rótula, Eva se retorció en la silla y soltó un grito que se prolongó hasta que su garganta no dio más de sí. El hombre, sonriendo, dio unas palmadas en el hombro a Marco.
—Ahora empezamos a divertirnos. Sigamos. ¿Dónde está?
Eva respiraba con dificultad a causa del dolor. Pero tuvo la fuerza suficiente para contestar en voz baja de forma clara.
—No lo sé.
—La muchacha parece dispuesta a hacerte trabajar hoy, querido. Toda tuya. Con los puños, esta vez. No queremos que se nos vaya la mano como ayer con su amigo.
Se acercó Marco a Eva y soltó tres veces el puño derecho contra su cara, y un cuarto puñetazo con la izquierda. Eva notó y oyó crujir los huesos del pómulo. Sintió perder el conocimiento, pero volvió en sí cuando el hombre le dio dos palmadas en la cara sosteniéndole la cabeza.
—No te duermas tan pronto, querida.
Eva contrajo la cara en una mueca de dolor. Miró al hombre a los ojos durante unos segundos, pero no dijo nada.
—¿Y bien? ¿Piensas cambiar de respuesta?
—Que te jodan —consiguió articular, con la boca entumecida.
El hombre sacudió despacio la cabeza.
—That’s too bad. —Miró a Marco—. Plan b.
Marco salió de la habitación y volvió al cabo de medio minuto con una garrafa de agua de diez litros y una toalla. Se aproximó a la silla de Eva y, de una patada en el hombro, la tumbó de espaldas. Se arrodilló cerca de su cabeza y colocó la toalla sobre su cara.
—Última oportunidad, querida. ¿Dónde está?
No obtuvo respuesta.
—Se acabó el tiempo. Procede.
Marco vertió el agua sobre la cara de Eva, que movía desesperada la cabeza hacia los lados en busca de una brizna de aire, pero la toalla empapada y el agua que no dejaba de caer justo sobre su nariz y su boca la estaban asfixiando. Poco más de un minuto después, el hombre hizo una señal a Marco para que cesara. Éste apartó la toalla de su cara y Eva empezó a toser, respirando a bocanadas entrecortadas y ruidosas, con una sensación puntiaguda en los pulmones. Marco incorporó la silla.
—¡Qué bien lo estamos pasando! —dijo el hombre con una palmada y una risa aguda y repelente—. Lástima que tengamos un poquito de prisa. Así que, si no quieres que esta vez deje a Marco vaciar toda la garrafa, será mejor que me digas lo que quiero saber, y todos podremos irnos. —Sostuvo la cara de Eva rodeándole la boca con los dedos—. Dime dónde está la puta libreta.
—No sé... No sé dónde está —aún le costaba respirar de forma normal.
El hombre dio un par de vueltas sobre sí mismo pasándose la mano por su cabeza reluciente.
—Bien —dijo al fin—. Si no quieres hablar, no lo harás nunca más. —Miró a Marco; el trago de saliva de Eva fue audible para los dos hombres—. Córtale la lengua.
—No sé dónde está.
La interpelación de Eva no detuvo a Marco cuando se inclinó sobre la caja de herramientas a sacar unas tenazas. Agarró a Eva rodeándole la boca con la mano, obligándola a abrirla.
—No sé dónde está —dijo como pudo.
Marcó introdujo la punta de las tenazas en la boca de Eva.
—¡Debe estar en casa de Demian! ¡Yo no la tengo! —dijo de manera casi ininteligible.
El hombre alzó la mano para detener a Marco, que pareció fastidiarse.
—¿Qué has dicho?
Marco sacó las tenazas de la boca de Eva.
—Demian me robó la libreta. Debe de estar en su casa. Juro que yo no la tengo ni sé a ciencia cierta dónde está.
El hombre pareció cavilar, cruzado de brazos.
—Miente —escupió Marco.
—No lo creo. Parece sincera.
—Tiene miedo. Miente.
—Pues a mí me parece sincera. Y no hay más que hablar —hizo un gesto con la cabeza para que Marco saliera. Éste obedeció resignado, lanzando una mirada a Eva.
—Bien, querida. Nos vamos de paseo.
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