- Máel Dub... – La aparición del anmcharae dejó helado a Colum. El monje se los quedó mirando desde la orilla, apoyado en su bastón. Colum caminó hacia él, saliendo del agua para defender a su nuevo amigo –. Por favor... Bran no hablaba en serio. Es que, como sabes, es ajeno a nuestras costumbres. Ya las aprenderá, ¿no es verdad, Bran?
Bran se cruzó brazos y no respondió.
- Pero no es ajeno a los vicios que pueblan el mundo – replicó el anmcharae, muy serio –. Es un grave error creer que los impíos, por no conocer la Ley, desconocen el pecado. El mal es para ellos como es el agua para el pez, o la tierra húmeda para el gusano. – Máel Dub se dirigió entonces a Bran –. Has cometido el crimen nefasto de la blasfemia. Para purgarte de ella, deberás humillarte ahora mismo. Ponte de rodillas y confiesa tu error – le ordenó, pero Bran no se inmutó –. ¿Acaso no me oíste, muchacho? Sal del agua de inmediato, ponte de rodillas delante de mí y confiesa tu error.
- No puedo hacerlo, hermano – respondió el chico–, por dos motivos. Ante todo, no puedo confesar un error que no comprendo. Le estaba haciendo una pregunta a Colum, y nos interrumpiste antes de que pudiera contestarme. ¿O me equivoqué al preguntar? Si es así, ¿cómo podría saberlo de antemano? – Colum se quedó atónito: nunca había visto a nadie hablarle con tanto atrevimiento al anmcharae –. En segundo lugar, creo que mis rodillas debieran doblarse sólo en presencia de mi señor. ¿Eres tú mi señor, anmcharae? ¿O es el Dios Viviente?
Máel Dub sonrió con sorna, cargándose hacia adelante en su bastón como era su costumbre.
- Ya veo que eres perspicaz, joven Bran... Imagino que no soy el primero en decírtelo, y seguramente otros hayan celebrado esa agudeza tuya como si fuera una virtud. Pues tengo el penoso deber de disuadirte del error: la perspicacia no te llevará más que al Abismo porque es hija de la vanagloria y, por cierto, hermana de la blasfemia. El mismo espíritu rebelde que antes te hizo cuestionar la majestad del Rey Eterno ahora te anima a interrogarme a mí, como si fueras a desarmarme con tu pobre ingenio. A nosotros, médicos espirituales, no nos interesan tanto los síntomas superficiales como las enfermedades subyacentes. Y a ti, joven Bran, puedo ver que la vanagloria te tiene al borde de la muerte eterna. Necesitas con urgencia el remedio de la humildad. Así pues – Máel Dub golpeó una roca con la punta del bastón –, ponte de rodillas, confiesa tu error y pide perdón.
- Comprendo tu explicación, hermano – replicó Bran, asintiendo cortésmente –. Veo que tu problema no es con aquello que pregunté, sino con aquello que me animó a preguntarlo en primer lugar –. Colum se ponía más y más nervioso, pero también estaba divertido con la situación: la perfecta cortesía de su amigo apenas enmascaraba su actitud desafiante –. Pero aún no puedo hacer lo que me pides, porque mi segundo argumento sigue sin respuesta. ¿Cómo puedo arrodillarme ante ti, si no eres mi señor? ¿O acaso eres tú el Dios Viviente?
- Desde luego que no soy el Dios Eterno – espetó el anmcharae, que empezaba a perder la paciencia –, pero soy su servidor. Y, en este mundo, debes arrodillarte ante los servidores de Dios como si estuvieras en presencia de Dios mismo.
Bran bajó la mirada y cerró los ojos, pensativo. Colum se dio cuenta de que los dedos de Máel Dub estaban crispados sobre el bastón.
- De acuerdo – dijo Bran al cabo de un rato. Dio un paso hacia el anmcharae, y Colum pensó aliviado que se había dado por vencido. Pero entonces, súbitamente, se giró hacia él y se detuvo en seco. Suspiró profundamente y se arrodilló en el agua delante de Colum, con la espalda recta y la mirada fija en el rostro de su compañero. Sus ojos rojos brillaban serenos, como el fuego contenido en el hogar. Colum retrocedió un paso y creyó que iba a perder el equilibrio. ¿Se había vuelto loco? –. Me acuso, siervo del Dios Viviente. He sido vanidoso y arrogante. Pido perdón. – Sin que pudiera impedírselo, Bran tomó sus manos y apoyó su frente en ellas.
Por un instante que le pareció larguísimo, Colum se halló incapaz de reaccionar, atravesado por emociones discordantes. Estaba aterrado, pero al mismo tiempo sentía una ganas incontrolables de echarse a reír. La sangre le ardía en las mejillas.
- Suficiente – gruñó Máel Dub con brusquedad mientras cojeaba en dirección a los jóvenes. Tomó a Colum por la manga del hábito y lo jaló hacia sí –. Espero que hayan disfrutado de esta pequeña jugarreta, porque muy pronto la lamentarán. Cuando el abad y el prior escuchen lo que ocurrió, se asegurarán de que paguen muy cara su osadía. – Bran se incorporó veloz y estaba a punto de decir algo, pero Colum sacudió la cabeza, suplicante, como rogándole que se quedara en silencio. El muchacho frunció el ceño y apretó los puños, pero se contuvo –. Colum, sé que has estado escabulléndote para evitarme, pero ya es hora de que tú y yo conversemos en privado.
- Como gustes, santo anmcharae – accedió el oblato, inclinándose sumisamente. Miró de reojo a Bran y le dijo –. Hermano, por favor retoma el trabajo, que aún quedan varias bateas por limpiar. Tadc las necesita de regreso en la cocina cuanto antes.
Bran obedeció, renuente, y Colum se dejó guiar por Máel Dub de regreso a la orilla seca. El anmcharae seguía sujetándolo con fuerza por la manga de su hábito, como si temiera que fuera a huir en cualquier momento.
- Si rehúyes los remedios de la penitencia, tu alma está condenada, Colum mac Flainn – dijo Máel Dub. El monje no levantaba la voz, pero Colum podía adivinar la rabia que impregnaba sus palabras –. Y no hay espacio para el rebelde en el rebaño del Buen Pastor. Harías bien en recordarlo, lo mismo que tu... nuevo compañero de aventuras.
- Me acuso, santo anmcharae – replicó en un murmullo. Su contrición era fingida, pero su miedo era muy real. ¿‘Nuevo compañero de aventuras’? ¿Qué quería decir con eso? –. Me aseguraré de explicarle a Bran cómo ha de comportarse, ahora que es uno de los nuestros.
- Nada de eso. No eres la persona idónea para corregir su vanidad. Bran necesita un guía más experimentado y severo; alguien que no se deje encantar por su palabrería pagana. No volverás a verlo, créeme, salvo para la oración en la iglesia. – Los labios de Máel Dub estaban crispados en una mueca de desprecio, y sus ojos negros lo tenían clavado en su sitio. Colum se esforzó por ocultar la amargura que sentía en su boca ante el prospecto de verse separado del forastero, pero era difícil esconderle la verdad al sombrío anmcharae –. Es por su bien y por el tuyo, joven Colum.
- Hágase según tu voluntad, santo anmcharae – gimió el oblato, rehuyendo la mirada del superior –. Pero dime, te lo ruego, ¿de qué querías hablarme?
- Sí. Seguramente sabes que el joven Rónán ha desaparecido – respondió Máel Dub –. Hace días que no se lo ve, y nadie conoce su paradero. Pero creo que tú puedes saber algo más al respecto. ¿Estoy en lo cierto?
- ¿Yo? – Colum retrocedió un paso, fingiendo extrañeza –. ¿Qué podría saber yo que tú ignoraras, santo anmcharae?
- Basta de mentiras – lo cortó el monje –. La noche en que desapareció, iba a reunirse contigo para la vigilia nocturna en la iglesia. ¿Que ocurrió allí?
- No tengo cómo saberlo, anmcharae – mintió el oblato, con voz quebrada –. Estuve solo en la iglesia esa noche. No sé a dónde haya ido Rónán, pero...
- He dicho que basta de mentiras. Estaba conmigo antes de eso – Máel Dub se impacientaba cada vez más –. Lo vi salir de mi celda. Lo vi alejarse en dirección a la iglesia, y lo vi entrar. Basta de mentiras, Colum. Sé que se encontró contigo allí. Ahora, dime qué ocurrió.
Colum quedó mudo, presa del horror más absoluto. No tenía caso insistir con la mentira que le había dicho al buen abad... Máel Dub lo tenía acorralado. De pronto, una idea se cruzó por su mente: Máel Dub también tenía un secreto. Había estado castigando a Rónán en un domingo, en el Día del Señor, contra las indicaciones de la regla. Sí. Por eso lo estaba interrogando en privado, a espaldas del abad, el prior y los demás ancianos.
- Me acuso, santo anmcharae – dijo al fin, articulando su relato mientras hablaba, tejiendo con cuidado medias verdades y nuevas mentiras –: le oculté la verdad al abad y a los demás hermanos, pero lo hice solamente porque Rónán me lo pidió. Esa noche, cuando llegó a la iglesia, estaba fatigado y herido. Se desvaneció delante del altar mientras rezaba, y apenas conseguí revivirlo dándole a beber un poco de agua –. Desde luego, se guardaría la historia de la carne y el vino robados del subterráneo –. Cuando volvió en sí, me dijo que habías estado castigándolo, pero me rogó que no se lo dijera a nadie, porque no quería causarte problemas. Le juré que guardaría su secreto. Luego retomamos la oración hasta que me venció el sueño. Cuando desperté, se había ido. El abad me encontró así, poco antes de los Nocturnos. No debí mentirle, pero quise mantenerme fiel a mi palabra.
Máel Dub se lo quedó mirando con la mandíbula apretada, sin parpadear. Luego se inclinó hacia él y le habló muy cerca de su oído
- Te crees muy astuto, ¿no es verdad? – murmuró –. Crees que me has sorprendido en falta y quieres enredarme en tus maquinaciones. Pero te olvidas de que el joven Rónán ha desnudado su alma en mi presencia. Lo sé todo, mocoso. Sé lo que Rónán siente por ti: sus sueños repugnantes, sus deseos infestados de lujuria... – Máel Dub se detuvo un instante para examinar a Colum y sonrió, triunfante –. Te sonrojas. ¿No lo sabías acaso? Pues tengo detalles, si los quieres. Si lo deseas, puedo contarte cómo pensaba en tu cuerpo desnudo, cómo te miraba cuando estabas distraído. Cómo quería meter su mano por debajo de tu hábito y tocar tu entrepierna. Sí... el médico espiritual debe informarse de todos los pormenores, hasta los más sórdidos. Soñaba con tenerte para sí mismo, de espaldas en la hojarasca, para abrirte de piernas como si fueras una mujerzuela y hacerte suyo. Quería hacerte gemir en el descampado, penetrándote sin piedad hasta satisfacer su deseo inmundo en tu carne. – Colum estaba atónito, incapaz de articular palabra. Sentía el sudor frío correr por su espalda. Máel Dub lo tenía cautivo con su relato. Sabía que corría peligro, pero quería seguir escuchando –. Es curioso, ¿no te causa repugnancia lo que te digo? Desde luego que no... – Con un movimiento repentino, la mano izquierda del anmcharae se apretó contra la entrepierna de Colum –. La lengua puede mentir, pero no así otros miembros. Rónán tenía en ti un cómplice entusiasta, ¿no es verdad? Aun ahora, quieres que te use para saciar su apetito. ¿También tú sueñas con él? ¿Te lo imaginas montándote en el descampado, como si fuera un potro y tú una yegua en celo? – Colum retrocedió, asqueado por el tacto del monje. Se cruzó de brazos, queriendo cubrir su propia vulnerabilidad. Le había arrancado a la fuerza sus secretos más íntimos, y en su lugar había quedado un vacío ardiente. Su corazón latía debocado. Quería llorar –. Lo sospechaba hacía mucho. Me causas repugnancia, muchacho, pero también te tengo piedad, igual como tengo piedad del alma de Rónán. Tu alma sucia se precipita hacia las fauces abiertas del Infierno, pero aún no es demasiado tarde. Confiesa: esa noche, él y tú profanaron el santuario con su lascivia.
- ¡No! – exclamó, desesperado –. ¡No es cierto! – ¿O acaso lo era? ¿No habían yacido abrazados en el pavimento de la iglesia? Y al menos en su corazón, ¿no había deseado hacer mucho más que eso? Recordó su pesadilla: el monstruo sarnoso que lo manoseaba y lo lamía. El olor de la carroña en su nariz. Y aquella visión que lo había atormentado de camino a su celda: los ojos dorados en la oscuridad –. No es cierto... – gimió, ya sin fuerzas.
- ¿Colum? – Se oyó la voz de Bran. El forastero se abría camino hacia ellos –. ¿Estás bien?
- Retrocede, muchacho. Nada de esto es de tu incumbencia – le ordenó Máel Dub.
- Es a Colum que me dirigí, monje – replicó Bran con dureza –. Colum, amigo. ¿Estás bien?
- ¡Que retrocedas, he dicho! – gritó Máel Dub, agotada su paciencia. Blandió el bastón en dirección al chico de ojos rojos y lo golpeó en la mejilla con fuerza. Bran apenas se inmutó. Con un gesto veloz, le quitó el recio bastón de roble. Lo rompió sin esfuerzo, como si se tratara de una varilla, y lo arrojó lejos. Máel Dub ahogó un grito al ver cómo los pedazos astillados se alejaban flotando en las aguas del Dothra –. Pagarás...
No pudo terminar de hablar: Bran ahogó sus palabras con un puñetazo que lo impactó justo en la boca del estómago. Máel Dub se retorció de dolor, y hubiera caído de rodillas de no ser porque el pequeño muchacho lo agarró por el cuello y lo levantó como un muñeco de trapo. El anmcharae pataleaba en el aire, con sus manos crispadas alrededor de los antebrazos de Bran, luchando por liberarse de su poderoso agarre, pero no había caso. El fuego en los ojos del muchacho ardía ahora como un incendio en el bosque. Colum no podía dar crédito a lo que veía: ¿cómo podía haber tal fuerza en aquellos miembros?
- Escúchame y escúchame bien, miserable – dijo Bran, mirando con furia al monje –: regresa por donde viniste y olvida todo lo que ocurrió aquí. Como vuelvas a levantar un dedo en mi contra, te partiré en dos como hice con tu mugroso bastón, arrojaré tu cuerpo al río y llegará al mar antes de que puedan encontrarlo. Y entiende esto de una buena vez: Colum está bajo mi protección.
Dicho esto, soltó el cuello del anmcharae y lo dejó caer en el agua baja. Máel Dub jadeó aliviado, llevándose aire a los pulmones con avidez. Cuando se levantó trabajosamente, su rostro estaba desfigurado en una mueca de rabia y terror.
- ¡Óyeme bien, Colum! ¡El alma de Rónán esta condenada, y la culpa es tuya! Porque de esto estoy seguro: fuiste tú quien sedujo al pobre muchacho. El demonio de la lujuria se ha infiltrado en Tamlacht, y eres tú quien le da asilo. Puedo oler su pestilencia en tu carne. ¡Estás maldito! Y arrastrarás contigo a todos los que se acerquen a ti –. Desvió la mirada y fijó sus ojos negros en Bran –. Y este mugroso pagano, este animal salvaje que han dejado suelto en medio de nosotros... ¡Pobre de él también! Porque ya me doy cuenta de que también quieres corromperlo. ¡Tal vez sea demasiado tarde para los dos!
Máel Dub se alejó, tan rápido como se lo permitía su cojera. Colum, exhausto y abatido, se dejó caer de rodillas.
- Qué pedazo de mierda... – murmuró Bran, con desprecio. Se acercó a Colum –. ¿Estás bien, amigo? ¿Te hizo daño? – Pero cuando intentó ayudarlo a incorporarse, el oblato lo rechazó con brusquedad. Ya había condenado a Rónán: no podía dejar que ocurriera lo mismo con Bran.
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