La campana resonó en la oscuridad. Caminó de regreso a la celda, saludando con gesto lacónico a los monjes, viejos y jóvenes, que se abrían camino a la iglesia entre bostezos. Mientras apretaba la capa contra su pecho, no dejaba de preguntarse qué había sido de Rónán. Lo más seguro es que se hubiera despertado antes que él, pusiera todo en orden y se fuera a dormir. El novicio no compartía celda con Colum, así que no lo vería hasta la salida del sol. Pero, ¿por qué no lo había despertado? Quizás... había sentido vergüenza por lo ocurrido. Quizás... no había querido verlo a la cara, asqueado de sí mismo y de Colum. Aquella posibilidad pesó sobre el corazón del oblato como una lápida. Exhaló una bocanada de vaho en la noche sin luna. Apretó los puños y masticó su propia amargura. La celda se sentía horriblemente lejana y los pies le pesaban al caminar.
El olor de la carroña regresó mientras cavilaba y Colum recordó su pesadilla: aquel monstruo de inmundicia y muerte que lo tenía prisionero. ¿De dónde venía esa peste? Apuró el paso, helado hasta los huesos repentinamente. Recordó la lengua de la criatura en su cuello, justo donde había sentido los labios de Rónán. Sus zarpas horribles manoseándolo... ¿no imitaban los gestos de su amado? Se detuvo de golpe. “Los demonios no están allá afuera, en el descampado. Habitan aquí mismo, con nosotros”, repitió en su mente la voz pastosa de Máel Dub. ¿Y si era verdad? ¿Y si en verdad su alma era presa de un demonio? Tratando de mantener la calma, recordó las lecciones de Airennán: debía identificar a su adversario invisible. Debía decir su nombre en las Tres Lenguas Sagradas. En hebreo, Taavah; en griego, Epithymia; en latín, Luxuria.
- “Lujuria. Este es el nombre del segundo de los vicios que destruye el alma” – pronunció en un murmullo, recitando las palabras de los santos reunidos en el gran Sínodo de Temair, recogidas piadosamente en el sagrado Penitencial. Las mismas que él, mocoso terco y arrogante, había ignorado con tanta obstinación. Sabía perfectamente a qué demonio se enfrentaba... Siempre lo había sabido –. “La lujuria humilla toda voluntad, divina y humana, excepto aquel deseo que la complace” –. El segundo de los ocho grandes demonios... La ruina de Sodoma y Gomorra... Los santos monjes del Oriente se habían enfrentado contra ella en los desiertos de Egipto y Siria. Allí, blandiendo las armas del espíritu, Pablo el Viejo y Antonio el Ermitaño la habían derrotado y habían legado a sus descendientes el precioso conocimiento para sobreponerse a ella. Pero Colum había ignorado su sabiduría y sus advertencias, y se había dejado poseer por la antigua serpiente –. “La lujuria humilla el alma y consume toda voluntad... Porque quien vive bajo su poder y su dominio, no puede pensar en lo que le conviene, sea sabiduría, piedad o conocimiento” –. ¿Y acaso no era verdad? ¿No se había abandonado a su propio deseo torcido, descuidando sus deberes, mintiendo sin cesar para acercarse al pobre Rónán? ¿No había tratado de seducirlo desde el principio? Cayó de rodillas, con el estómago revuelto, y al fin lo comprendió... Aquel olor putrefacto venía de su propio cuerpo, de su propia carne. En su garganta se ahogó un gemido. Rónán... ¿tenía razón? ¿Estaba enfermo también él, infectado con un veneno infernal? Una voz ronca lo llamó desde las tinieblas, oscura y rasposa, como un gruñido. Temblando, Colum levantó la mirada: dos ojos amarillos lo contemplaban fijamente, brillando como antorchas en la oscuridad.
En eso, una nota cristalina rompió el silencio de la noche. Era como el canto de un ave que anuncia el amanecer; fluía ligera, al modo del agua en un arroyo de montaña. Una flauta que tocaba una melodía desconocida. El monstruo de ojos amarillos, herido por la música, soltó un aullido largo y lastimero y desapareció sin dejar rastro en la noche. Colum se quedó inmóvil, sollozando, abrazado a sus propias rodillas. El olor de la carroña se desvaneció por completo, tan imprevistamente como había venido: el aire frío lo envolvió, reconfortante, cargando consigo los perfumes vivos del campo y el bosque. El chico se lo llevo ávidamente a los pulmones. La mente se le despejó. Vio las estrellas en el firmamento y se dejó arrullar por los sonidos familiares de la noche. Se secó las lágrimas y se limpió la nariz. ¿Qué había sido todo aquello? ¿Otra pesadilla? ¿En verdad estaba tan exhausto como para soñar despierto? ¿Acaso una visión? No podía decirlo con seguridad... No sabía mucho de estas cosas. Se puso de pie, aún inquieto. La voz de la flauta seguía modulando su tonada serena. Se dio cuenta de que casi había llegado a su celda: adentro ardía una vela, pintando de oro y cobre la silueta del umbral. La música venía del interior. Había alguien ahí.
Se agachó para evitar el dintel, y entró en la habitación. Los seis lechos vacíos de los demás novicios y oblatos estaban revueltos: volverían pronto, para dormir hasta la llamada de Laudes. Su propio jergón de paja, en cambio, estaba perfectamente ordenado, tal como lo había dejado por la mañana, antes de la Misa, con su capa de lana doblada a los pies. Pero justo a un lado, apretado contra la pared curva de la choza, distinguió algo nuevo: en su ausencia, habían improvisado un octavo camastro. Y, recostado cuan largo era sobre las cobijas, yacía el flautista, que no dejaba de tocar. Lo reconoció de inmediato: era el extraño forastero de los ojos rojos, envuelto ahora en un hábito monástico. ¿Dónde había quedado su hermosa capa azul? ¿Acaso era un nuevo novicio? ¿O un oblato? Seguramente... Horas antes, allá junto a la empalizada, no le había parecido muy contento. Pero ahora se venía tan tranquilo, tan desenfadado... Y, por alguna razón escondida, aquello le causó a Colum un terrible fastidio.
- ¿Qué haces? – inquirió, secamente –. Eso está prohibido.
El chico abrió los ojos, tomado por sorpresa, y lo miró.
- ¡Ah! ¡El caballerizo! – exclamó a modo de saludo –. ¿Qué dices que está prohibido?
- Pues tocar música profana – se explicó, sentándose molesto en su lecho –. Si llevas el hábito, quiere decir que estás sometido a la regla. Está prohibido tocar música profana... Y no soy ningún caballerizo.
- ¿Qué quieres decir con “música profana”? – preguntó el chico, arqueando una ceja –. ¿Qué profanación he cometido?
¿Qué pregunta era aquella? ¿Le estaba tomando el pelo? Colum no estaba de humor para juegos. Le dedicó al extraño una mirada hostil, y se metió bajo las mantas sin perder más tiempo.
- Hey, ¿no vas a responderme? – insistió el forastero de ojos rojos –. ¿Caballerizo?
Colum frunció el ceño, sin abrir los ojos. La campana volvió a sonar.
- ¿No debieras irte ya? – preguntó cortante –. Los Nocturnos están por empezar.
- Sí, supongo que debiera... – El chico suspiró, resignado. Colum sintió un peso en el jergón de paja, cerca de sus rodillas. ¿Se había sentado en su lecho? –. Caballerizo, eres muy descortés, ¿sabes? Pero no te preocupes, que no te guardaré rencor. Se ve que estás triste. Duerme bien.
El recién llegado le dio una palmadita en la rodilla y se levantó. Colum oyó sus pasos al salir de la celda. Abrió los ojos perezosamente, como para asegurarse de que estaba solo, y se dio cuenta de que el impertinente muchacho había dejado su flauta a los pies del lecho. El oblato la tomó entre sus manos y la examinó, curioso. Había oído hablar de cosas así, pero jamás había visto una con sus propios ojos. Se decía que Fedelmid, el mundano obispo de Cluain Dolcáin, hospedaba a menudo a uno que otro músico errante, pero nada de eso iba a ocurrir jamás en Tamlacht: san Máel Ruain lo había prohibido. Colum volteó en sus manos el pequeño instrumento de hueso tallado. No había nada extraño en él, nada ominoso ni siniestro. ¿Por qué se habría molestado san Máel Ruain en prohibir algo tan trivial? “Porque el mal se esconde en lo que parece más inocente”, pensó. ¿No lo sabía él mejor que nadie? Pensó en romper el objeto profano... Máel Dub lo habría hecho, sin duda. Y fuera quien fuera el recién llegado, le haría bien separarse de aquella cosa. Las sombras de la habitación se agitaron a su alrededor. La vela estaba a punto de extinguirse. Colum recordó los ojos amarillos mirándolo en la noche y la angustia que había estado a punto de aplastarlo. Sin pensarlo, se llevó a los labios la boquilla de la flauta y sopló nerviosamente una única nota. Era disonante y quejumbrosa, sí, pero fue suficiente para ahuyentar el miedo otra vez. Colum tiró del borde del jergón y escondió ahí debajo la flauta del forastero: se la devolvería la próxima vez que lo viera. Recogió la capa de Rónán de donde la había dejado, la enrolló y apoyó en ella su cabeza. Pensar que hacía sólo unas horas había estado acurrucado así mismo, en la tibieza de su pecho... ¿Dónde se había ido? ¿Por qué no lo había despertado?
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