De regreso en la iglesia, se sentó con las piernas cruzadas y le acercó a Rónán un poco de carne. El muchacho frunció el ceño e hizo ademán de rechazarlo, girando la cabeza.
- No te resistas y come de una buena vez – le dijo sin dejarse amilanar.
- El santo anmcharae me ordenó ayunar...
- Pues si sólo entiendes órdenes, te ordeno que te lo comas – insistió y le pegó la tira de carne salada a los labios –. Además, si alguna vez has leído la regla de san Máel Ruain, sabrás que no te pueden hacer ayunar un día domingo. Así que come o se lo diré a Échtgus y tu precioso Máel Dub estará en serios problemas.
Rónán, de mala gana, se dejó convencer. Tomó el alimento que Colum le ofrecía y se puso a masticarlo en silencio. Los colores le volvieron al rostro casi inmediatamente.
- Eso es. Está muy seco, lo sé, así que toma y bebe un poco de vino – añadió. Rónán ya no se hizo de rogar. Obediente, recibió la botella y echó un trago largo –. Eso es. Bien hecho.
Recuperada la calma, y por primera vez aquella noche, Colum volvió a sentir el característico aroma de Rónán, que le producía un agradable hormigueo justo debajo del corazón. Se apoyó contra la pared para quedar lado a lado con él y, sin decir nada, fijó la mirada en los cirios que brillaban sobre el altar.
- Gracias. – Escuchó decir a Rónán al fin.
- Por nada – replicó y también él echó un trago de la botella. El sabor intenso y dulce del vino lo hizo estremecerse un poco –. Después limpiaremos la sangre del santuario, devolveremos al subterráneo lo que tomé prestado y nadie sabrá lo que ocurrió.
- Debiéramos confesarlo. Profanación, robo, desobediencia al anmcharae...
- ¿Para qué? ¿Para que vuelva a azotarte, como si fueras un animal de tiro? Qué digo... nunca se ha visto que maltraten así a un caballo en este lugar.
- Porque los caballos son obedientes – musitó Rónán, con la voz apagada –. Mi cuerpo es rebelde. Debo domarlo, cueste lo que cueste.
Colum miró a Rónán. Los ojos verdes del chico, fijos en la oscuridad, brillaban llenos de inconmensurable tristeza. Casi sin darse cuenta, se acercó un poco, de tal forma que sus hombros se rozaron.
- ¿Y se puede saber qué te ha hecho tu cuerpo para que lo trates así?
- Lo que hacen los cuerpos... Me traiciona, a cada paso. Me atrapa, me hunde... Me arrastra al abismo. – Dos lágrimas grandes y gruesas se derramaron por las mejillas de Rónán sin que el fuerte muchacho intentara esconderlas. Al hablar, su voz era un gemido –. Iré al Infierno, Colum.
- ¿Te has vuelto loco, Rónán? – rio el oblato, inclinándose un poco para encontrar la mirada de su compañero –. ¡Eres el más virtuoso de todos los novicios!
- ¡Es mentira! – exclamó. Una ráfaga de viento se coló por debajo de la puerta, y las llamas del altar se encabritaron haciendo bailar las sombras –. Todo es mentira. Sólo Máel Dub conoce la verdad, y por eso me trata con dureza. Estoy... torcido, Colum. Deforme. Hay algo en mí que está podrido y, por más que lo intento, no consigo arrancármelo. Por eso vi lo que vi allá en el bosque, junto al síd... Los demonios no estaban afuera, sino dentro de mí. Por eso pudieron engañarme, haciéndome creer que los ahuyentaba con una oración... ¡Qué estúpido! ¡Como si fuera digno de invocar la protección de un arcángel! Como si el príncipe de las huestes celestiales fuera a prestarme oído a mí... A mí, que no dejo de revolcarme en mi propia mierda.
- Pues también yo los vi, Rónán – lo rebatió Colum –. Las áes síde. ¿Cómo explicas eso? Si estaban en tu interior, ¿cómo es que yo también los vi? La mujer de cabello dorado: oí sus gritos y la vi con mis propios ojos. El gigante de seis ojos, con cuernos como de carnero: lo vi y lo escuché rugir con estos mismos oídos que te oyen ahora. ¿Cómo lo explicas?
- Los misterios del Abismo son muchos, y no pretendo conocerlos – murmuró Rónán, lacónico, rehuyendo la mirada de Colum.
- ¡Basta ya, por el Dios Vivo! – exclamó el oblato, frustrado –. Admítelo: Máel Dub se equivocó. Y para que lo sepas: le conté a Óengus lo que vimos y él sí que nos cree. ¿Vas a dudar de la santidad y la sabiduría de Óengus Mac Óengoba, Rónán? ¿El compañero de Dios? ¿El discípulo amado de san Máel Ruain?
- ... no – admitió Rónán –. Pero no importa. Aunque Máel Dub se equivoque sobre los demonios del bosque, no se equivoca sobre los que viven en mí. Acéptalo, Colum. Estoy herido de muerte. Enfermo hasta la médula. Esta carne, este cuerpo mío, es una abominación. Lo odio y me odio por no poder dominarlo.
- Vamos... – gimió Colum, que ya no sabía qué más decir –. ¿Le hiciste daño a alguien, acaso? – Recordó su envidia de aquel día junto al río, cuando había imaginado a Rónán enredado con una chica –. ¿Le hiciste algo a alguna novicia? ¿Qué puede ser tan grave?
- No, no se trata de eso... – Rónán, desolado, abrazó sus rodillas y apoyó su frente sobre ellas –. Son mis sueños... Las imágenes en mi mente, día y noche. No se trata de lo que he hecho, sino de lo que quiero hacer. – El chico sollozaba quedamente. Colum apenas podía oírlo –. Si supieras, Colum... Si supieras, me odiarías. Si supieras lo que hago... contigo, en mis sueños.
Las palabras de Rónán resonaron en la mente de Colum como una campanada y una ola de calor le abrasó la piel. Sentía ligera la cabeza, como si se hubiera dado un golpe... ¿Había escuchado bien? Podía oír el rugido de su propia sangre corriendo veloz por sus venas, hormigueando en sus brazos y sus piernas. Preso de aquella emoción desbocada, Colum sintió cómo su cuerpo se impulsaba hacia adelante sin que él pudiera detenerlo. Se puso frente a Rónán, de rodillas, y lo tomó por los hombros para obligarlo a que lo mirara.
- Rónán, óyeme bien... – dijo. Tenía las mejillas ardiendo, pero su voz sonó más seria y más honesta que nunca –. Para mí, eres la persona más hermosa que habita bajo el cielo. Todos los días, desde que me levanto hasta que me acuesto, no dejo de buscarte con la mirada. Y cuando por fin te encuentro, cuando te veo... Sólo entonces estoy en paz. ¿Entiendes? Me entibias el corazón en lo más frío del invierno. Me haces sonreír cuando me agobia el trabajo... Con ver el sol brillar en tu pelo o en tus ojos, pues... me basta, Rónán –. Al detenerse para recuperar el aliento, advirtió que el hermoso muchacho lo miraba a los ojos, lleno de asombro. De improviso, cayó en cuenta de lo que estaba diciendo: estaba develando el más hondo de sus secretos. Con cada palabra que salía de sus labios, se desnudaba, se hacía vulnerable. Más aún, se ponía en grave peligro. Su confesión no era como la de Rónán: tal vez Rónán lo deseara, pero él... Quizás hubiera debido detenerse entonces, pero no había caso: rodaba cuesta abajo, como una roca en un precipicio, sin que nada pudiera detenerlo. Apretó los párpados y continuó: – Esa mañana, cuando me oíste cantar aquí en la iglesia, y dijiste que mi voz era como la de un ángel. Ese había sido el día más feliz de mi vida, ¿sabes? Cuando descubrí que algo en mí te gustaba...
- ¿... y ya no lo es? ¿Ya no es el día más feliz? – preguntó Rónán, vacilante. Su pregunta tomó a Colum por sorpresa y lo hizo sonreír, nervioso, con las mejillas ardiendo.
- No, ya no. Porque hace sólo dos noches me llevaste sobre tu espalda... Había soñado con abrazarte así, ¿sabes? Con tenerte así, tan cerca que pudiera sentir tu calor. Y nunca hubiera querido soltarte. Rónán, yo sé que mi opinión te importa muy poco, comparada con la de Máel Dub, pero tienes que escucharla. No estás deforme y no eres ninguna abominación. – La imagen de Óengus se formó en la mente de Colum: el santo anciano le había confiado la amistad de Rónán, para que contrarrestara el veneno de Máel Dub. Quizás en algún lugar de su alma era eso lo que habría deseado hacer. Pero ahora Colum era incapaz de separar lo puro de lo impuro: debía sacarlo afuera, barro y todo. La confesión de Rónán había arrasado con la frágil pátina que cubría sus deseos. No podía pensar en las consecuencias –. Por favor, te lo ruego: no dejes que Máel Dub te siga hiriendo así. No dejes que te humille y que te haga odiarte. Y si no puedes amarte a ti mismo, pues... tienes que saber esto: yo te amo, Rónán.
Colum oyó el sonido del viento que azotaba la puerta suavemente. Los ojos verdes de Rónán, muy abiertos, lo miraban inmutables. Tenía las mejillas ruborizadas, con marcas casi imperceptibles por donde habían corrido las lágrimas. Pero ya no estaba llorando. Tampoco sonreía. Colum se dio cuenta de que aquel extraño coraje que lo había animado hacía un instante había desaparecido por completo. Ahora su corazón latía de puro nerviosismo y miedo, contando los segundos interminables del silencio. El sudor se le helaba en las manos y en la frente. Como si hubiera vuelto a caer en trance, Rónán escondió la cara detrás de sus rodillas. ¿Qué había hecho...? Lo había arruinado todo. Ahora no querría volver a verlo jamás. Porque una cosa era confesar una debilidad, y otra muy diferente era declarar un amor impensable. “¡Estúpido!”, se maldijo, apretando en sus puños la tela del hábito. “¡Mil veces estúpido!”. Se puso de pie, se dio la vuelta y se alejó un poco. Reunió el poco valor que le quedaba y habló otra vez.
- Rónán... No tienes que decir nada, ¿sí? – musitó. Aunque le doliera, aunque le desgarrara el alma, quería que Rónán estuviera en paz –. Nunca repetiré lo que me dijiste hoy, te lo prometo. De hecho, haré como si nunca lo hubiera escuchado –. Era imposible, desde luego: aunque fuera sólo en sus sueños, Rónán lo deseaba. Nunca volvería a mirar su propio reflejo como antes... Pero qué más daba si podía fingir indiferencia, si mentir se le daba tan bien. Guardaría en secreto ese tesoro, lejos de los ojos del mundo, donde no pudiera avergonzar al chico que amaba –. Y en cuanto a lo que dije yo, pues... Olvídalo todo. No tengas miedo, te lo suplico. Si quieres, me mantendré alejado de ahora en adelante. De esa forma...
No pudo terminar de hablar. El perfume de Rónán lo envolvió primero; luego sintió sus brazos que lo rodeaban, y su pecho que presionaba contra su espalda. Colum ahogó un grito. Vio las manos del chico sobre su torso, aferradas con denuedo a los pliegues del hábito. Lo abrazaba con fuerza, como si fuera a romperle los huesos. Pero no era eso. De nuevo, igual que aquel día de su aventura en el bosque, sintió los latidos del corazón del hermoso muchacho, tan cerca del suyo. Ambos palpitaban asustados.
- Gracias... – gimió Rónán muy cerca de su oído. Sintió en el cuello su aliento tibio, aún perfumado de vino, y la suavidad de sus labios. No. Aquello no llegaba a ser un beso, pero se parecía tanto... –. Gracias, Colum.
El oblato, extático e incapaz de articular palabra, intentó girar en el abrazo de su amado. Deseaba ver su rostro, y deseaba besarlo. Pero no pudo: los brazos fuertes de Rónán lo tenían prisionero. Colum comprendió: no quería soltarlo y aquello lo llenó de tibieza. Le tomó la mano, como para jurarle que no iría a ninguna parte, y se apretó aún más contra su la firmeza de su pecho. Rónán respiraba profundamente, con el rostro escondido en el arco su cuello, descansando al fin después de tantas luchas... Seguramente llevaba varias noches en vela, castigando su cuerpo para ahogar aquellos sueños que ahora parecían maravillosamente posibles. De pronto, Colum sintió que las piernas de Rónán se tambalean: perdido su equilibrio, los dos chicos cayeron al piso, donde los recibió la suave capa de lana que había quedado olvidada delante del altar. El golpe no fue fuerte. Colum rio, pero Rónán no se inmutó. Al principio creyó que había vuelto a desmayarse, pero no era así: sólo se había quedado dormido. Y sin embargo no dejaba de estrecharlo, como si de ello dependiera su vida misma. Colum ardía en deseos de girarse y verlo. Quería pasar sus dedos por entre los suaves mechones de pelo rubio y acariciar con sus labios esas facciones limpias que había contemplado con tanto anhelo. Pero tendría que conformarse con su tacto, con su calor y su olor. Se acomodó como pudo entre aquellos brazos fornidos, apoyando gentilmente sus rizos oscuros contra la curva del pecho del chico. Se llevó a los labios su mano izquierda, que sujetaba aún sin fuerzas la tela su hábito.
Arrullado por la respiración serena de Rónán, Colum miró de reojo los cirios encendidos sobre el altar. A juzgar por la altura de las llamas y las lágrimas de cera endurecida que se habían derramado sobre los candelabros de bronce, apenas debía ser medianoche. Faltaban todavía dos horas para que los monjes se levantaran a cantar los Nocturnos. Podía dejarlo dormir, velando sobre su sueño. Le haría bien a Rónán y a él lo haría feliz. Lo despertaría a tiempo, antes de que nadie pudiera interrumpirlos. Limpiarían la sangre, regresarían la carne y el vino al subterráneo... Sintió vértigo al imaginar la mañana siguiente. Después de lo ocurrido esa noche, ¿qué quedaba para ellos? No se atrevía a esperar nada. No tenía derecho alguno. No existía un futuro posible en el que los dos estuvieran juntos como él hubiera deseado... Quiso creer que podrían despedirse sonrientes, contentos por la ternura y la honestidad que habían compartido. Que podrían guardar el secreto y ser buenos amigos, custodiando en silencio el recuerdo cálido de esa noche. La próxima vez que Rónán le sonriera del otro lado del comedor, Colum le sonreiría de vuelta con complicidad. Sí. Aquello no estaría nada mal. Y tendría que ser suficiente. Era mucho más de lo que alguna vez se había atrevido a soñar.
Besó otra vez los dedos ásperos del chico dormido y cerró los ojos. Sí. Dejaría que Rónán durmiera un poco más.
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