Me levanté junto a los primeros rayos de sol. Sentía unos brazos a mi alrededor. Levanté un poco más la mirada y solo era Ieltxu, que dormía abrazado a mí. Le observé durante unos instantes, puedes descubrir mucho de una persona cuando se encuentra dormida. Parecía estar en calma, ¿estaría teniendo un buen sueño? ¿Me encontraría yo en él? En ese instante, me acerqué a su pecho un poco más, para poder sentir sus latidos, para oler el aroma que desprendía su piel. Olía a... hierbas, especias. Extraño, pero me gustaba el olor que desprendía, me parecía muy suyo. Me pregunté qué hice para merecerlo. Pero después de todo, fue mi casualidad más bonita. Me di la vuelta, y me quedé mirando al cielo, apenas había nubes, y solo era un azul claro. Me levanté y me apoyé sobre mis brazos, miré hacia los lados y pude ver que Daniel se encontraba en la misma situación que yo. Intercambiamos una mirada silenciosa, y nos levantamos sin hacer ningún ruido, para no despertar a Ari y a Ieltxu. Acabamos sentados, apoyados en un árbol, que estaba un poquito más allá de las mantas. Le pregunté sobre Ari, y me dedicó una sonrisa soñadora. Era la primera vez que le veía tan feliz respecto a alguien. Era hermoso verlo así, así de emocionado, así de feliz. Se merecía la felicidad que estaba sintiendo en sus venas. Nos pasamos hablando durante horas, hasta que ellos se despertaron. Estábamos los cuatro, apoyados en ese viejo roble, disfrutando de la situación. Disfrutando del aire, disfrutando de la compañía. Transcurrieron las horas, como si solo hubieran sido minutos. Solo éramos nosotros en ese descampado. Nosotros y nadie más. Si no te ve nadie, no tienes porque avergonzarte ¿cierto? Pues habíamos seguido esa lógica. Cantábamos y bailábamos sin ninguna clase de reparo, dejando que la música fuera solo nuestra. Nos dejábamos llevar, éramos quienes queríamos ser. Corríamos por el descampado, como niños pequeños, como esos niños perdidos que no desean crecer. Dejando que la música guiara nuestros cuerpos, mientras que nosotros solo sentíamos nuestros pies, empapados bajo la hierba, impregnada por el rocío de la mañana. Bailábamos los cuatro juntos, sin vergüenza. Cantábamos a pleno pulmón, las canciones de Pol Granch, con el altavoz a nuestro lado, hasta que nos hartamos y decidimos hacerlo a nuestra manera. Tumbados en el suelo, mirando al cielo, que se encontraba sobre nuestras cabezas; cantábamos juntos. Las 4 voces se compenetraban, se empastaban bien las unas con las otras cantando a pura acapella. Ari hacía beatbox mientras que Ieltxu y Dani le hacían la melodía. No sé cómo era yo la única que cantaba la letra:
- Cuando tú llegaste a mi vida, ya te la encontraste perdida. En este callejón sin salida, a veces te olvidas.
Ese era uno de esos momentos, que deseabas que nunca terminaran, que se quedaran intactos, esperando que el tiempo no fuera cruel, y en consecuencia no pasara. Era uno de esos momentos que merecían inmortalidad, inmortalidad artística, inmortalidad literaria. Me levanté y fuí a por mi bolsa. Saqué con sumo cuidado, mi cuaderno de bitácora, y mi bolígrafo, y volví a sentarme donde ellos se encontraban. Les miré un por uno, quería asegurarme de que las descripciones eran correctas, que las palabras y el sonido de todas las letras juntas formaran las melodías esperadas. Los estudiaba, no quería perder ningún detalle, no deseaba descripciones que no fueran ciertas. Quería, que si algún día mi cuaderno, viajaba a la deriva, sin mi, en manos de otro viajero; que la persona fuera capaz de ver a la dueña de ese cuaderno rosa que tenía entre sus manos. Deseaba que viera mis pensamientos y viera los lugares que yo iba visitando, que yo iba poco a poco viviendo y describiendo. Solo encontraba sonrisas en cada letra que plasmaba en el papel. Ojalá solo fuera así, ojalá el mundo estuviera compuesto de sonrisas, que no hubiera tormentas de rabia ni demonios viciosos. Solo sonrisas y nada más. Era extraño, hermoso, perfecto, quizás incluso idílico. Pero a lo mejor, eso era solo parte de mis delirios literarios provocados por la falta de realidad en la sangre. Escribía veloz, y ellos intentaban ver que escribía, pero les resultaba imposible, debido a esa mala caligrafía, tal vez solo ilegible que tanto me caracterizaba. Un rato después, las risas, las bromas, y todo ese buen humor se apagaron bajo el viento de algo que no queríamos escuchar, o más bien algo que no deseábamos vivir.
El teléfono de Daniel estaba sonando, y él lo cogió con desgana. Saludó a la persona que se encontraba tras la otra línea y su rostro palideció antes de lo que pudiera imaginar. Se veía la tensión en sus huesos, de repente el aire era demasiado denso. Minutos más tarde, había lágrimas surcando sus mejillas, medias lunas marcando la palma de su mano libre. Asintió con la cabeza, se despidió de la persona que le llamó por teléfono. Daniel se deshizo en nuestros brazos. Tartamudeaba, intentando explicar lo que había pasado. Lo único que consiguió musitar, era que su madre estaba hospitalizada. Algo iba muy mal...
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