Washington DC, Estados Unidos. 16 de octubre de 1995, 11:02 am
Como si un premio aguardase al primero en llegar, los pasajeros recorrían atropelladamente la pasarela de acceso a la sala de desembarco del Aeropuerto Nacional Ronald Reagan. Era la primera vez para Eli. No estaba acostumbrado a moverse en transportes civiles y pasó todo el viaje en estado de alerta, incómodo y sin poder descansar, por mucho que fuese en primera clase. O puede que en parte debido a ello. Para colmo el avión se había retrasado por causa de una avería en el vuelo precedente. Le sorprendió hasta qué punto echaba en falta la precisión militar de una incursión en territorio enemigo; era mucho mejor que tragarse las vagas disculpas de una aerolínea. Por desgracia en aquella ocasión no tenía alternativa, ya que eran asuntos personales los que le traían a Estados Unidos. Paradójicamente, se sentía más inquieto que en cualquier misión de la que hubiese formado parte. Todo era demasiado cotidiano, a falta de una palabra mejor. Quizás estaba adaptado sin remedio a un ambiente muy distinto, más hostil.
Su primer año de libertad tras escapar de Abu Ghraib transcurrió en relativa calma. Nada más salir de prisión el MI6 contactó con él. Le hicieron las evaluaciones psicológicas pertinentes para descartar que hubiese sido comprometido o captado por alguna potencia extranjera. Como no podía ser de otra forma pasó las pruebas y fue readmitido, pero las relaciones no volvieron de inmediato al estado previo a su captura. Eli contaba con ello; el procedimiento tras tanto tiempo fuera de la agencia incluía un periodo de readaptación, un eufemismo para decir que sería degradado hasta que la situación se normalizase. Así, estuvo cerca de un año en Oriente Medio, en el Líbano, como consultor de fuerzas opositoras a Hezbollah. No era una ocupación glamurosa ni desarrollaba su potencial, pero era feliz en un campo de batalla, entrenando o yendo a cazar chacales tan a menudo como podía. No es que se hubiese acomodado, pero después de tanto tiempo privado de libertad había aprendido a apreciar ciertas actividades menos exigentes.
Todavía no había decidido qué hacer con el periodo sabático que se avecinaba cuando le llegó una carta sin remitente de Hatim Saad. Hasta ese momento Eli daba por hecho que su antiguo compañero de celda era ya un espectro más de la infame Casa de la Muerte de Abu Ghraib, pero contra todo pronóstico parecía haber sobrevivido. Escrito casi a modo de telegrama, con frases cortas y concisas, el mensaje de Saad explicaba su situación.
Estimado amigo,
Estoy fuera. El Gobierno americano intercedió por mí. Ya sabrás para quién trabajaba. Los he dejado. Lo que hicieron no está bien. Deseo que sepas la verdad de lo que ocurrió aquel día. La verdad de tu rescate. Debes saberlo, es importante. No es seguro por escrito. Tenemos que vernos. En persona. No me puedo desplazar, mi salud me lo impide. Tienes que venir a los Estados Unidos. Día 16. La capital. Te encontraré allí.
La carta era escueta, pero Saad se las ingeniaba para seguir siendo tan críptico como la última vez que se vieron. Contenía la información justa para incitar interés en Eli, que meditó los pros y los contras de aceptar semejante cita. ¿Así que era cosa de la CIA después de todo? Siempre intuyó que Ocelot le ocultaba algo, pero quizás esa parte era cierta. O quizás querían que pensara precisamente eso. ¿A qué se refería Hatim con “la verdad”? ¿Qué le hicieron para que decidiera abandonar la Agencia? Demasiadas preguntas. No le hacía ninguna gracia abandonar Líbano, y menos por causa de una posible injerencia de los servicios de inteligencia de otro país, pero tampoco le extrañaba que Saad no pudiera viajar por su cuenta. Seguramente sus problemas de salud derivasen de la terrible herida que sufrió al rescatar a Eli. No es que aquello despertara en él nada parecido a la culpabilidad, o que supusiera una deuda a saldar, pero encajaba. Y sin embargo algo olía a chamusquina en todo aquello.
Finalmente determinó que la única forma de averiguar las verdaderas intenciones de Saad era correr el riesgo y acceder al encuentro. Y allí estaba ahora, a punto de salir del aeropuerto en suelo americano, en la ciudad y el día indicados en la carta, una vez más confiando a ciegas en la palabra de un hombre al que, en realidad, apenas conocía. No había más pasos a seguir en la misiva; de alguna forma Hatim debería encontrarlo a él. Probablemente contaba con que Eli siguiese el progreso lógico propio de un aeropuerto, así que se encaminó a la sala de recogida de equipajes de su terminal. Esperó a que sus escasas pertenencias llegasen en la cinta transportadora, y enseguida notó algo distinto: una nota de plástico atada con una cuerdecilla al asa de su maleta. Ya le habían encontrado. Alguien estaba monitorizando sus movimientos, quizás desde antes de bajar del avión. Miró a su alrededor, el lugar estaba infestado de viajeros, no había forma de distinguir un observador sospechoso entre la multitud. Centró su atención en la nota.
Calle 17ª Suroeste. Memorial. 11:00.
Más instrucciones. Le dio la vuelta.
Abre la maleta
Lo hizo. Dentro no faltaba nada, solo llevaba un par de mudas limpias y no se había arriesgado a intentar introducir armas por las aduanas; no pensó que valiese la pena. Pero entre sus pertenencias encontró algo que antes no estaba allí: un gorro, una bufanda y unas gafas de sol, todo negro azabache, sin ningún tipo de rasgo diferenciador. ¿Qué significaba? No perdió más el tiempo. Cerró la maleta y salió de la terminal. Se ajustó el cuello alto de su gabán gris de lana, luego bajó las escaleras mecánicas al piso inferior, directamente hasta las paradas de taxi. Cogió el primero que vio. El conductor, un hombre negro de mediana edad, le saludó.
—Buenos días. Usted dirá.
—A la calle 17ª SW.
—Eh… ¿está usted seguro? Eso es el National Mall. Ya sabe, frente al monumento a Lincoln.
Eli empezaba a enervarse, la dirección que indicaba la nota ni siquiera tenía sentido. Era mucho secretismo para acabar en uno de los lugares más turísticos del país, pero llegados a ese punto solo podía seguir el juego.
—Sí, sí. Ahí es donde voy. ¿Algún problema?
—Bueno, veo que usted no es de aquí, por eso se lo digo. Hoy hay manifestación. Hubiese querido ir, sabe, pero tenía turno. ¿Le suena la Marcha del Millón de Hombres? Los hermanos tenemos que cuidar los unos de los otros, creo yo. Juntos vamos a curar el racismo de este país, se lo digo. Con ayuda de Dios, claro está. En fin… ¿es ahí donde va? A la… ¿manifestación afroamericana? —preguntó el conductor, haciendo énfasis en la palabra “afroamericana” mientras repasaba con suspicacia el largo cabello rubio y los rasgos caucásicos de Eli.
Las piezas empezaban a encajar.
—Ya le he dicho que sí. ¿Me puede llevar o busco otro taxi? Necesito llegar antes de las once.
—Claro que puedo, señor. Ningún problema. Ningún problema en absoluto. Y con tiempo de sobra, esto está aquí al lado. Puede que haya alguna calle cortada, eso sí. Pero le dejaré tan cerca como pueda.
El taxi se puso en marcha. El tráfico era bastante fluido y enseguida llegaron al puente de la calle 14 que cruzaba el Río Potomac, desde donde ya se podía ver el famoso obelisco blanco en honor al Presidente Washington. Aunque el trayecto era corto, aquel no era sino uno de los muchos monumentos a políticos con los que se cruzaron. Monumentos a Reagan, a Franklin, a Roosevelt, a Kennedy. Toda la ciudad era un inmenso mausoleo en celebración de su propio poder.
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