Tardó cuarenta y cinco minutos en llegar hasta el piso de Victoria, en comparación con los diez, a lo sumo, que solía tardar. No bajó la guardia en todo el camino, volviéndose cada pocos pasos por si veía acercarse el coche de aquellos psicópatas y deteniéndose para apoyarse en la pared por el dolor cada vez más insoportable de la rodilla. Mientras estaba en el edificio de Demian, no salió hasta que no vio que se alejaban en el vehículo y creyó estar a salvo. Durante los minutos que estuvo escondida, tuvo tiempo para pensar en las dimensiones del asunto en el que se había visto envuelta de la noche a la mañana. Por primera vez en mucho tiempo, desde que entró en la banda, temía por su vida. Siempre lo había visto como un juego en el que siempre ganaban, sin importar a quién se enfrentaran, a quién chantajearan o a quién robaran. Como en la vida, se trataba de salir ilesos; ése era el juego. Pero ahora Demian estaba muerto, y ella no lo estaba por los pelos. Pero lo que más le preocupaba, en lo que no podía dejar de pensar, era el motivo por el que Demian había decidido arrebatarle la libreta. Por qué no se la había pedido directamente, si la habían robado porque él quiso.
Nunca había agradecido tanto la invención del ascensor, que la llevó a la cuarta planta en unos segundos, ahorrándole el mal trago de tener que subir escalones. Estaba plantada delante de la puerta de Victoria y llamaba al timbre con impaciencia y hasta con preocupación por si había corrido la misma suerte que Demian. Apoyó la cabeza en la puerta tratando de oír algún ruido que la delatara. Victoria la observaba con recelo a través de la mirilla.
—Vengo en son de paz, Victoria —probó—. Abre, por favor. Estoy herida.
Victoria desconfió.
—Por favor, han intentado matarme por la puta libreta.
A los pocos segundos, Victoria descorrió la cadena de la puerta y la abrió lo suficiente para asomar la cabeza y ver la expresión de muerta en la cara de Eva. Entonces la abrió del todo.
—Por dios, ¿qué te ha pasado?
—Necesito sentarme —dijo apartando a Victoria y dirigiéndose al sofá, donde se dejó caer con un alarido. Victoria fue tras ella.
—¿Qué te ha pasado en la rodilla? Por dios, la tienes tan hinchada que parece que va a reventar.
—Me han torturado.
—¿Qué?
—Y Demian está muerto.
—¡¿Qué?!
—Lo encontré en su piso con la cabeza abierta.
—No me creo lo que me estás contando —se sentó a su lado, pálida.
—¿Qué coño hay en esa libreta que sea tan importante? ¿Hay algo que yo no sepa? ¿Algo aparte de los nombres?
Victoria titubeó, pensando.
—No lo sé, Demian me dijo que tenía que la recuperara, que no debías tenerla… ¿Pero qué cojones me estás diciendo de que han matado a Demian?
—¿Qué pensaba hacer con ella? ¿Te lo dijo?
—Eva, ¿qué le ha pasado a Demian, joder?
—Que lo han matado, Victoria. Lo han matado. Y lo mismo han estado a punto de hacer conmigo.
—Pero ¿quién?
—No sé quién es. Es un tío calvo que parece inglés o algo así. ¿Te suena?
—No, no… —Victoria apoyaba la cara sobre las manos, abrumada.
—Sólo sé que su nombre figura en ella y quiere recuperarla como sea.
Hubo un minuto de silencio en el que ambas miraban al suelo, intentando comprender la situación y asimilar conceptos.
—Dónde nos hemos metido —dijo al final, pensando en voz alta. Vio que Victoria lloraba en silencio, con la cabeza entre las manos. Puso una mano en su rodilla para tranquilizarla—. No te preocupes, lo solucionaremos. Hemos salido de otras más graves.
Enseguida se arrepintió de haberlo dicho, nunca se le había dado bien dar ánimos ni consolar.
—¿De otras más graves? ¡Han matado a Demian, coño!
—Lo sé.
—¡Y han intentado hacer lo mismo contigo!
—Sólo intentaba animarte.
—Pues vaya ánimos. Tengo un hijo, joder. ¿Y si vienen a por mí? ¿Y si van a por él?
—Eso no va a pasar.
—Y tú qué sabes.
Eva no supo qué responder.
—Démosle la libreta.
Eva levantó la cabeza y le clavó la mirada como si la hubiera insultado.
—¿Que le demos la libreta?
—¿Y por qué no? A nosotros no nos compromete, no tenemos nada que ver. Fue Demian quien quiso que la robáramos para chantajear a los peces gordos que aparecen en ella.
—Eso pensé yo al principio, pero tiene que haber algo más. Si Demian quiso quitármela, no puede ser tan simple. Tiene que haber algo que no sabemos.
—¿Y qué coño nos importa? Dásela a ese tío y nos quitamos el muerto de encima.
—¿Y que los que han matado a Demian se vayan de rositas? ¿Matan a uno de los nuestros y ésa es tu solución? ¿Darles lo que quieren y a otra cosa?
—¿Y qué coño quieres hacer? ¿Pretendes matar a un tío que no conoces? No sabemos a qué nos enfrentamos.
—Pues vamos a averiguarlo.
—Joder… —se puso en pie y dio vueltas por el salón, sosteniéndose el pelo hacia atrás y soltando palabras de desesperación.
—Necesito fumar —Eva se levantó y fue cojeando a la terraza. Encendió un cigarrillo del paquete de Victoria y se apoyó en la barandilla del balcón mirando a lo lejos.
Tenía la sensación de estar en una de esas pesadillas que se alargan demasiado, de las que llega un momento en el que empiezas a creer que todo es real y que no vas a despertar en tu cama y todo va a estar bien, como antes. Era justo eso lo que necesitaba, una cama. Dormir y que se encarguen los demás. Y llevaba demasiado tiempo necesitándolo. Desde pequeña había aprendido que nadie iba a luchar por ella y que, si quería algo, nadie se lo iba a regalar. Irse a la cama con la conciencia tranquila sabiendo que todo estará bien al despertar era una forma cobarde de vivir la vida. Pero ya llevaba demasiado tiempo siendo valiente. Y hasta los más fuertes necesitan sentarse y decir basta, decir que ya está bien de luchar y que ya es hora de ser cobarde, porque, aunque nuestros actos digan lo contrario, somos humanos.
Oyó a Victoria encendiéndose un cigarrillo mientras se adentraba despacio en la terraza. Se apoyó en el balcón junto a ella y fumaron juntas sin decir palabra.
—Puede que tengas razón —acabó por decir—. Puede que lo mejor sea darles la puta libreta y que esto acabe.
—No se me ocurre qué más podríamos hacer.
Eva se sentó en una de las butacas de la terraza. El dolor de la rodilla se volvía insoportable por minutos. Fue a apagar el cigarro en el cenicero de la mesilla, pero se detuvo en seco.
—¿Los demás saben lo de Demian? —preguntó Victoria, pero Eva ya no la oía. Había visto en el cenicero una colilla de puro en forma de torpedo.
Eva miró a Victoria despacio, atando cabos.
—¿Eva? ¿Estás bien?
—¿Ahora te ha dado por fumar puros?
Victoria miró el cenicero y pareció pensar.
—Ah, no. Mi padre estuvo aquí esta mañana. No fue fácil explicarle cómo me había quedado encerrada en la terraza.
Eva se levantó con soltura, sin notar en ese momento el dolor de la pierna.
—Qué casualidad. El psicópata que se ha cargado a Demian fumaba los mismos puros.
Victoria leyó en los ojos de Eva que era absurdo seguir mintiendo.
—Vale, han estado aquí —dijo, retrocediendo un paso y alzando las manos para contener la furia de Eva—. Esos tíos sabían que teníamos la libreta y querían recuperarla. Me localizaron hace ayer, no sé cómo. Sabían que yo era de la banda y me amenazaron. Por eso te la robé, pero al contárselo a Demian me dijo que era una mala idea y me pidió que se la diera y dijo que él la guardaría y que pensaría en algo. Pero esta mañana vinieron otra vez y…
—Y les dijiste que la tenía Demian.
—Sí. Me amenazaron, Eva.
—Así que Demian está muerto por tu culpa…
—¡Sabían que tengo un hijo!
—¡Demian está muerto por tu culpa! ¡Y casi me matan a mí también!
—¡Iban a matar a mi hijo! ¿No lo entiendes, joder? Yo quería darles la libreta y fue Demian quien me dijo que no lo hiciera. Les dije que la tenía él, pero era eso o dejar que mi hijo muriera.
Eva trataba de asimilar las explicaciones de Victoria. Demian había muerto por su culpa. Demian no le pidió a Victoria que robara la libreta. Demian había muerto porque Victoria lo traicionó. Victoria robó la libreta para salvar su culo, y vendió a Demian por la misma razón.
—No sabía que iban a matarlo, joder. Demian sabía quiénes eran esos tíos y de lo que eran capaz. Pensé… Pensé que les daría la libreta y ya está o que intentaría sacar algo por ella, pero… —rompió a llorar a mitad de la frase y no pudo seguir hablando. Eva se acercó a ella cuando hubo salido de su ensimismamiento y la abrazó con suavidad.
—Lo sé, tranquila. Cualquiera hubiera hecho lo mismo para proteger a su hijo.
Se soltaron cuando Victoria se serenó un poco y pudo dejar de llorar.
—Gracias por entenderlo —dijo mientras se separaban y se secaba las lágrimas con las mangas.
Cuando Victoria bajó los brazos, Eva la miró a los ojos y la sostuvo por las solapas de la camisa, haciéndola retroceder un paso hasta que sus piernas se encontraron con la barandilla del balcón.
—Espero que tú también lo entiendas —dijo, y la empujó hacia atrás haciéndola caer desde la terraza del cuarto piso.
Victoria apenas tuvo tiempo de manotear para resistirse, soltando un grito ahogado cuando la gravedad ya la absorbía. Abajo, Eva oyó los gritos de horror de los viandantes que habían contemplado en primer plano cómo se reventaba contra el suelo el cuerpo de una mujer desconocida que había caído desde el cielo.
Pasó desapercibida al salir del edificio de Victoria entre la multitud que se había agolpado alrededor de su cadáver. Había caído en una posición extraña, comprobó al mirar de reojo cuando pasó de largo junto a la muchedumbre. Muchos de ellos tenían el móvil en la oreja, presumiblemente pidiendo una ambulancia.
Nadie reparó en aquella mujer que se alejaba cojeando sin saber muy bien adónde se dirigía. Tampoco sabía de quién se podía fiar, si alguien más de la banda estaría siendo extorsionado o amenazado por ese sádico. O incluso si pondría en peligro a alguien al acudir en busca de refugio. Lo que sí sabía era que su vida, mientras tuviera la libreta en su poder, estaba en peligro.
Entonces pensó que sólo una persona podría ayudarla sin arriesgarse a poner también en peligro su vida: Hans.
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