El taxi se detuvo frente al Museo del Holocausto, a apenas una manzana de distancia del National Mall.
—Hemos llegado, señor. Tendrá que andar el resto del camino, pero la manifestación está ahí mismo, no tiene pérdida.
Eli pagó al conductor y bajó del taxi, no sin antes recogerse el pelo en forma de coleta y ponerse el gorro, las gafas de sol y la bufanda hasta cubrirle la nariz. Ahora entendía el propósito de aquello: era camuflaje básico para perderse entre la multitud manifestante.
Una marea de gente ocupaba la totalidad del paseo, desde el Monumento a Lincoln, pasando por el obelisco, hasta llegar al Senado, allá a lo lejos, donde tenían lugar los discursos programados aquel día. Altavoces enormes propagaban los alegatos por todas partes. Cuando Eli llegó era el turno de algún tipo de líder religioso islámico, que por momentos tornaba la manifestación en una multitudinaria clase de teología básica. Eli apreció la ironía de viajar a la otra punta del mundo y toparse con algo similar a su día a día en Oriente Próximo.
Avanzó abriéndose paso entre la atenta muchedumbre hasta la calle 17ª en busca de algo parecido a un memorial, pero solo encontró una fuente circular que aquella mañana permanecía inactiva. Rodeó la fuente apartando a las personas con cierta dificultad hasta dar con una inscripción en el granito. Anunciaba la próxima construcción del Monumento Nacional a la Segunda Guerra Mundial, un lugar conmemorativo a los estadounidenses que sirvieron y murieron en el conflicto. Tan pronto se detuvo frente a aquella inscripción, alguien le rodeó el brazo. Hizo ademán de zafarse, pero el hombre, en apariencia un manifestante más, habló primero.
—Acompáñame, por favor —dijo, con una voz tan calmada como las aguas de aquella fuente.
Un intermediario. Saad se estaba tomando todas las molestias del mundo para cubrir los pasos de Eli. No esperaba toda esta intriga de película de espías, era desproporcionado para lo que debía ser una reunión informal. Pensó que, de haberlo sabido, seguramente hubiese declinado la invitación.
Abandonaron la manifestación por el lado opuesto al que llegó Eli. Un opulento coche negro con cristales tintados aguardaba estacionado en la avenida más cercana. Subieron en los asientos de atrás, uno frente al otro. Pudo echar un vistazo al hombre que le acompañaba. Era un tipo atlético, alto, de tez muy oscura y con el pelo rapado, más o menos de la misma edad de Eli.
—¿Adónde vamos?
—A un lugar seguro. No te preocupes.
—No estoy preocupado. Solo cuestiono que esto sea necesario. Llevo toda la mañana de un lado para otro, como intentando despistar a alguien. No me están siguiendo, nadie sabe que venía.
—No me cabe duda. Pero tengo órdenes.
Eli podía jurar que había visto antes a ese hombre. De vez en cuando le sorprendía mirándolo de reojo. Cuanto más tiempo pasaba más claro lo tenía. Se consideraba un buen fisonomista, y a los pocos minutos de ponerse en marcha la certeza se le hizo insoportable. Tenía que preguntar.
—Nos conocemos, ¿verdad? Me resultas familiar.
El hombre le miró como si se hubiese percatado de su presencia por primera vez.
—Yo… Perdóname, Mamba. ¿O Eli? Lo siento, no sé cómo dirigirme a ti. No pensé que te acordaras, y ha pasado tanto tiempo que… Soy Nzinga. Nzinga Mavidi. Combatimos juntos en África.
—¿Quieres decir…?
—De niños, sí. El Mbele Squad.
El Mbele Squad. Mamba. Así le llamaban entonces, Mamba Blanca. La evocación de aquellos años era como intentar aferrar gelatina. Cuanto más lo intentaba, más se le escapa. Aquello parecía que le hubiese pasado a otro, en otra vida.
—Vaya. El recuerdo es borroso, pero sí… Estabas allí. Has perdido el acento, por eso no caía. Me sorprende verte con vida, Mavidi. Creía que ninguno de vosotros sobrevivió.
—Solo yo. Y tú, supongo. Pero eso no me sorprende tanto.
No le dio más conversación el resto del camino. Dieron varias vueltas con el coche, sin duda más de las necesarias, hasta que el conductor se decidió a cruzar el puente de Theodore Roosevelt sobre Little Island pasando de nuevo sobre el Río Potomac en dirección al Condado de Arlington. El coche paró frente un hotel de dos estrellas, muy cerca del célebre Cementerio Nacional de Arlington.
—Esta es tu parada. Tienes una reserva de hotel a tu nombre, volveremos a por ti enseguida. Tenemos que preparar el encuentro.
—¿El encuentro? Esto es ridículo, Mavidi. Hatim Saad está paranoico si de verdad cree que este nivel de seguridad está justificado.
—Por favor, ten un poco de paciencia.
—Os daré unas horas, luego me iré. No he venido hasta aquí para esto, házselo saber. Y si estáis trabajando para la CIA o me habéis mentido de cualquier otra forma, me encargaré de daros caza. ¿Lo has entendido?
Nzinga Mavidi asintió rápido un par de veces, con la boca entreabierta. Por un instante parecía otra vez un niño aterrorizado por su tiránico general. De eso sí se acordaba Eli, de la forma en que trataba a aquellos críos, no mucho más pequeños que él mismo por aquel entonces. Sintió cierta satisfacción al comprobar que el miedo inculcado a tan temprana edad todavía existía en algún rincón recóndito de la mente de aquel adulto. Seguía frustrado por la situación, pero era un pequeño consuelo.
Salió del coche y subió a su habitación de hotel con ganas de destrozar algo. Presentía que en el mejor de los casos no se valoraba su tiempo, y en el peor estaban jugando con él. Se contuvo, y con el inmobiliario intacto se echó sobre la cama. «Más vale que la información de Hatim valga la pena», se dijo, armándose de paciencia. Pidió algo de cenar al servicio de habitaciones, unas costillas de cerdo con teriyaki, especialidad de la casa. Le sentó bien. Se guardó el cuchillo bajo el pantalón.
Pasó toda la tarde en su habitación. Estuvo tentado varias veces de largarse de allí. Sería fácil volver directo al aeropuerto y olvidarse de todo este incidente. Pero no podía. Existía un misterio rondándole desde que salió de Iraq, un martilleo palpitante en el reverso de su cabeza, siempre presente. Quizás Hatim tuviese la respuesta a esa pregunta que no conocía. Tenía que intentarlo.
Ya era de madrugada cuando el propietario del establecimiento avisó de que le estaban esperando. Temiendo que todo fuese una elaborada trampa, Eli no había pegado ojo. Abajo, Nzinga aguardaba con un coche completamente distinto, un turismo mucho más modesto que el anterior. Eli se montó en el asiento de atrás. Esta vez condujo el propio Mavidi.
—Disculpa la espera. Ya está todo listo.
—Dime ahora mismo dónde vamos. De tu respuesta dependerá si te “disculpo” o no.
—Claro. Vamos al cementerio. Allí tendrá lugar la reunión.
¿El cementerio? En otras circunstancias lo habría considerado una amenaza velada, pero Hatim se había tomado demasiadas molestias. No querría hablar para luego enterrarle vivo. O al menos esperaba que no.
—Con tantos preparativos habéis perdido la noción del tiempo. Son las seis de la mañana. Estará cerrado.
—No para nosotros —respondió Mavidi con media sonrisa.
Una densa niebla bloqueaba la poca luz que se atrevía a bañar aquel lugar, dándole un aspecto más tétrico de lo habitual. Tal como dijo Nzinga, las puertas del vallado se abrieron de par en par a su paso. Nzinga saludó con un gesto de cabeza a los dos hombres que las custodiaban. Igual que Mavidi, aunque vestían de paisano su forma de moverse desprendía disciplina militar. El coche recorrió las interminables hileras de blancas lápidas hasta detenerse en una de las filas, en apariencia idéntica a las demás.
—Es aquí. Está al final de esa fila. Ha sido… interesante volver a verte.
Eli salió del coche. Se agachó un momento junto a la ventanilla.
—Recuerda, Mavidi. Os daré caza si algo no me gusta.
Lívido, Mavidi volvió a asentir, arrancó y se perdió en la bruma. Eli se volvió y avanzó pisando el césped húmedo del rocío. No podía distinguir nada más allá de tres o cuatro metros al frente, y lo único que veía eran más y más lápidas. En un punto determinado el césped terminaba y lo sustituía un campo de lirios blancos que lo cubrían todo. La hilera de tumbas continuaba, imperturbable al cambio de vegetación. Eli avanzó un poco más. Entonces una figura se intuyó en la niebla, un hombre de perfil, con la cabeza inclinada hacia la tumba que tenía en frente. Eli no podía leer a quién estaba dedicada, pero la visión de esa lápida en particular provocaba en él una inexplicable melancolía. Cuando se acercó más la niebla se disipó un poco, y con ella toda duda. Aquel hombre no era Hatim Saad. Era…
—¿¡Padre!?
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