- Hoy no pude ver a mamá – dijo, mientras seguía distraído los pasos de Cíara.
- Seguro está bien, Colum – replicó su hermana, empinándose para examinar de cerca una manzana roja. Estaban solos los dos en el pequeño vergel de las monjas: Óengus y la abadesa se habían retirado para platicar a solas, y las demás hermanas habían regresado a sus tareas matutinas –. Mientras tenga a Laisrén a su lado.
- Sí, pero, ¿sabes que todavía nos quiere, verdad? – Colum buscó el rostro de Cíara entre el follaje bajo. Un mechón de cabello rojo sobresalía por debajo del velo que le cubría la cabeza –. Somos sus hijos, después de todo.
- Si tú lo dices... – Cíara apenas le prestaba atención. Cuando el silencio estaba a punto de volverse incómodo, la novicia volvió a hablar –. ¿Y a Fergus? ¿También lo quiere, en tu opinión?
Colum sabía qué esperar de su hermana. Cíara podía ser muy dura, y rara vez lo disimulaba.
- Eso... eso no lo sé – dijo al fin, con una nota de dolor en la voz –. Tal vez sí, pero no debiera. Fergus nos abandonó.
- Pero también es su hijo, ¿o no? – de un salto, Cíara bajó de la escalera y se plantó delante de su hermano –. Y es nuestro hermano. Y es un hijo del Dios Vivo. ¿O no? – Colum se quedó mudo, y Cíara sonrió triunfante. Se puso la escalera bajo el brazo y avanzó hacia el siguiente manzano –. Si vas a venir cada Domingo, tendrás que pensar en otros temas de conversación.
- ¿Como cuáles?
- ¿Y cómo voy a saberlo yo? Toma un libro y lee, para variar. Airennán tiene los mejores... Yo, por mi parte, me mantengo muy ocupada. Ahora la madre Fidelma me puso a cargo de la enfermería. Brónach ya está muy vieja y no ve casi nada.
- ¡Son buenas noticias! – la celebró su hermano menor.
- Eso creo. Estoy ansiosa por aprender, pero apenas me queda tiempo para respirar durante el día. Ya llevo el inventario de la cocina, me encargo del huerto y los frutales, custodio los libros, y ahora tengo la enfermería. Tengo que rezar los salmos mientras trabajo. En realidad me gustaría que alguna de estas holgazanas me quitara algo de peso de los hombros, porque así no consigo estudiar.
- Es la vida que elegiste, Cíara...
- Pues no había mucho de dónde elegir, ¿sabes? – Cíara lo miró con expresión severa –. Sujétame la escalera, que tengo que empinarme un poco más... Puedo decirte esto: elegí una vida diferente de la Éithne. Eso elegí. Una vida que no estuviera sujeta a un marido estúpido y voluble, cuya vanidad me dejara prisionera, aún después de su muerte, para pagar sus deudas – una manzana agusanada cayó al suelo –. Una vida que no girara en torno al parto y la crianza tampoco.
- ¿Crees que es una mala vida, la de mamá?
- ¿Alguna vez la has visto sonreír de verdad, Colum? Como una mujer adulta, digo. Por sí misma, para sí misma. ¿No? Pues yo tampoco. Ahora dime, ¿es esa una buena vida? ¿La elegirías para ti?
- Es una vida honesta... – replicó Colum, vacilante. Pero ya se sabía derrotado.
- No fue eso lo que te pregunté, ¿o sí? – arremetió Cíara de vuelta –. No tienes por que contestarme. La respuesta es no. Crees que es una buena vida para ella porque Éithne te parece pequeña, y crees que debiera estar conforme.
El muchacho se apoyó en el tronco de un árbol, en silencio. Cíara tenía razón, desde luego. Siempre la tenía. Pero la inteligencia avasalladora de su hermana a menudo pasaba cosas por alto, y dejaba estragos en su camino. ¿Acaso Cíara se había olvidado de que tampoco él había elegido? La mayor parte del tiempo, Colum conseguía ignorarlo, pero esa era la verdad. Era un oblato: su madre lo había entregado al monasterio como una ofrenda. Flann, su padre, había muerto sin completar la penitencia que le habían impuesto después de pasar cinco años entre los impíos, al servicio del viejo rey, y San Máel Ruain les había dicho que, para liberar su alma del infierno, su familia debía terminar de pagar el rescate: su esposa debía consagrar su viudez, y uno de sus hijos varones debía ofrecerse en cuerpo y alma, para siempre, al servicio del Dios Vivo. Para entonces Fergus ya se había ido, y Laisrén apenas estaba aprendiendo a hablar. La carga había recaído sobre Colum, y no recordaba que nadie le hubiera dado una opción. Se sentó en la hierba, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Cíara se le acercó y se arrodilló a su lado.
- Colum... mírame – escuchó que le decía. Tomó su rostro con ambas manos, y lo obligó a levantar la vista hacia ella. Cíara le sonreía dulcemente –. Tampoco tú debieras conformarte, ¿sabes?
*
Óengus y Colum rezaron Nona y Vísperas con las hermanas, y emprendieron el camino al tiempo que aparecían las primeras estrellas sobre la gran planicie del Ruirthech. El anciano caminaba a trancos largos, alegremente.
- Te ves feliz – comentó el oblato, con el corazón más ligero.
- ¡En efecto! La madre Fidelma me contó muchas cosas que ignoraba acerca de Santa Samthan y San Ferdáchrích, los maestros de San Máel Ruain – celebró Óengus –. No puedo esperar a ponerlo todo en orden. Seguramente, me quedaré en vela después de Completas.
- También yo. Hoy me toca la oración nocturna en la capilla. Lo bueno es que podré dormir toda la mañana... – empezó a decir Colum, pero Óengus se detuvo de golpe. Los ojos grises del anciano estaban fijos en dos figuras a caballo que se dirigían rápidamente hacia la empalizada de Tamlacht –. ¿Guerreros? ¿De Liamain?
- Apresurémonos, Colum... – dijo Óengus, sombrío.
Llegaron a la entrada del monasterio justo a tiempo para interceptar a los forasteros. Colum se quedó atrás mientras Óengus salía a su encuentro, para mirarlos con atención. Los dos extraños montaban poderosos corceles blancos, con bridas de cuero rojo trenzado. Iban cubiertos con ricas capas azules, cerradas sobre el hombro con broches de metal. Al ver al anciano, se quitaron las capuchas: un viejo de buena estatura y barba blanquísima, y un muchacho de cabello negro y expresión severa.
- Art Lánchride... – saludó Óengus al viejo. En la voz de su compañero, Colum creyó adivinar el estupor –. Bienvenido a Tamlacht. Ha pasado mucho tiempo.
- Si tú lo dices, Óenguso macu Óengoba – replicó el viajero, sin inmutar la expresión de su rostro orgulloso. Había algo raro en su acento, y en la forma en que pronunciaba las palabras –. Busco a tu señor, Máel Ruadani.
- Noble Art,... mi padre Máel Ruain partió desde mundo hace ya tres años – contestó Óengus, en un murmullo. ¿Aquel hombre buscaba a San Maél Ruain? ¿No se había enterado acaso de su muerte? ¡Toda Éire había llorado su pérdida! –. Sus restos descansan en nuestro cementerio, si quisieras visitarlo
El viejo tiró suavemente de las riendas, y miró de reojo al chico que lo acompañaba. Después de una pausa, continuó:
- Son noticias tristes en verdad... Pero tal vez su heredero esté dispuesto a honrar antiguas promesas.
- Airennán el Sabio tiene el pesado honor de ocupar su lugar. Por favor, deja que te conduzca a su presencia. Colum, hazte cargo de sus animales.
El viejo asintió y descabalgó ágilmente. Le pasó las bridas a Colum sin dirigirle la mirada, y le habló en voz baja al muchacho que lo acompañaba. Este vaciló un instante, pero finalmente desmontó también. Cuando se acercó a la luz de las antorchas de la empalizada para entregarle a Colum el mando de su caballo, el joven oblato pudo verlo un poco mejor. Su cabello era liso y tan oscuro como el plumaje de un cuervo. Llevaba una túnica sin mangas de seda color azafrán; sus brazos descubiertos eran fuertes y bien formados, aunque no demasiado robustos. Pero cuando sus miradas se cruzaron, fueron sus ojos que captaron la atención de Colum. Al principio creyó que eran marrones, pero luego cayó en cuenta de que en verdad eran rojos como la sangre.
- Cuídalo bien, por favor... – dijo el muchacho, con voz triste, al tiempo que seguía a Óengus y Art a través de la empalizada.
Cuando se quedó solo, Colum se apresuró a disponer de los corceles. Los llevó al establo, donde las bestias albas superaban por mucho la estatura de los pobres caballos de tiro del monasterio. Se aseguró de que tuvieran agua y heno en abundancia. Al salir, buscó con la mirada entre las celdas de los monjes: no había rastro de los recién llegados, que seguro se hallaban ya en los aposentos del abad. Lo picaba la curiosidad, pero no había caso. Soltó un suspiro, y se dispuso a retomar la rutina de la noche. Se unió a los demás en el comedor para la cena, sin poder ponerle atención a la lectura del Evangelio. Cuando hubieron terminado, llevó la escudilla vacía a la cocina y se encaminó a la iglesia con paso renuente. Había sido un día largo y cansado: quería irse a dormir pronto. Tal vez, al día siguiente, podría ver a Rónán en el comedor. Tal vez conseguiría sentarse a su lado. Tal vez, las palabras de Cíara habrían dejado de penarlo para entonces... Y tal vez se enteraría de algo más acerca de los misteriosos forasteros. Pero antes, debía hacer su vigilia hasta la hora de los Nocturnos.
En el umbral de la iglesia, se hizo la señal de la cruz sobre la frente, los labios y el pecho. Habían encendido los cirios del altar desnudo. Sobre la pared del fondo colgaba una cruz de madera pintada, con la imagen del Salvador moribundo que lo miraba compasivo. Suspiró, resignado: después de todo, era su turno para velar sobre el sueño de los demás, rezando los salmos protectores que mantendrían la comunidad a salvo durante las horas de la oscuridad. No se suponía que lo hiciera solo: debían haberle designado un compañero, pero no había nadie más en la iglesia. Se acercó al altar, se postró en tierra y dejó que su frente tocara las lozas de piedra.
- Deus, in adiutorium meum intende – murmuró. “Dios, ven en mi auxilio.” En el silencio de la iglesia, su mente siguió adelante, pero abandonó en seguida las palabras del salmo: “Dame paz, Señor. Dale paz a mi corazón rebelde, que no quiere alegrarse con los dones que le has dado entre Tus elegidos.” ¿Cómo podía dirigirse así a Él? Sus pecados eran tantos... Los ojos penetrantes de Máel Dub lo miraban en la oscuridad de su alma, acusándolo: “Sé cuánto te importa nuestro querido Rónán,” repetía su voz pastosa. Colum, avergonzado, retomó su plegaria: “Señor, ¿por qué no puedo ser como los demás? ¿Por qué no puede bastarme lo que le basta a los demás?” Una imagen se formó en su mente: estaba de regreso en el bosque a orillas del Dothra, y Rónán estaba con él. Ambos llevaban ropas de colores: hermosas capas, como las de los forasteros. No estaban trabajando. Miraban juntos la corriente cristalina que cantaba sobre los rápidos. Rónán tomaba su mano, y apoyaba la cabeza sobre su hombro. Casi podía oler el perfume de su cabello rubio. Hacia frío en la iglesia desierta, pero su corazón se sentía tibio como el verano. “Incluso aquí, en Tu presencia... ¿Por qué tienes que someterme así a tentación?” susurró, con amargura. “¿Acaso quieres verme fallar?”
- ¿Colum? – lo llamó una voz. Era Rónán.
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