- ¿Qué... qué haces aquí? – preguntó Rónán con voz ronca. Arrastraba las palabras al hablar, como si le costara articularlas. Entonces, Colum se dio cuenta de que en su mano izquierda, medio escondida bajo la pesada capa, llevaba una jarra abierta –. Tú... Tú no debieras estar aquí, Colum. – El oblato intentó responder, pero no pudo. En cambio, se echó a reír descontroladamente, arrebatado de dicha y alivio. Era un milagro: lo había dado por perdido, por muerto... Y aquí estaba, sin embargo, resucitado. Se acercó a Rónán sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Quería abrazarlo –. ¡No te acerques! ¡No me toques! – gritó Rónán y retrocedió un poco, temblando de pies a cabeza.
El oblato se detuvo en seco, atravesado de golpe por esas palabras frías y duras que lo devolvían a la realidad. Rónán estaba vivo y había regresado, sí, pero ahora la historia debía continuar donde la habían dejado. Los miedos de Colum, aquellos que el paso de los días y la amistad de Bran habían mitigado, se hacían realidad de improviso: ahora, Rónán lo odiaba. Era de esperarse, de cualquier forma. En el fondo, siempre lo había sabido. En el fondo, era lo que merecía. Un viento repentino entró por la puerta, sofocando la llama trémula de la lámpara de aceite, y Colum se quedó inmóvil en la oscuridad del granero sin poder despegar los ojos de la silueta del hermoso novicio rubio que se recortaba en el umbral. Mansamente, dio un paso atrás hundiéndose aún más en las tinieblas.
- Está... Está bien, Rónán – dijo al fin, haciendo acopio de todo su coraje. Jamás se había sentido tan pequeño ni tan débil –. No voy a hacer nada. No tienes que preocuparte.
- ¡No! No es eso... – Rónán gimió –. No quise... Perdóname, Colum. ¡Maldición! – Presa de una furia repentina, Rónán golpeó con fuerza el marco de la puerta, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó de rodillas al interior del granero. ¿Qué le ocurría? –. ¡Maldición! – exclamó otra vez, cubriéndose el rostro con una mano al tiempo que con la otra aferraba la jarra contra su pecho.
Sobreponiéndose a la sorpresa y la confusión, Colum se acercó a la lámpara apagada, tomó el pedernal y la yesca y volvió a encender la mecha aceitada. Luego pasó junto al novicio sin hacer ruido y miró a través del vano del umbral para asegurarse de que Cíara no viniera de regreso. Todo era silencio entre las celdas de las hermanas. Colum cerró la puerta y miró a Rónán, sin atreverse a acercarse más.
- ¿Estás bien, Rónán? ¿Qué te ocurre? – dijo al final.
- Perdóname, Colum. Perdóname... Quise hacer lo correcto, pero no pude – respondió sin mirarlo. Sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración agitada. Estaba llorando. En el recinto cerrado, Colum percibió un olor dulzón y agrio: cerveza. Rónán estaba ebrio –. Por el amor de Dios, perdóname. No pude hacerlo. No hay escapatoria...
Vacilante, el oblato se arrodilló junto a Rónán y lo tomó por los hombros para ayudarlo a incorporarse un poco. El corpulento muchacho se estremeció al tacto de sus manos, pero luego no opuso más resistencia.
- Tranquilo, ¿sí? No estás nada bien – lo consoló –. Vamos: apoya la espalda aquí y respira hondo.
Con la ayuda de Colum, Rónán se acomodó dificultosamente contra los costales de trigo que el oblato había estado apilando y lanzó un largo suspiro. Tenía los ojos cerrados; su rostro estaba bañado en lágrimas y ya no hacía ningún esfuerzo por esconderlas.
- Siempre has sido tan bueno conmigo – dijo con un hilillo de voz, y se llevó la jarra a los labios. La cerveza se le derramó por el mentón –. No debieras. No tiene caso.
Colum vacilaba. Jamás se había imaginado a Rónán en ese estado. De rodillas junto a él, intentó tímidamente quitarle la jarra de las manos, pero las fuertes manos del novicio no cedían. Se sentó también, resignado al fin, pero mantuvo una distancia prudente.
- Todos están preocupados por ti – musitó después de un rato, pero Rónán lo ignoró. El silencio se le hacía insoportable, así que siguió hablando y, casi inconscientemente, asumió un tono bromista –. Estaban haciendo apuestas, ¿sabes? Librán... Librán decía que seguramente te habías ido a rezar por ahí.
- Estoy harto de rezar – soltó Rónán con amargura –. No me sirve de nada. Dios no le presta oído a la gente como yo.
Colum quiso reprenderlo de nuevo, pero se mordió la lengua. La última vez no le había salido demasiado bien, a juzgar por los resultados.
- Bueno, dime entonces... ¿Dónde estabas?
- Lejos... Quise irme lejos de aquí – respondió mientras echaba otro trago de cerveza. Colum lo miró de soslayo, iluminado por el resplandor dorado de la lámpara: ahora tenía los ojos abiertos, y su mirada estaba perdida en la penumbra –. Tamlacht... Yo no pertenezco a este lugar. No siendo como soy.
Colum asintió sin decir nada. Rónán se había ido para buscar un nuevo hogar. Era doloroso, pero lo comprendía muy bien. Al fin y al cabo, él mismo había soñado tantas veces con escapar, con dejarlo todo atrás. ¿No se lo había confesado a Bran hacía apenas dos días? “A veces lo mejor es huir”, le había dicho el viejo hermano Cellach. Si tan sólo tuviera el valor...
- Entonces, ¿por qué regresaste? – inquirió.
- Porque no puedo escapar de mí mismo – masculló el novicio. Por fin, Colum se atrevió a girar la cabeza para mirarlo bien. Tenía las mejillas ruborizadas y los ojos hinchados por el llanto. Su hermoso cabello rubio era una maraña de barro y sudor seco. Miró sus brazos y se dio cuenta de que estaban cubiertos de cardenales y, alrededor de las muñecas, tenía marcas rojas como si hubiera estado maniatado –. No hay lugar para mí, tampoco allá afuera.
El oblato se revolvió incómodo, mordido por la curiosidad. ¿Qué quería decir todo eso? ¿Dónde había ido? ¿Qué le había ocurrido para regresar en ese estado tan lamentable? Sintió ganas de consolarlo, pero no sabía cómo. Pensó en buscar ayuda, pero ignoraba qué reacción tendrían los demás miembros de la comunidad al verlo así. Además, aunque quisiera negarlo, una parte de él se regocijaba de estar a solas con Rónán otra vez. Por debajo del hedor de la cerveza en su aliento, podía oler ese perfume suyo que lo hacía entrar como en un trance mágico. Bajó la vista y se mordió los labios, avergonzado de sí mismo.
- Al final, se trata siempre de ti... – dijo Rónán como en un gruñido –. No podía dejar de pensar en ti. – El corazón de Colum se aceleró de golpe al oír esas palabras. Levantó la mirada y se encontró de frente con los ojos de Rónán, claros y brillantes –. Nunca había sido feliz hasta esa noche en que me dijiste que me amabas. Jamás. Por primera vez, por unas horas al menos, no tuve miedo. Abrazado a ti... Por primera vez sentí que estaba en paz. Es absurdo. Es tan injusto. Era la primera vez que caía en la tentación... y allí, sólo allí, estaba satisfecho. Dios me engañó. Me tendió una trampa. No es justo, Colum. El juego estaba arreglado desde un principio. No tenía posibilidad alguna de ganar –. Colum sintió que le sudaban las manos. Quiso decir algo, pero no podía articular palabra. Rónán no le quitaba los ojos de encima y desviar la mirada le resultaba imposible. Ahora el cuerpo tibio del novicio se inclinaba suavemente hacia él –. Quise alejarme de ti porque no había forma en que pudiera seguir resistiéndome si te tenía cerca,... y tú no mereces que te arrastre conmigo al Abismo. Lo intenté, Colum, pero no pude. Perdóname.
Los labios de Rónán eran suaves, más de lo que jamás hubiera podido imaginar. Ardían contra los suyos, como si debajo de su piel corrieran ríos de fuego. En su boca podía sentir el sabor agrio de la bebida, pero no le importaba. No le importaba en absoluto. Su mundo pequeño, con sus reglas y sus certezas grises, se desvanecía a su alrededor, hundiéndose veloz en la penumbra.
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