- Gratias tibi agimus, Domine, Sancte Pater... – la voz del abad cantaba tibia y suave sobre las cabezas de la asamblea. Cada domingo, a la luz de las velas, el rostro de Airennán el Sabio se transfiguraba: una sonrisa serena en sus labios siempre temblorosos, un brillo dorado en sus ojos marrones. También su voz se sentía ajena, como si un ángel hablara por los labios del abad tartamudo. Colum sonrió a su vez, compasivo. Sabía que, cuando lo viera en el comedor, Airennán sería de nuevo el de siempre: un barril humano pesado y sudoroso, con cuello de toro y manos de herrero, dolorosamente incómodo con el cargo al que lo había encumbrado la Divina Providencia. – ... in omnia saecula saeculorum. Amen.
El diácono se paró delante del altar y tronó, como un toque de trompeta.
- Missa acta est. Ite in pace.
Terminada la celebración, el grupo colorido y luminoso de los sacerdotes se retiró con paso solemne, cubiertos por el canto de los monjes. Colum estaba en primera fila, donde Échtgus lo había instalado hacía varios meses al darse cuenta de que tenía buena voz. Pero, al modular los versos del himno a la Virgen Madre, Colum tenía los ojos y el corazón fijos en la procesión de los hermanos. Esperaba con ansias divisar la cabeza rubia y alta de Rónán, a quien le había perdido el rastro poco después del fin de su aventura, hacía dos días. Pero cuando el último de los monjes, un novicio pelirrojo, se arrodilló delante del altar y se giró hacia la puerta, Colum saboreó su propia decepción. Rónán no estaba allí. Distraído, se apoyó en su tobillo herido y sintió una puntada de dolor subir por su pierna. Quería volver a sentarse y, cuando llegó su turno, apuró el paso para salir de la iglesia.
Del otro lado del umbral, el sol había salido y el mundo brillaba con los colores alegres del verano. Después del largo encierro de la Misa, con su mezcla olorosa de incienso y cera y sudor, Colum le dio la bienvenida al aire frío del exterior. Ahí estaban las familias de los laicos: algunos se acercaban a pedir la bendición de los sacerdotes y otros conversaban en pequeños grupos antes de emprender el camino de regreso a sus hogares. El novicio buscó con la mirada a su madre y a su hermanito, pero algo lo interrumpió de improviso.
- Joven Colum – escuchó a sus espaldas. Era una voz conocida, pero nunca dejaba de darle escalofríos –. Me preguntaba si podríamos hablar en privado tú y yo.
Los ojos negros de Máel Dub lo miraban fijamente, sin parpadear. A pesar de su baja estatura y su singular fealdad, el anmcharae imponía respeto. Apoyado en su bastón, se inclinaba un poco hacia adelante, y a Colum siempre le parecía como si estuviera a punto se abalanzarse sobre él, listo para abrirle el cráneo y arrancarle sus secretos por la fuerza.
- Desde luego, Máel Dub – respondió, haciendo acopio de valor –. Pero la verdad es que mi tobillo aún duele bastante, y quisiera sentarme un momento. ¿Podemos hablar después del desayuno?
- Ah, sí... Me enteré de tu pequeño accidente. Pero un poco de dolor no le hace mal a nadie, joven Colum. Y nunca sobra, si se ofrece por la redención de las almas – replicó Máel Dub, con una sonrisa insincera.
- Sí, pero además quería ver a mi familia... – musitó –. Mi madre, mi hermano...
- “Quien ama más a su padre o a su madre que a Mí, no es digno de mí,” dice el Señor – replicó velozmente el anmcharae, que ya no sonreía –. Y también dice: “¿Quienes son acaso mi madre y mis hermanos? Estos son: quienes hacen la voluntad de mi Padre.” ¿No temes que estos lazos mundanos arrastren tu alma al Abismo?
Colum disimuló su rabia y asintió, obsecuente.
- No, santo anmcharae... Hablé sin pensar. Ruego tu perdón.
- Es el perdón de Dios que debemos esforzarnos en ganar, joven Colum. Ayuna mañana hasta la hora Sexta, para compensar por este pequeño desliz – Máel Dub se inclinó aún más hacia él, amenazante –. Verás... El joven Rónán me contó los detalles de su... aventura.
Colum se ensombreció. Desde luego que el bueno de Rónán se lo iba a contar todo a Máel Dub, pero de igual forma... Colum no podía dejar de sentirlo como una traición. No tenía derecho, lo sabía. No estaba bien que lo resintiera. Las cosas no eran así en Tamlacht. Pero Colum había guardado ese recuerdo en su alma como al interior un precioso relicario; esas horas pasadas juntos, a solas, en el bosque... ¿Por qué tenía que haberlas compartido con Máel Dub? Colum sintió la urgencia de dar un paso atrás, asqueado por la mirada inquisitiva del monje. Quiso cubrirse con los brazos, como para protegerse de aquella presencia invasora, pero no lo hizo. Pensó muy bien qué diría a continuación: el astuto Máel Dub no le había hecho ninguna pregunta, y seguramente estaba esperando que soltara algo incriminatorio.
- ¿Y hay algo más que quisieras saber al respecto, santo anmcharae?
- Rónán me ha dicho que vieron algo extraño, en un síd pasado Cnocc Lecca... Dice que se encontraron con dos demonios. Que los atacaron, y que él los ahuyentó con la plegaria de San Miguel. ¿Tienes algo que decir al respecto?
Al muchacho se le aceleró el corazón. ¿Qué debía responder? Tenía que pensar de prisa. No había visto a Rónán en dos días, ni siquiera durante en la Misa. Eso sólo podía querer decir una cosa: Máel Dub le había impuesto una penitencia severa después de escuchar su relato. Pero, ¿por qué? No habían hecho nada malo. En realidad, Rónán se había portado como un monje ejemplar y, posiblemente, había conjurado a las áes síde con su oración. La explicación era obvia: Máel Dub pensaba que Rónán estaba mintiendo. Tenía sentido... Como muchos otros monjes, el anmcharae despreciaba las leyendas antiguas. De pronto, recordó una vez en lo había escuchado decir “Los demonios están entre nosotros, asechándonos. No habitan las colinas solitarias ni los bosques ni las ruinas, sino nuestros dormitorios, nuestras cocinas y nuestros talleres. Si el botín que codician son nuestras almas inmortales, ¿qué sentido tendría que merodearan en el yermo?”
- No sé... – empezó a articular, sin saber exactamente qué iba a decir. Por fortuna, una voz a sus espaldas lo interrumpió.
- Ah, Máel Dub... Aquí estabas – dijo Óengus, acercándose a ellos con paso tranquilo y una canasta bajo el brazo –. El prior quiere verte, hermano. Parece ser un asunto importante.
- ¿Y donde se supone que encuentre al padre Échtgus, venerable anciano? – preguntó el anmcharae, que escondía mal su disgusto.
- ¡Cómo adivinarlo! – una sonrisa iluminó las facciones finas y armoniosas del monje –. Ya lo conoces: nunca se está quieto. Pero si yo fuera tú, empezaría a buscarlo ya mismo. La última vez, iba de camino a las cocinas.
Máel Dub vaciló un instante, paseando sus ojos entre el anciano y el oblato. Luego, derrotado, se despidió con una venia y se retiró, pero no sin antes decir entre dientes:
- Retomaremos nuestra conversación más tarde, joven Colum. Sé cuánto te importa nuestro querido Rónán.
Con un nudo en la garganta, Colum lo vio alejarse. ¿Por qué había dicho eso? Máel Dub era como un sabueso: si su fino olfato había cogido el rastro de su secreto, estaba perdido. No quería ni pensar en las consecuencias.
- Eso lo tendrá ocupado un buen rato – murmuró el “anciano,” complacido. En realidad, Óengus no era viejo, y el título iba mal con su temperamento desenfadado y sus movimientos gráciles. Sin embargo, era uno de los monjes más venerados de Tamlacht, y su autoridad venía sólo después de la del abad y el prior –. Predigo que no estará contento al final – abrió grandes los ojos grises y miró a Colum con una expresión traviesa –: la verdad es que Échtgus salió esta mañana en dirección a Cluain Dolcáin. No volverá a Tamlacht hasta pasadas las Vísperas.
- ¿Le mentiste entonces? – adivinó Colum, disfrutando la complicidad con quien era su favorito entre los superiores.
- No del todo. Échtgus siempre tiene una tarea lista para todo el mundo: no me cabe duda que hallará una para nuestro santo anmcharae en cuanto se encuentren. Y si no, pues... le diré a Máel Dub que este anciano estaba probando su humildad. Eso debiera gustarle, ¿no lo crees?
-¡No! – rio Colum, triunfante, y Óengus rio en voz baja junto a él –. Pero, ¿por qué lo hiciste?
- ¡Porque se hace tarde para nuestra visita a las hermanas, desde luego! – explicó Óengus, y luego añadió jocoso –. Bien sabes que, según la regla, no puedo ir solo. ¡Alguien tiene que vigilarme!
Con la misteriosa ausencia de Rónán, su tobillo adolorido y la emboscada de Máel Dub, Colum había olvidado completamente la entrañable tarea que Óengus le venía confiando desde el fin de la Cuaresma de Pentecostés. Cada domingo, caminaban juntos hacia la iglesia de las monjas, donde Óengus celebraba misa y predicaba para la pequeña comunidad de la madre Fidelma del otro lado del Bothra. En lo que a su rutina se refería, era el momento favorito de cada semana para Colum: no solo podía compartir unas horas con el sabio y gentil Óengus, sino que le daba oportunidad de ver a Cíara.
- Nada me haría más feliz, padre Óengus... – dijo el chico, con una sensación agridulce en la boca –, pero me torcí el tobillo en el bosque, y el hermano Éoin dijo que necesitaba dejarlo reposar unos días para que pueda sanar.
- Ah vamos, Colum... No quiero contradecir al bueno de Éoin, pero, a tu edad, el cuerpo se compone muy de prisa – Óengus le puso la mano sobre el hombro –. Seguro que ya no te duele... ¿verdad?
Tímidamente, el muchacho apoyó su pie izquierdo sobre la hierba y cargó su peso en el tobillo que, momentos antes, lo había estado molestando. Y, tal como había dicho el anciano, el dolor había desaparecido por completo.
- ¿Cómo...?
- ¿Vamos? – lo interrumpió Óengus, sonriente –. La madre Fidelma prometió conversar conmigo un rato después de la misa. Quiero preguntarle algunas cosas acerca de Santa Samthan, a quien conoció bien. Ya sabes... para mi libro – sus dedos largos acariciaron los bordes de unas hojas de pergamino que llevaba en la canasta.
Caminaron en silencio un trecho. Cuando habían dejado bastante atrás la empalizada exterior del monasterio, Óengus volvió a quebrar el silencio.
- Quiero ser honesto contigo, Colum. Perdóname la indiscreción, pero escuché algo de tu conversación con Máel Dub... ¿Es cierto lo que dijo? ¿Rónán y tú vieron algo extraño en el bosque?
- Sí, pero no sé qué fue – se sinceró Colum sin pensarlo dos veces.
- ¿Qué crees tú? – inquirió el anciano, con la vista fija en el sendero que discurría entre la hierba alta.
-... Áes síde – contestó dubitativo. No era algo de lo que se hablara a menudo en la comunidad –. Es decir, no eran humanos. Y los encontramos en un síd, del otro lado del Pequeño Bothra.
- ¿Qué hacían ustedes ahí?
- Escuchamos un alarido, y fuimos a ver de qué se trataba. Pensamos que podía haber una mujer herida; alguna pobre alma capturada por bandoleros.
- ¿Pudieron seguir los gritos hasta el lugar? ¿Tan lejos en la espesura?
- No... Los gritos se detuvieron, pero de alguna forma pudimos dar con el síd. No sé cómo explicarlo.
- Comprendo... – dijo Óengus, meditativo.
- ¿Me crees?
- ¿Creo que dices la verdad, según tu consciencia? Sí. ¿Creo que viste algo, y creo que lo interpretaste según tus conocimientos y tus creencias? Sí – respondió el anciano, pero como vio que Colum se veía decepcionado con su evasiva, continuó –. ¿Creo que allá afuera hay algo más que hombres y ángeles y demonios?... Pues la verdad es que sí. También lo creo, y tengo buenas razones. Tampoco soy el único, a pesar de las apariencias.
- Pues Máel Dub no es de la misma opinión.
- Máel Dub sólo cree en lo que puede entender, en lo que puede abarcar con su mente. Por eso a veces me pregunto si cree en Dios – soltó Óengus. Luego miró a Colum, muy serio –. Como sea, debes tener cuidado, Colum. Es mejor que mantengan su historia en secreto de ahora en adelante.
- ¿Crees que Rónán se encuentre bien? – inquirió Colum, consciente del riesgo que corría al expresar su preocupación –. El anmcharae es muy duro con él.
- En efecto, así es. Rónán se ha entregado a su autoridad, y Máel Dub lo tiene bien sometido. Aunque un buen anmcharae puede ser una bendición, uno malo puede causar daño irreparable, sobre todo en un alma solitaria y sensible – explicó el anciano –. El cuerpo de Rónán es fuerte: los ayunos y las vigilias no lo quebrarán. En ese respecto, no debes preocuparte. Su alma, en cambio, es delicada y frágil. Por eso es importante que te quedes cerca de él, Colum: hazlo reír, canta para él... Haz que vea su propio valor – Óengus le sonreía mientras saltaba sobre las piedras del vado –. ¿De acuerdo?
- ¡De acuerdo! – exclamó Colum, jubiloso. De algún modo, le consolaba pensar que el sabio Óengus se daba cuenta de su amor por Rónán, y que lo valoraba al punto de encargarle algo así. Desde luego, Colum no amaba a Rónán como se suponía que uno amara a su prójimo: su amor estaba manchado de deseo, oscurecido por la pesadez de la carne mortal. Pero era amor, al fin y al cabo. Había algo puro bajo el barro, y eso era todo lo que los ojos limpios de Óengus percibían.
Comments (1)
See all