Eva pasó el viaje maniatada y dormida. Despertó a la tercera bofetada de Marco, que la golpeaba para sacarla del sueño. Al abrir los ojos parecía que veía a los dos hombres por primera vez, como si no la hubieran torturado treinta minutos antes. Estaba tumbada en el asiento trasero de un coche que, por sus dimensiones interiores, parecía una pequeña limusina.
—¿Cómo te encuentras, querida?
Marco y el calvo de acento británico estaban sentados frente a ella, de espaldas al conductor. Desde donde estaba sentada, Eva no acertaba a verle la cara a quien conducía. Se intentó incorporar como pudo para sentarse correctamente, con las manos atadas con cinta americana detrás de la espalda. Al mover las piernas, notó como si le introdujeran un clavo en la rótula derecha y soltó un gemido que apenas pudo traspasar la cinta que cubría su boca. También notaba la cara entumecida por los golpes, como si llevara horas en el Ártico a temperaturas bajo cero.
—Te dormimos con cloroformo antes de salir por si se te ocurría hacer alguna tontería. Espero que no te moleste —dijo el hombre. Hablaba con tranquilidad y en tono afable, sonriendo, como si fueran dos amigos que hablan sobre el trabajo o sobre lo bien que les va a sus hijos en la universidad. Sostenía entre sus dedos índice y corazón un puro de ancho grosor cuyo olor bañaba el interior del coche, un Montecristo número 2, reconoció, con la boquilla en forma de torpedo, como los que veía fumar su padre cuando era pequeña.
Eva bajó la mirada con cansancio. Al mirar por la ventana supo a dónde se dirigían. Un par de minutos después, tiempo en el cual Marco no dejó de mirarla ni para pestañear, el coche se detuvo delante del edificio donde vivía Demian. Al pensar en él, algo se le retorció en el pecho; sólo podía recordarlo tirado en el suelo, con la cabeza abierta y la cara bañada en su propia sangre.
—Pues ya estamos aquí —dijo el hombre bajando del coche, con su alegría incansable.
Marco le cortó la cinta de las manos, le retiró la que tenía en la boca y la ayudó a bajar. El hombre y el conductor, un chico rubio jovencísimo con cara de niño, se adentraron en el portal del edificio. Eva caminaba despacio, cojeando, notando la rodilla hinchada; Marco la agarró del brazo para ayudarla a caminar, y antes de empezar a andar, le susurró en el oído:
—No te vas a escapar de mí. Luego jugaremos, los dos solos —y lanzó un beso al aire.
El cadáver de Demian ya no estaba en su piso, alguien se había encargado de recogerlo y limpiarlo todo. Las persianas seguían bajadas, como la última vez que entró, y todas las luces estaban encendidas.
—Bien —dijo el hombre paseando la mirada por el salón—, ¿dónde está la libreta de tu amigo Demian?
Eva se acercó cojeando al centro de la estancia.
—No lo sé. Supongo que la escondería en alguna parte.
—¿Por qué te la robó?
—Eso me gustaría a mí saber.
—Tenía entendido que él te ordenó que la pusieras a buen recaudo.
¿Cómo podía saber eso?
—Sí.
—¿Y por qué iba a robártela? ¿Por qué no se la quedó él desde el principio? —fingió pensar.
—No lo sé. Pero mandó a una compañera de la banda para que me la robara.
—La banda —rio mirando a los dos acompañantes, de la misma manera que se le ríen las ocurrencias a un niño. Luego se acercó a ella—. ¿Sabes lo que hay en esa libreta?
—Nombres. Y unos organigramas o esquemas. No la leí en profundidad.
—¿Y sabes cuáles son esos nombres?
—Conozco algunos.
—Pues uno de esos nombres es el mío, y si esa libreta cae en malas manos mucha gente tendrá problemas, y yo seré uno de ellos. Así que más te vale encontrarla o sólo tres de nosotros saldrán por esa puerta.
Hizo una señal con la cabeza a Marco y al joven rubio.
—Vosotros buscad en las habitaciones. No os dejéis ni un rincón. Comprobad las baldas del suelo y las paredes —luego miró a Eva—. Yo me quedo aquí con nuestra amiga.
Los dos hombres hicieron lo que se les ordenó y se encaminaron al pasillo. Eva sabía que Demian, a pesar de ser el cerebro de la banda, no era ningún genio. Si la libreta estaba en el piso, no estaría en ningún lugar recóndito, ni debajo del suelo, ni en ninguna grieta oculta y apenas apreciable en la pared. Demian era más pragmático, o tal vez descuidado e incauto.
Oía a los súbditos del calvo trajeado revolviéndolo todo en las habitaciones. Éste, por su parte, se paseaba por el salón con las manos en los bolsillos y mirando los muebles por encima, sin poner mucho empeño en la búsqueda. De tanto en cuanto abría algún cajón o miraba detrás de un cuadro. Eva pensó que quizá fuera él quien estaba más cerca de encontrarla y no le quitaba la vista de encima, preparada para saltar encima de aquel británico enclenque al que podría destrozar incluso con la rodilla rota para arrebatársela y huir como pudiera.
Al poco la miró, con ironía.
—Te veo demasiado tranquila como para que tu vida dependa de que localicemos la maldita libreta.
—Podría decirle lo mismo.
El hombre soltó una risotada.
—La diferencia es que esta situación la controlo yo. —Y tras un segundo de silencio—: muévete. Busca, haz algo.
Se acercó Eva al sofá y levantó los cojines, abriendo las cremalleras y tanteando por dentro, sin éxito. Luego probó suerte mirando entre los libros. Paseó la mirada por el salón hasta detenerla en un mueble pequeño ubicado al lado del televisor. Lo abrió y examinó las cintas VHS, pensando que sería muy típico de Demian esconderla dentro de aquellas cintas de las que se negaba a deshacerse. Se estaba levantando una vez las hubo examinado todas cuando le dio por levantar la tapa que cubría la ranura del reproductor VHS por donde se introducían las cintas, y vio la libreta. No pudo reprimir una sonrisa, aun con el rencor que internamente sentía hacia Demian por haberla envuelto en aquella situación, aun con el desconcierto que le producía pensar en por qué habría mandado a Victoria para que se la robara, en qué pensaba en hacer con ella.
Eva se incorporó como si no hubiera encontrado nada, y fingió que seguía buscando por detrás del mueble de la televisión mientras desconectaba los cables del reproductor de vídeo.
—Por curiosidad —dijo mientras trasteaba con los cables—, ¿cuál es su nombre? ¿Y quién es usted?
—Y a ti qué te importa —dijo el calvo británico, que se estaba encendiendo otro de sus puros.
Desconectó Eva los dos cables del reproductor y lo sacó del mueble.
—Es sólo por saber cuál es el primer nombre de la lista que tengo que poner en malas manos.
Levantó el reproductor y se abalanzó sobre él para golpearlo en la cabeza. De la violencia del impacto, ambos cayeron al suelo, y la libreta salió de su escondite. El calvo, sangrando, intentó cogerla, pero Eva fue más rápida.
—¡Marco! —gritó—. ¡Marco!
Eva sabía que, en su estado, tenía todas las de perder en una persecución, pero echó a correr como pudo con una mano en la rodilla y sosteniendo la libreta en la otra, y se encaminó hacia las escaleras.
Cuando Marco y el chico joven acudieron al salón un segundo después alertados por los gritos de su jefe, lo encontraron tirado en el suelo y sangrando abundantemente por la cabeza.
—¡La tiene! ¡Ve a por ella!
Marco se acercó para intentar levantarlo, pero éste rechazó su mano con violencia.
—Go find her! —gritó con una voz desconocida.
Los dos hombres salieron al encuentro de la mujer, sabiendo Marco que no tardaría en alcanzarla, e imaginando volver a tenerla atada a una silla.
Al salir del portal, se encontraron con la calle vacía, sin rastro de Eva. Miraron a ambos lados, sabiendo que eran imposible que hubiera desaparecido tan rápido. Marco soltó un grito de frustración y unas palabras en un idioma que el chico joven no entendió, y le hizo a éste una señal para que fuera a buscarla por la derecha, y él por la izquierda.
Desde el descansillo de la cuarta planta del edificio de Demian, Eva había visto salir corriendo a los dos esbirros del británico. Y allí esperó agazapada hasta que vio salir a éste, andando muy despacio, mareado, tapándose con un pañuelo empapado en sangre la herida de la cabeza. Lo vio bajar los peldaños uno a uno, agarrándose a la barandilla como un anciano.
Cuando oyó cerrarse la puerta del portal, respiró tranquila.
Comments (0)
See all