- ¡Rónán! – exclamó Colum. Su corazón había dado un vuelco al notar la presencia del novicio. Tomado por sorpresa, se esforzó por disimular una sonrisa, aunque era difícil que Rónán la viera en la penumbra de la iglesia –. No sabía que también era tu turno de hacer la vigilia nocturna... –. Asumiendo un tono irónico, agregó: - ¡Y llegas tarde de nuevo! ¿Cuál es tu excusa esta vez?
Su compañero se acercó sin responder. La luz de los cirios no iluminaba su rostro. Nervioso, Colum lo vio avanzar lentamente en dirección al altar. Al arrodillarse, Rónán se dejó caer y sus rodillas se azotaron contra las lozas del piso. Levantó los brazos con dificultad, como si le pesaran.
- Deus, in adiutorium meum intende – murmuró ausente –. Domine... ad adiuvandum me festina –. El rostro de Rónán estaba pálido como la cera. Los mechones de cabello rubio se le habían pegado a la frente, como si hubiera estado sudando. Tenía los párpados amoratados y los labios partidos –. Gloria Patri,... et Filio, et Spiritui Sancto – rezaba en un gemido, sin fuerza ni color en la voz–. Sicut erat in principio, et nunc... – masculló, pero las palabras se ahogaron en fría penumbra. Sus labios seguían moviéndose.
- ¿Rónán...? – lo llamó Colum. En el silencio absoluto de la noche, creía poder escuchar el corazón del muchacho que palpitaba agitado. ¿Estaría enfermo? –. ¿Rónán, estás bien? ¿Rónán? – subió la voz.
- Beati immaculati in via, qui ambulant in lege Domini – escupió el novicio, volviendo en sí. Abrió los ojos, hinchados y enrojecidos, y los clavó en la imagen del crucificado–. Beati qui scrutantur... testimonia eius; in toto corde exquirunt... eum.
Los brazos le temblaban. La capa de lana cayó de los hombros, pero él pareció no darse cuenta: seguía rezando los versos del salmo, entre gemidos y balbuceos. Colum reparó entonces en las rodillas del fornido novicio: el borde del hábito estaba manchado de rojo.
- Rónán, ¡estás sangrando! – Se puse de pie de prisa y se acercó a él. Pero cuando le tocó la espalda, Rónán se estremeció e interrumpió su dolorosa plegaria. Colum retrocedió un paso; se miró primero los dedos, y luego los hombros de Rónán al tiempo que un escalofrío le cortaba el aliento. También allí la tela estaba empapada de sangre –. ¡Rónán! ¡Qué es esto!
- Non enim qui operantur... iniquitatem in viis eius ambulaverunt...
- ¡Responde, Rónán! ¡Rónán! – exclamó, ofuscado. Con los ojos clavados en el ícono sufriente, Rónán no podía oírlo. Colum se puso de rodillas delante del chico, lo obligó a bajar los brazos y tomó las manos callosas del hermoso Rónán entre las suyas –. Rónán, debes detenerte, te lo ruego. Háblame.
- Tu mandasti mandata tua... – Los ojos ausentes del novicio se clavaron en los de él, y sus pupilas se encogieron. Con un movimiento brusco, intentó empujar a Colum para librarse de sus manos, pero el esfuerzo acabó con su precario equilibrio. Cayó hacia un lado y Colum trató de sujetarlo –. ¡No! ¡Déjame! ¡Vade retro, Satana! – gimió, resistiéndose aún, pero apenas quedaba alguna fuerza en sus miembros –. ¡Vade retro! –. Con dolor y coraje, Colum le hizo frente a la rabia y al odio que ardían en los ojos de su adorado Rónán. Satana... Así lo había llamado. Satanás. Sintió una amargura horrible en el paladar y por un instante creyó que rompería en llanto. Pero sus brazos no soltaron a Rónán, y sus ojos no le esquivaron la mirada –. ¡Satana! – gritó de nuevo. No. Aquello no era rabia, sino un miedo abismal, violento y desesperado como una bestia mal herida. ¿Qué podía causarle a Rónán tanto pavor? Colum apretó los dientes y se prometió a sí mismo que resistiría. En ese instante, sin aviso, el cuerpo de Rónán cedió completamente. Con los ojos en blanco, su cabeza cayó pesadamente hacia atrás.
- ¡Rónán! ¡Rónán! – lo llamó, pero no había caso. Había perdido el sentido. Con cuidado, Colum lo recostó sobre las lozas frías del pavimento, cuidando de que no se golpeara la cabeza. El chico respiraba agitado –. Rónán, por el Dios Vivo... ¿Qué te ocurrió? – La respuesta le llegó como un puñetazo: la sangre en sus rodillas y en su espalda... – Máel Dub... – murmuró. Su mente ansiosa imaginó a Rónán en alguna celda alejada y oscura, arrodillado, sangrando dolorosamente sobre piedras afiladas o cáscaras de nuez, rezando sin parar, en el límite de sus fuerzas reducidas por las vigilias y el severo ayuno. Y, detrás de él, la sombra del implacable anmcharae blandiendo el azote, abriendo surcos rojos en su espalda como un arado que hiende la tierra –. Ese hijo de puta... ¿Qué te ha hecho?
Su primer impulso fue correr a buscar ayuda. ¡Sólo podía imaginar lo que dirían Óengus o el abad al ver aquel desastre! Pero entonces sus ojos se fijaron en las dos manchas rojas delante del altar, donde el novicio se había arrodillado para rezar. Rónán, aturdido, había entrado a la capilla sin antes limpiarse, como mandaba la regla. Había sangrado en el santuario y, al hacerlo, había profanado el recinto más sagrado. Tal vez, si daba la voz de alerta, los superiores se escandalizarían del sacrilegio y le impondrían aun otra penitencia al pobre chico. Seguro a Óengus no le importaría demasiado, pero Échtgus, el prior, no lo dejaría pasar: su misión era ver que la regla de san Máel Ruain se cumpliera siempre y a cabalidad, sin excepción y sin contemplaciones. Y Airennán, el manso abad, aunque quisiera, no tendría la fuerza de voluntad necesaria para hacerle frente a su voluntarioso lugarteniente. No. Aquello no podía permitirlo. De un salto, se abalanzó sobre las tinajas de greda que contenían el agua para la purificación de los sacerdotes. Tomó un cucharón, lo llenó hasta el borde y se apresuró a acercárselo a los labios a Rónán.
- Vamos, despierta... – dijo en un susurro. Rónán no reaccionaba, y el líquido se derramaba por sus labios secos y su mentón. Colum miró de reojo el crucifijo y, sin pensarlo, murmuró –. Señor, te lo ruego... Haz que despierte.
Los labios de Rónán se abrieron y Colum sintió el movimiento de su garganta al tragar. El novicio tosió bruscamente, abrió los ojos e intentó incorporarse, asustado.
- ¡Colum...! – masculló –. ¿Qué... qué ocurrió? ¿Dónde estoy?
- Guarda silencio, ¿quieres? – le rogó Colum, sonriendo aliviado–. Estás en la iglesia. Llegaste como en trance, te pusiste a rezar y te desvaneciste. No me sorprende, de todas formas: estás hecho jirones y seguro no has comido nada en...
- Tres... Tres días – musitó Rónán.
- Eso no está bien. Tenemos que encontrar algo para que te eches a la boca ya mismo...
- ¡No! – protestó el chico, pero el esfuerzo lo volvió a tumbar sobre su espalda –. Es la penitencia del santo anmcharae...
- Ni me menciones a ese desquiciado de Máel Dub, Rónán – le reprochó Colum muy serio –. No puede hacerte esto. Te hace daño. – Al oblato le pareció que su compañero iba a protestar, así que se puso de pie antes de que pudiera decir nada más.
- ¿Dónde vas? Es muy tarde, Colum. Las cocinas estarán cerradas. ¿Vas a colarte a la fuerza? Te meterás en problemas.
- No lo haré, descuida – dijo, confiado. Se encaminó hacia la puerta de la iglesia, pero luego giró en dirección a un rincón sombrío y anónimo. Se arrodilló y tanteó las lozas del piso –. Tú llegaste a Tamlacht por tu cuenta hace tres años, ¿no es verdad? Este lugar tiene muchos secretos que ignoras, querido Rónán. Pero yo he vivido aquí desde que nací y conozco todos los recovecos... –. Cuando dio con la roca suelta que estaba buscando, metió los dedos por debajo y le dio un fuerte tirón. La loza se levantó y dejó al descubierto la entrada de un túnel oscuro –. Helo aquí. Mi hermano Fergus me lo mostró hace muchos años y casi lo había olvidado. Este subterráneo lo hizo construir San Máel Ruain, en los primeros años de Tamlacht, como refugio para los monjes en tiempos de guerra. Ahora lo ocupan para guardar provisiones. Seguro hallaré algo para ti... ¡No te muevas! Regreso en un parpadeo.
Colum se deslizó por la abertura y aterrizó en el piso húmedo del túnel. Conforme se internaba en las profundidades de la tierra, la luz de la iglesia iba quedando atrás y tenía que confiar en sus demás sentidos. El pasadizo era muy bajo y había que avanzar de rodillas. Con las yemas de los dedos iba tanteando los muros reforzados de piedra y el techo de lozas planas. A juzgar por las telarañas, nadie había perturbado la quietud del escondite en varios meses. De pronto, chocó con algo y se detuvo. Sus manos palparon varios recipientes de arcilla con tapas de madera encerada. Se sentó en el piso y abrió el primero: carne salada. Tras probar un bocado para asegurarse de que estuviera en buen estado, se puso la vasija bajo el brazo y se dispuso a volver a la superficie, pero su pie golpeó algo más en la oscuridad. Algo que, al voltearse, produjo un tintineo cristalino. Colum examinó sus alrededores y su mano dio con un objeto frío, duro y suave. Era una botella. Curioso, le quitó el tapón y el perfume del vino llenó el subterráneo. El precioso néctar no se había producido en Éire desde hacía siglos: una vez al año, los monjes se lo compraban a mercaderes francos que recalaban en la bahía del Ruirthech, y estaba reservado para la celebración de los sagrados misterios. Por un instante, Colum pensó en volver a tapar la botella y dejarlo donde lo había hallado, pero una voz en su mente lo obligó a detenerse, recitando un verso de la escritura: Bibe cum gaudio vinum tuum. “Bebe tu vino con alegría”. Era un pasaje oscuro e insignificante... ¿Dónde lo había escuchado? Lo recordó al fin y reconoció la voz en su memoria: era su padre, Flann, quien repetía a menudo aquel alegre versículo. “Anda entonces: come dichoso de tu pan, y bebe tu vino con alegría, porque tus obras le agradan al Señor”. Había sido su favorito una vez, antes de su caída, y mucho antes de su humillante regreso a Tamlacht convertido en penitente.
- Seguiremos tu consejo, papá... – murmuró como para sí mismo –. No tenemos pan, pero al menos nos beberemos el vino.
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