El despertador sonó anunciando la hora de levantarse.
Envuelto entre las sábanas, atrapado por la gravedad que ejercían sobre su cuerpo, Alex se sintió tentado a no salir de aquel lugar seguro. Pero no podía llegar tarde a su primer día en el nuevo instituto. Con toda la fuerza de voluntad que pudo reunir se obligó a levantarse poco a poco.
Una vez sentado en la orilla de la cama le echó un vistazo a la habitación a la que no estaba del todo acostumbrado. Libros apilados en el escritorio, paredes forradas con posters de músicos y bandas alternativas y el montón de cajas desterradas en un rincón—origen de varios regaños por parte de su madre que lo presionaba para que acabara de desempacar—, todo se sentía tan familiar, pero extrañamente ajeno para Alex.
Hacía poco menos de un mes que la familia Green cruzó el océano para trasladarse desde su hogar en Nueva York hasta Barcelona. Alexandro, aunque fluido en el idioma, aún encontraba difícil acostumbrarse al cambio. A menudo se encontraba absorto en recuerdos de su ciudad natal.
Para no dejarse afectar por otro ataque de nostalgia tan temprano en la mañana, Alex se desperezó y se dirigió al baño.
Cuando estuvo duchado y vestido se detuvo frente al espejo por quién sabe cuánto. Estaba nervioso. Lo notó en el nudo que se le había formado en el estómago y por la forma casi compulsiva en que estudiaba su propio reflejo, cerciorándose de que todo estuviera en su lugar. Sentía náuseas cada que pensaba en la cantidad de gente nueva a la que debía enfrentarse. Y no podía pensar en otra cosa.
Tras algunos minutos se rindió intentado darle forma al montón de rizos rubios que era su cabello. Quería volver a la cama.
Con un suspiro derrotado, salió de la habitación.
En la cocina Lanna Green preparaba el desayuno mientras su esposo bebía café y leía el periódico como cada mañana.
—Buenos días—los saludó sirviéndose un vaso de zumo de naranja.
George Green murmuró un saludo sin apartar la vista del periódico. Alex tenía la sensación de que últimamente no se encontraba del mejor humor. Estaba más callado de lo usual y se encerraba por horas en su estudio. A veces le parecía que aquellos ojos azules por lo general tan cálidos se habían convertido en dos bloques de hielo; cuando cruzaban miradas sentía escalofríos. Alex se decía a sí mismo que seguro era debido al estrés del nuevo trabajo, pero nunca le había visto actuar de esa manera. Le incomodaba admitir que por momento le temía a su propio padre.
Su madre, por otro lado, seguía tan amorosa como de costumbre.
—Alex, cariño, buen día—le recibió con una amplia sonrisa—. Estaba por subir a llamarte, pero te me adelantaste. La escuela no empieza hasta dentro de hora y media, pudiste dormir un poco más.
Iba preciosa en su desgastada camiseta aguamarina y pantalones de chándal. Llevaba el cabello rojizo recogido con la lapicera que usaba para anotar la lista de compras.
Alex le dio un beso en la frente. Olía a lavanda y suavizante para ropa.
—Lo sé, pero pensé en llegar temprano por si me demoraba en encontrar el aula—mintió él. La verdad era que no le apetecía esquivar a un montón de personas en los pasillos llegando justo a la hora.
—Bien, pues estoy preparando pan francés y huevos revueltos. ¿Quieres un poco?
El chico asintió entusiasmado.
Su madre le sirvió un plato con más comida de la que Alex creía poder manejar con el estómago revuelto. Entonces, con los codos sobre la mesa y el mentón entre las manos le escrutó el rostro con esos afilados ojos castaños.
—Dime, ¿estás nervioso?
—Un poco. Pero creo que sobreviviré.
Ella sonrió otra vez. La sonrisa de Lanna Green era como el primer sol de primavera que derrite la nieve sobre el prado.
—Sí, yo también lo creo.
Después del desayuno y sintiéndose de mejor ánimo, Alex se puso los audífonos y con These Boots Are Made For Walkin’ de Nancy Sinatra de fondo se puso en marcha.
El instituto estaba a un par de minutos de distancia por lo que sin importar cuánto intentara alargar el trayecto, cuando pisó la entrada principal todavía restaba media hora para su primera clase.
Fingió no percatarse de las miradas que le observaban sin tapujos mientras dejaba sus cosas en el casillero que le habían asignado. Aún a través de los audífonos sabía que hablaban sobre él entre susurros.
«Por lo visto las cosas no cambian no importa el continente—pensó».
Para su alivio el aula estaba vacía.
Alex se acomodó en un asiento junto a la ventana. Cerró los ojos y respiró hondo, dejándose bañar por los rayos de luz que entraban a través del cristal. Por un momento sólo eran él, la música en sus oídos y el cálido sol.
Al abrir los ojos se encontró con que una chica entraba por la puerta en ese momento. Era alta, con el cabello cobrizo posado sobre un hombro y unos labios casi rojos sin necesidad de labial. Vestía pantalones negros y una blusa blanca de corte marinero arremangada hasta los codos. Cuando la vio a los ojos Alex sintió ahogarse en aquel azul tan profundo como el océano.
Tragó saliva.
Un aguijón invisible se clavó en su pecho. En su estómago se instaló una vorágine de emociones difusas: alegría, ansiedad, una tristeza que rozaba en el luto y, por alguna razón, una extraña sensación de familiaridad, como si la conociera desde hacía mucho, aunque estuviera seguro de no haberla visto antes.
Fue consciente de que se la quedaba viendo por más tiempo del necesario. Y la habría admirado por mucho más si ella no hubiese apartado la mirada y seguido su camino hasta un asiento al fondo del aula.
Y como si el hechizo se hubiese roto, Alex volvió en sí.
El pecho le iba a estallar.
Con movimientos casi mecánicos revolvió su mochila en busca de un libro para tener algo que hacer. Subió el volumen de la música en un intento de silenciar los latidos de su corazón.
«¿Qué demonios te pasa, Green? Quedarte viéndola como asesino en serie sin disimular. Tremendo degenerado debiste parecer—se reconvino enterrando la cabeza en su copia de El Código Da Vinci y preguntándose cómo hacer que el libro se lo tragara».
Durante los veinte minutos siguientes Alex se dedicó a fingir que leía en tanto el aula comenzaba a llenarse sin que él prestara mucha atención. Todas sus fuerzas estaban enfocadas en no voltear hacia la chica a sus espaldas para no sentirse más humillado. Tan absorto estaba en la tarea que no se percató de que alguien le hablaba hasta que una mano se agitó frente a su rostro.
—Tío, ¿me has oído?
—Ah, lo… lo siento, no estaba escuchando—masculló aturdido, pausando la música—. ¿Qué decías?
En el asiento de su izquierda, un chico de piel muy bronceada le devolvió una expresión divertida.
—Viaje de ida y vuelta a la luna, ¿eh?—dijo entre risas—. Decía que debes ser uno de los transferidos de este año—Le tendió la mano—. Soy Benjamín Cortez, pero puedes llamarme Benji.
—Alexandro Green… Alex—dijo él tomando la mano que le ofrecía.
—Un placer, Alex. Veo que eres extranjero, porque de España seguro no con ese acento.
—No, soy de Nueva York. Mi familia se mudó hace poco.
Benjamín soltó un prolongado silbido.
—Conque La Gran Manzana—su sonrisa se había ensanchado aún más, si cabe—. Espero que sepas, que te haré un millón de preguntas. Pero no ahora, ya viene el profesor.
Tan sólo decirlo un señor de mediana edad caminó al frente de la clase.
—Buenos días, chicos. Bienvenidos a un nuevo año escolar que esperemos esté lleno de aprendizaje. —Parecía un tipo relajado, jovial. Paseó la vista a través del salón en un rápido sondeo—. La mayoría ya me conoce, otros no. Soy el profesor Ángel Abreu y estaré impartiendo la asignatura de inglés durante este año. Ahora, como saben todos tenemos a dos nuevos integrantes este año.
«Entonces no soy el único—pensó Alex, rogando que no lo obligaran a presentarse como en su escuela anterior». Para su desgracia, sus plegarias fueron desatendidas.
El profesor clavó la vista directo en él.
—Comencemos por el caballero. De pie, por favor. Dinos tu nombre y de dónde vienes—le pidió, sin compasión.
Alex se levantó sintiendo el peso de una docena de miradas puestas sobre él. Algunas chicas lo veían cual leones hambrientos. Benji le guiñó un ojo con una sonrisa de aliento.
—Ehm, me llamo…—Carraspeó para reunir algo de convicción, intentando disfrazar sus nervios lo mejor que pudo—. Me llamo Alexandro Green y soy de Nueva York.
—Vaya, un largo camino desde casa, ¿no?—bromeó el profesor despertando risas en el resto de la clase.
Alex se revolvió incómodo en su sitio.
—Pues, es sorprendente que en tu acento no haya rastro del inglés. ¿Dónde aprendiste tan bien el español?
—Mis abuelos maternos son venezolanos, aunque han vivido en Estados Unidos desde antes de tener a mi madre. Ellos se dieron a la tarea de enseñarme desde que era muy chico. Crecí hablando español…
De pronto su cabeza se inundó con paseos en el parque y momentos a la orilla del Hudson. Recuerdos teñidos de colores cálidos y risas compartidas entre tazas de cocoa caliente, tan nítidos como si tuvieran lugar justo ante sus ojos, pero que de algún modo se sentían fríos, ajenos. Como si se tratara de la película de la vida de un extraño.
La voz del profesor lo trajo de vuelta al presente.
—Por lo visto tendrá ventaja en esta clase con respecto a los demás.
Más risas. Esta vez las escuchó lejanas, como si vinieran de otra habitación. Un taladro se instaló junto a sus cienes.
—Puede sentarse, señor Green.
Alex no necesitó que se lo repitiera. Volvió a su silla ignorando la jaqueca y los ojos que seguían clavados en él. Las manos le temblaban frenéticas.
—Ahora, señorita, si es tan amable díganos su nombre y de dónde viene.
—Me llamo Dafne Palacios—aquella voz le llegó clara como el agua de un río.
Alex tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas para no girar el cuello ciento ochenta grados como la niña de El Exorcista apenas la escuchó. Volvió el rostro apenas lo suficiente para espiar por el rabillo del ojo a la chica de ojos azules y blusa blanca.
—Nací acá en Barcelona, pero he vivido en Roma desde que tengo memoria. Pero… cosas pasaron y ahora estoy de vuelta—dijo en un tono medio críptico—. Espero podamos llevarnos bien.
Entonces sonrió en dirección a Alex—o así le pareció a este—, y él bien podría haber muerto ahí mismo.
—Pues parece que este año tenemos una clase bastante internacional—comentó el profesor, a lo que siguieron risas otra vez—. Ya puede sentarse, señorita Palacios. Bueno, chicos, bienvenidos a la secundaria Santa Mónica. Comencemos con la clase.
Pero, por supuesto, Alex no pudo prestar atención a lo largo de la siguiente hora. Estaba muy ocupado pensando en Dafne. ¿Por qué tenía que sonreírle de esa manera? ¿Era una burla, un gesto de amigable u otra cosa? ¿O él estaba leyendo demasiado entre líneas? Tampoco podía sacudirse la sensación de que la conocía de algún lado.
De repente no podía pensar en otra cosa que no fuera ella. Aun cuando varios de sus compañeros se le acercaron después de la lección para presentarse, acribillándolo a preguntas que él respondió cordial, aunque incómodo, y durante el almuerzo mientras Benji le presentó a sus amigos, un grupo.
Para colmo, coincidió con Dafne en cada una de sus clases. Por lo que se convirtió en un ejercicio de autocontrol para él evitar espiarla a hurtadillas, tarea en la que falló miserablemente.
La ansiedad lo acosó por el resto del día hasta que por fin sonó la campana que anunciaba el fin de las clases, y Alex se dirigió a casa con un suspiro de alivio.
«Vaya día—pensó, agotado».
Quería que esa semana acabara pronto. Todo sería más fácil después.
Llevaba un par de calles recorridas cuando distinguió a un rostro ya familiar. Se encontró trotando hacia Dafne sin pensar.
—Hola… Dafne, ¿cierto?—dijo adoptando un tono que pretendía ser casual.
La chica pareció contrariada cuando detuvo la marcha.
—Hola, ehm… Alexandro. Estás en mi clase de inglés, ¿no?—su acento era como el de Alex, neutro.
—Y en todas las demás, al parecer—apuntó él con una risa incómoda, un tanto dolido ya que por lo visto ella apenas lo notó en todo el día.
—Ah, cierto. Lo siento, soy algo olvidadiza—pero por la forma en que lo dijo, Alex dedujo que no era del todo cierto.
Quizás no todo estaba perdido. ¿Aceptaría que la invitara a un café?
Alex compuso su mejor sonrisa antes de hablar.
—¿Vives por aquí cerca?
—No realmente. Voy a casa de un amigo.
Él pilló la mentira al vuelo, pero decidió pasarla por alto.
—Oh, ya veo…—Se devanó los sesos pensando en qué más decir, pero no se le ocurría nada. Acabó soltando una pregunta antes de darse cuenta—: Oye, ¿nos conocemos de algún lado?
Por un momento, la chica pareció sorprendida. Pero si en realidad lo estaba, supo disimularlo de inmediato.
—No lo creo—dijo, rotunda. Aunque claramente se trataba de otra mentira—. Lo siento, pero llevo algo de prisa.
Viendo que no valía la pena insistir, Alex se dio por vencido.
—Entiendo. Yo también debería irme.
—Nos vemos en clase.
Y sin más, cruzó la calle a la carrera dejándolo desconcertado en el sitio.
Más tarde Alex repasó esa conversación mil veces en su cabeza. Estaba seguro de que Dafne mentía, ¿pero por qué? Mientras más pensaba en ello más se convencía de que la conocía de antes, pero intentar recordar fue en vano.
Ya en la noche mientras luchaba por conciliar el sueño, la idea no lo abandonó. Y cuando al fin logró conciliar el sueño lo hizo pensando en un par de ojos azules.
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