Rónán no regresó ese día, ni tampoco al día siguiente. Los monjes seguían adelante con aparente normalidad, pero era imposible acallar los murmullos que empezaban a levantarse a espaldas de los superiores. Ya ni siquiera Librán se empeñaba en defender al novicio perdido: no era inaudito que llevara dos días rezando en alguna gruta, pero resultaba difícil de creer. Algunos de los hermanos decían que se había marchado sin permiso, desilusionado de la tibieza de sus compañeros, para buscar una comunidad más estricta. Pero ¿qué regla había en Éire que pudiera compararse con la de san Máel Ruain? Otros más pesimistas creían que se había dado por vencido y había regresado “al mundo” para vivir en pecado entre los impíos. “Como Fergus”, había pensado Colum al oírlo. “Como mi padre...”. Otros aún, los de imaginación más macabra, aventuraban que quizás habría muerto. Allá afuera abundaban los peligros, después de todo: fieras salvajes y bandidos y también los Laithlinn, aquellos feroces paganos venidos de más allá del mar. Nadie los había visto en las costas de Éire, pero Échtgus aseguraba que era sólo cuestión de tiempo. La hora del martirio sonaría para ellos igual que como había sonado en Alba, cuando los bárbaros del norte prendieron fuego a la rica abadía de san Áedán en Linnisferann. Y, desde luego, estaban los enemigos invisibles: los demonios del Abismo..., y las áes síde. Quizás algún rey o reina del inframundo había encontrado a Rónán y lo había tomado prisionero, arrastrándolo con cadenas de plata hacia las profundidades de la tierra, donde nadie jamás volvería a verlo. Pero tal vez... Tal vez las áes síde quedarían prendadas de su belleza y su virtud, y le darían un lugar en su mesa. Lo vestirían de seda y pieles, como al hijo de un rey. Sandalias nuevas en sus pies, y un anillo de ámbar; una copa rebosante en la mano. Su cabello rubio, suave y ligero como la nieve recién caída, crecería largo sobre sus hombros; jóvenes inmortales lo trenzarían con flores azules y perlas negras y tiras de cuero rojo. Nunca pasaría por su cabeza la fría navaja de la tonsura. Las heridas de su espalda sanarían por completo, sin dejar cicatriz. Rónán se olvidaría pronto de que alguna vez un miserable llamado Máel Dub se había atrevido a azotarlo y obligarlo a pasar a hambre. Sí, lo olvidaría: Rónán lo olvidaría todo. El lecho duro y el sueño breve, la comida escasa del fin del invierno. Allí, del otro lado de las cosas, Dios le entregaría generoso todo aquello que los hijos de Eva deben pagar a tan alto precio. Olvidaría su remordimiento y su vergüenza y, sobre todo, su miedo, como si fuera una pesadilla que se consume en la luz de un amanecer inmenso. Allí, los ángeles de la tierra le cantarían al oído la verdad y le mostrarían con espejos su hermosura. Y reiría, de seguro, al descubrirse a sí mismo por primera vez. Reiría como Colum nunca había podido oírlo reír, lleno de júbilo y alivio, mientras toda memoria se borraba de su alma. Lo olvidaría todo. Lo olvidaría también a él. A Colum se le hizo un nudo en la garganta. Lo olvidaría por completo, sí, pero no importaba: Rónán moraría siempre joven entre maravillas y placeres, en palacios perfumados donde el verano jamás termina. Se habían oído cosas semejantes en los días antiguos... ¿Cómo iban aquellos versos que Óengus le había enseñado? Vengo de Tír na mBeó, la Tierra de los Vivientes, donde no existen la muerte ni el pecado ni la decadencia. Disfrutamos sin esfuerzo de manjares imperecederos. La concordia reina entre nosotros, sin que nadie la perturbe. Moramos en una gran paz; por eso nos llaman áes síde.
Colum sonrió al pensarlo, obligándose a tragar su propia amargura. Otros dirían que era un mocoso estúpido por creer cosas semejantes, pero no importaba. Imaginar a Rónán así, a salvo y feliz, bajo la protección de los inmortales, era lo único que le daba consuelo.
- ¿Ya está bien así? ¿Ya está limpia? ¿Colum? – La voz de Bran lo trajo de regreso al mundo. Sintió el agua fría del Dothra en sus tobillos y la enceguecedora luz del sol en sus ojos... Con un rascador de piedra en una mano y la batea de madera en la otra, su nuevo compañero le enseñaba suplicante el fruto de su trabajo –. Te lo ruego, dime que ya está bien así...
Divertido, el oblato soltó un suspiro y arqueó una ceja fingiendo seriedad. Se acercó a Bran para evaluar su desempeño, chapoteando en los bajos.
- Por cierto que está limpia – dijo –. ¡Pero más parece que hubieras querido hacerle un agujero en el fondo! Mira nada más cómo la dejaste... – comentó, pasando los dedos por la superficie arañada –. Así no se la puede usar más, o alguno de los hermanos se clavará una astilla en el paladar.
- ¡Por el ojo de Balor! – maldijo Bran, dejándose caer pesadamente sobre una roca.
- ¡Calma! La arreglaremos con un poco de arena, descuida – replicó Colum, divertido – . Y es cuestión de paciencia, nada más. La próxima vez, debes frotar más suavemente y dejar que el agua haga el resto.
- Ustedes son una gente extraña en realidad. – Bran sonaba ofuscado. Dejó a un lado el rascador y se echó hacia atrás, apoyado en sus brazos –. A juzgar por las órdenes del cocinero, si este pedazo de basura no queda inmaculado, nos acarrearíamos no sé qué maldición.
- Así lo manda la regla, joven oblato – explicó Colum, con cierta ironía –. Este recipiente contenía avena cocida en leche, y ahora Tadc quiere llenarlo de agua. El agua y la leche no pueden mezclarse.
- ¿Por qué no? – inquirió Bran, molesto. Sus ojos rojos centelleaban en la luz del mediodía.
- Pues porque Dios lo prohíbe en la Antigua Ley.
- ¿Y por qué lo prohíbe Dios? – insistió el recién llegado.
- Pues eso no lo sé... – confesó Colum, encogiéndose hombros.
- Entonces debe ser un geis... Ya sabes, como Cú Chulainn, que tenía prohibido comer la carne de un perro.
Colum se quedó en silencio un instante y luego se echó a reír. Seguramente Airennán no lo habría explicado en esos términos, pero la analogía era certera. En las leyendas de Éire, los héroes y los reyes tenían poderes asombrosos y eran capaces de grandes proezas, pero siempre debían respetar sus geasa. De lo contrario, quedaban malditos y la tragedia no tardaba en caer sobre ellos. Y los curiosos mandamientos de Dios en las Escrituras, ¿no eran semejantes, en cierto modo? Si los israelitas cumplían su parte, Dios los bendecía con Su favor. Pero si transgredían sus prohibiciones, se desataba la catástrofe.
- Sí, Bran... Creo que se trata de un geis de Dios – admitió Colum, y Bran asintió con la cabeza, satisfecho. Apenas lo conocía: después de aquella primera conversación amigable, encaramados en la empalizada, compartiendo un trozo de pan, Colum no había conseguido enterarse de nada más sobre su misterioso compañero. Bran mac Áine. Bran, hijo de Áine. Se presentaba con el nombre de su madre y aquello era poco común. Sólo ocurría cuando el linaje materno superaba por mucho en nobleza al del padre o cuando el portador del nombre era un bastardo. “No tengo padre”, le había dicho Bran. ¿Se refería a eso? ¿Acaso su padre, quienquiera que hubiera sido, se había negado a reconocerlo al nacer? Desde luego, no iba a preguntárselo directamente, pero cada vez que insinuaba su curiosidad, Bran se las arreglaba para desviar la conversación. Y siempre lo conseguía con facilidad. Sin embargo, en cierto modo Colum sentía que iba comprendiendo al extraño muchacho cada vez más. Su inteligencia era aguda y fina, capaz de entender las ideas nuevas relacionándolas con nociones que ya poseía. El resultado a menudo era curioso y divertido, y siempre le daba algo que pensar.
- Honrar los geasa es importante, pero, si son demasiados, ¿qué tiempo les queda para vivir? Seguro que el Dios Viviente se complace en la vida, ¿verdad? No se puede estar siempre asustado, cuidando de no dar un paso en falso. ¡Querrá que pongamos manos a la obra! Que creemos maravillas comparables con las suyas. Querrá que demos hospitalidad a los viajeros..., que liberemos a los cautivos... – Bran se puso de pie en el agua, sin importarle que se mojara el borde de su hábito, y se quedó mirando la corriente. Apretó los puños, entrecerró los ojos y sonrió, como si de pronto lo hubiera invadido un fiero entusiasmo –. ¡Querrá que viajemos muy lejos y veamos todo lo que haya por ver! ¡Querrá que le demos caza a sus enemigos, sin importar dónde se escondan; que encendamos la luz en las tinieblas! ¿Verdad, Colum? ¿No estás de acuerdo?
Colum quería darle la razón. La voz de Bran era como un cuerno de guerra que lo remecía por dentro, llamándolo, despertando una parte de Colum que ni él mismo conocía. No obstante, se obligó a responder con prudencia.
- ¿No crees que todo eso suena un poco aterrador? – inquirió, sin dejar de sonreír.
- ¡Desde luego que lo es! – gritó el muchacho, girándose hacia él –. ¿Y eso, qué? ¿Vas a decirme que eres un cobarde, Colum mac Flainn?
- Un poco, sí, eso creo... – respondió Colum, riendo entre dientes.
- ¡Mentira! ¡No me engañas! – Las margaritas volvieron a asomarse en el rostro exultante de Bran. Su sonrisa era un desafío luminoso. Pateó la superficie del río y salpicó a Colum en el rostro.
- ¿Cómo puedes saberlo tú? – inquirió, secándose con la manga.
- ¿Y cómo podrías saberlo tú? Escondido en este lugar, enfrascado en tus deberes como una abeja en su colmena. ¡Es imposible! Allá afuera, Colum, te esperan peligros y maravillas. Cuando las enfrentes, entonces te darás cuenta de que tengo razón.
Colum se quedó mirándolo en silencio, con una sensación agridulce en la boca. Bran era tan extraño... No se parecía a nadie que jamás hubiera conocido. A pesar de su baja estatura, se movía como un gigante entre los monjes cenicientos. Sin importar qué estuviera haciendo, cada gesto suyo estaba lleno de intensidad, orgullo y generosidad. Su llegada había sido como un fuerte viento que arrancara de cuajo las puertas del monasterio, trayendo consigo los aromas de otro mundo, terrible sin duda, pero no oscuro. Se puso de pie también, enfrentando los ojos rojos de Bran, y asintió. ¿Qué hubiera sido de él si hubiera tenido que afrontar la desaparición de Rónán sin su nuevo amigo? En su corazón, le agradeció a Dios aquella gracia tan poco común.
- Esto te diré con certeza, Bran mac Áine – declaró, frunciendo el entrecejo sin dejar de sonreír –: quiero creerte. Quiero que tengas razón.
- ¡Magnífico! ¡Hah! – Bran gritó jubiloso y se dio un golpe el pecho –. ¡No puedo esperar a oír de las hazañas que te esperan, Colum!
Colum se ensombreció de repente.
- Malas noticias, porque la primera ya me parece imposible – murmuró –. Tendría que irme de este lugar. Y eso es algo que no puedo hacer.
- ¿Y por qué no? – lo interrogó el orgulloso joven –. ¿Qué te lo impide?
- Que no soy libre, Bran... Mi vida fue entregada al monasterio, al servicio de Dios. Mi padre murió sin pagar la deuda de sus pecados.
- Eso ya me lo has dicho, pero no tiene sentido. ¿Que acaso el Dios Viviente no es el más grande de los reyes? ¿No son suyos el oro del sol y la plata de la luna? ¿No le pertenece todo el ganado que pasta en las llanuras de esta isla? ¿No tiene despensas rebosantes de trigo y vino y cerveza?
- Sí, algo así...
- Pues te diré esto: ninguno de los reyes y reinas que he conocido, y no son pocos, se deshonraría llevando cuentas mezquinas, como un mercader. ¡Me niego a creer que el Dios Viviente sea menos generoso! ¿O acaso lo es, Colum? ¿Acaso el Dios de los cristianos no es un rey, sino un usurero? – Colum vacilaba, pero Bran no parecía dispuesto a darle tregua, así que volvió a la carga, a todo pulmón –. ¡Responde, Colum mac Flainn! ¡¿Es un miserable ese Dios Viviente que adoras?!
- Eso es blasfemia, joven Bran... – dijo una voz baja y pastosa a sus espaldas.
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