En la cámara de concilios reinaba un silencio sombrío.
Con la mirada ausente y el rostro consumido de alguien que ha vivido demasiado, Percival seguía sentado en su trono de oro. El tiempo era un enemigo despiadado y ni siquiera los dioses de sangre divina podían escapar a su huella; ni aún el supremo rey de los cielos—antes conocido como el gran Zeus, dios del rayo—, como evidenciaban las hondas arrugas de su rostro y un cuerpo ni la mitad de robusto de lo que fue en el pasado.
La discusión con su hermano debió afectarle más de lo esperado, pues no se percató de la presencia de Diana sino hasta que la tuvo apenas a unos pasos frente a él.
La miró largamente antes de hablar.
—Diana, cariño, ¿qué haces aquí?—dijo, afectuoso, recomponiéndose al ver que no se encontraba a solas—. Tú nunca vienes a estas reuniones.
—Esta era obligatoria—señaló ella con una sonrisa, aliviada al ver que no parecía enojado.
—Eso nunca ha sido un impedimento para ti. A ver, ¿qué necesitas?
Diana sonrió viéndose atrapada.
Aquella corte plagada de intrigas y falsas cortesías—sin contar con la presencia de ciertos dioses a los que repudiaba, que no eran pocos—le asqueaba a tal punto que ahora apenas visitaba el Olimpo, el hogar que la vio crecer. Prefería enviar a otros en su lugar y refugiarse en la tranquila familiaridad de Diapolis, lejos de la capital.
Las sospechas de Percival eran acertadas, Diana sólo estaba allí por necesidad.
—Tenía que verte con urgencia.
—¿De qué se trata?—el rey ahora la veía con aún más interés.
—Es Febo—confesó, contrariada por tener que recurrir a su ayuda—. Hace semanas que no viene a casa y no he recibido noticias suyas. Y… con lo de Dionisio… comienzo a preocuparme.
Una sombra cubrió el rostro de Percival, pero se fue tan pronto vino.
—Diana, conoces a tu hermano. Lo más probable es que ande de cacería o metido en alguna aldea atendiendo enfermos—dijo en un tono tranquilizador que a Diana se le antojaba demasiado a condescendencia—. Volverá cuando le plazca.
—No. Siempre que abandona la ciudad se despide antes de partir o me hace saber que se ausentará, pero esta vez desapareció sin decir nada. Y tengo este presentimiento de que algo anda mal. Además…
Vaciló un momento, pero al final tomó una decisión. Debía contarle si pretendía convencerlo de la gravedad del asunto.
Tres semanas atrás Diana salió de cacería al Bosque de la Luna como cada viernes. Era una actividad que compartía con su hermano, pero Febo le avisó que no podría acompañarla y ella acabó yendo por su cuenta.
Llevaba un par de horas rondando el bosque cuando le atacó una repentina presión en el pecho, una sensación ya bien conocida. Desde niña Diana compartía una conexión especial con su gemelo; estaba más que acostumbrada a sentir cuando algo le ocurría a Febo, alguien bastante propenso a lastimarse. Como el dolor fue leve y duró poco Diana prefirió no darle más vueltas y retomó su cacería.
Entonces, algo más tarde, tenía a tiro a un conejo cuando su visión se tornó borrosa y un corrientazo le recorrió el cuerpo como si la hubiese impactado un rayo. Lo siguiente que supo es que se encontraba tendida en el suelo del bosque. Se llevó la mano a la nariz, brotaba sangre. El brazo derecho le escocía en el lugar donde apareció una marca pálida similar a un tatuaje con forma de media luna.
Sin embargo, lo que acabó asustándola fue percatarse de que ya no percibía la presencia de su hermano.
Desde que tenía memoria siempre fue consciente del lazo invisible que la mantenía unida a Febo, como si una parte de él la acompañara siempre, sin importar la distancia. Estaban unidos por algo más que la sangre. Pero ahora no había nada. Era como si él se hubiera desvanecido y sólo quedara un enorme vacío en su lugar.
Diana nunca se había sentido tan sola como en ese agónico momento.
«Sin Febo, ¿qué soy yo?». Encontrarse con que no tenía respuesta la aterró llevándola al borde de las lágrimas.
Sólo tras obligarse a respirar hondo notó que la presencia de su hermano seguía ahí, sólo que más débil. Como una huella en la arena que las olas han bañado casi hasta borrarla por completo.
Aquella noche los lobos del Bosque de la Luna aullaron hasta el alba, como llamando a su amo o lamentándose por él. Un coro lúgubre que se escucharía en media ciudad y que más tarde comentarían se trataba de un mal presagio.
Días pasaron sin que su gemelo diera señales de vida. Tampoco hubo éxito rastreándolo por ningún medio, mortal o mágico, o forma de comunicarse con él. Era como si hubiera desaparecido de la faz de la tierra.
Diana pensó en recurrir a Percival, pero su madre la persuadió de lo contrario. Era un secreto a voces que el rey del Olimpo no movería un dedo por Febo sin una razón de peso.
Así que siguió esperando.
Estaban por cumplirse dos agónicas semanas cuando una noticia con alas negras llegó a Diapolis: el cuerpo de Dionisio fue encontrado sin vida a las puertas del Olimpo. Por primera vez en siglos un inmortal protegido por las aguas del río Leteo, invulnerable ante armas convencionales fue brutalmente asesinado. Y nadie sabía quién pudo ser el culpable o cómo lo hizo.
La noticia se extendió como el polen a la brisa y en poco tiempo todo Mhytos, el reino de los dioses y demás seres míticos, se estremeció hasta la médula. En Diapolis, así también lo hizo Diana.
Quiso convencerse de que tal cosa no podía sucederle a su hermano. Después de todo, él no era el débil beodo de Dionisio, sino uno de los descendientes más poderosos de la casta griega. Además, si algo fatal le hubiese ocurrido Diana lo sabría, lo habría sentido. Pero mientras su lado racional le instaba a mantener la calma, su inquietud sólo caló más profundo.
Y después de más días sin novedades el corto hilo que constituía su paciencia alcanzó su fin. Su hermano podía estar en peligro y Diana, una mujer de acción, había tenido suficiente de quedarse de brazos cruzados.
—Vaya, si es que hasta a mí me has preocupado—comentó Percival, ceñudo, cuando Diana acabó de hablar—. Desde luego esta situación no suena propia de tu hermano…—Lo meditó por un momento—. Esto es lo que haremos: organizaré partidas de exploración con los mejores rastreadores de los que dispongo para buscarlo. Hermes está ocupado con otros asuntos, pero Iris es más que capaz de encargarse de la tarea. Aunque considero deberíamos ser discretos sobre este asunto y reducir la cantidad de involucrados, al menos por el momento.
—Estoy de acuerdo—Diana no tenía la mínima intención de mostrar debilidad ante los enemigos de Diapolis. Mientras menos personas supieran de la desaparición de Febo, mejor.
Percival asintió.
—¿Quién se ha encargado de Diapolis?
—Yo—dijo Diana con un suspiro de cansancio—. Gracias a Gea tengo a madre conmigo porque no habría podido manejarlo yo sola… No sé cómo Febo puede con tanto.
Las últimas semanas le habían hecho admirar aún más a su mellizo, sobre quien recaía la mayor parte de la carga de gobernar la ciudad. Una carga para nada ligera considerando que Diapolis era la ciudad mítica más grande de todas, casi tan importante como el Olimpo. Tan sólo pensar en la lista de peticionarios le causaba migraña.
—Es tanto trabajo que tuve que delegarle a las musas los asuntos menores para centrarme en los temas de importancia.
—Pues ya no será así—ordenó Percival en ese tono autoritario tan típico suyo—. A partir de ahora gobernarás la ciudad como te corresponde mientras tu hermano siga ausente. No sabemos cuánto tomará localizarlo y Diapolis no puede seguir por mucho sin un líder. Sin tu hermano, la corona de laurel es tuya. Así podrás mantener la cabeza ocupada mientras esperas.
Su postura se veía venir a la legua. Como todo rey, para el gran Zeus mandonear a otros era casi tan natural como respirar.
Pero Diana no se dejaba amedrentar tan fácil.
—Me niego—dijo firme como un roble— No me quedaré sentada detrás de una pila de plegarias mientras otros hacen el trabajo. No me tomé la molestia de subir todo el camino hasta el trono de su Alteza sólo para pedirte ayuda, sino a notificarte que mañana bajaré a buscarlo yo misma. Soy yo quien posee el vínculo con él, así que nadie tiene mejor oportunidad para encontrarlo que yo.
Cualquier persona sensata se la pensaría dos veces y aún una tercera antes de dirigirse al rey de esa manera, sobre todo después de su discusión con Poseidón, pero no Diana. Si alguien podía salirle con la suya era ella.
—Ay, cariño, no abuses del cariño que te profeso—le advirtió el hombre. Su rostro permanecía impávido, pero ella pilló la sonrisa que aleteaba en sus labios—. ¿No has dicho que ya casi no sentías ese vínculo? ¿Y es que piensas a dejar Diapolis a cargo sólo de las musas?
—Cierto, casi no lo siento, pero está ahí. Y apenas esté cerca de Febo lo sabré—refutó ella llena de convicción—. Y en cuanto a Diapolis, no me creas tonta para dejar la ciudad a merced de esas mujeres. De eso se encargará madre. Ya lo he discutido con ella.
Él arqueó una ceja llena de curiosidad.
— ¿Leto está de acuerdo con todo esto?
—No puedo decir que esté contenta. Pero se rindió en hacerme cambiar de opinión. Mujer sabia al fin.
—Y si nada pudo hacer ella para persuadirte, menos esperanzas tengo yo.
Diana esbozó su sonrisa más cánida.
—Me alegra que estemos en la misma página. Digas lo que digas, bajaré. Y créeme, encontraré a ese insolente y lo haré pagar por tenerme tan preocupada.
Percival dejó escapar una risotada que retumbó en el mármol de la sala. Y Diana supo que había ganado.
—Siempre obtienes lo que quieres, pequeña osa—dijo el rey entre risas—. Muy bien, adelante. Cualquier novedad te será comunicada, así que estate al pendiente de cualquier noticia.
—Así lo haré—asintió Diana. Y con una ligera reverencia añadió—: Gracias por su tiempo.
Iba de camino a la salida con una ligera sonrisa aleteando en sus labios—su sonrisa de victoria—cuando la voz de Percival le hizo volverse.
—Diana, cariño—el dios parecía más cansado que nunca—. Por favor, cuídate.
La fragilidad en su voz la conmovió.
—Lo haré, padre.
Abandonó la habitación dejando al viejo rey a solas otra vez.
Cruzó amplios pasillos de mármol forrados de oro y joyas, pasando por jardines con estatuas de bronce y plantas cuya belleza los mortales sólo podían soñar, hasta cruzar un portal que la llevó de vuelta a Diapolis en un santiamén.
Planeaba partir lo más pronto posible. El problema era que no sabía por dónde empezar. Más temprano ese día había tenido una especie de corazonada que tiraba de ella hacia el oeste; y era justo hacia allá a donde se dirigiría. Pero “el oeste” era demasiado ambiguo.
«Tendré que averiguarlo sobre la marcha».
Ya tenía preparado casi todo lo que necesitaba. Sólo restaba que Astea llegara con sus sabuesos. Llevaba algún tiempo esperándola en su habitación cuando la puerta se abrió de golpe causándole un sobresalto.
Orión, el semidiós conocido como El Cazador, irrumpió en la habitación como un huracán.
—Preciosa, escuché que nos vamos de expedición.
—¡Maldición, Orión! ¿No terminas de entender que no puedes entrar sin avisar? ¿Qué habría pasado si hubiese estado desnuda?
—Bueno, ese habría sido un espectáculo digno de admirar—dijo el joven con una mirada de vivarachos ojos cafés.
—Y sería lo último que verías. ¿Sabes qué le pasó al último hombre que intentó espiarme desnuda?—inquirió con una sonrisa siniestra—. Lo transformé en ciervo e hice que mis sabuesos lo devoraran—Era una época de la que se arrepentía, pero a veces era útil como moraleja.
El semidiós fingió estremecerse y luego sonrió.
—Si mi muerte es el precio a pagar, habrá valido la pena—declaró en tono empalagoso. Orión tenía un talento inmenso para cabrear a Diana, se dedicaba a ello como si de un deporte se tratara.
—Eres asqueroso...
—Y tú eres todo un amor como siempre.
—Sólo dime qué quieres y lárgate—le espetó Diana.
—Oí que te vas de excursión.
—Oíste bien. Tengo que buscar a mi hermano que, no sé si sabes, pero está desaparecido—añadió ella con marcada ironía.
—¿Y cuándo te vas?
—Ahora mismo. Sólo espero por Astea, pero está tardando demasiado.
—Ah, esa chica. Le dije que tenía el resto del día libre, que yo podía entregarte a tus muchachos—comentó Orión en tono despreocupado—. La pobre estaba pálida, pero no tuvo otra opción.
—¿Con qué autoridad hiciste eso, si se puede saber?
—Con mi autoridad como oficial de la guardia de esta ciudad.
—Siempre haces lo que te viene en gana, ¿no?
—Me recuerda a alguien que conozco—replicó él con fingida inocencia.
Diana ya había tenido suficiente de aquella conversación, no tenía tiempo que perder con provocaciones. Tomó su arco, el carcaj y su bolso de caza antes de enfrentarlo. Pero Orión estaba bloqueando la puerta, por supuesto.
—Fuera del camino, estorbas—el hombre le sacaba más de una cabeza de estatura y el orgullo de Diana le impidió alzar la cara para enfrentarlo, de modo que se lo dijo a su pecho.
—Tendrás que esperar un momento mientras busco algunas cosas y luego podremos irnos.
—¿Irnos? ¿En plural? ¿En qué momento te invité a venir conmigo?
—Tu carta debió extraviarse en el camino, Hermes es tan descuidado a veces…
Diana clavó en él una mirada de acero.
—No estoy para juegos.
—Como quieras—dijo Orión alzando las manos—. Pero no hablo en serio. Voy contigo.
—No necesito niñera. Soy capaz de cuidarme sola.
Orión soltó una risilla.
—Nunca me atrevería a dudarlo. Es más, tu independencia es una de las cosas que más me gustan de ti—le guiñó un ojo y ella puso los suyos en blanco—. No obstante, esa no es la cuestión. Es simple, no te dejaré bajar sola a buscar a Febo sin tener idea de dónde está.
—¿Y por qué te concierne?
—Porque Febo es mi amigo, diría que el único que me soporta como soy, y me preocupa tanto como a ti—alegó el joven—. Además, mi honor como caballero me impide dejar que una joven y hermosa virgen se aventure en las fauces del lobo sin protección. —Exhaló un suspiro y de repente su actitud fanfarrona se relajó. —Mira, no sabes dónde está Febo y sólo tienes una minúscula pista para comenzar, algo de ayuda no te viene mal. Bien que te servirían las habilidades del mejor explorador en la tierra, ¿no? Déjame ayudarte, sino por ti, por Febo.
Diana lo miró largamente.
—Lo de virgen está demás.
Orión sonrió exhibiendo unos dientes tan blancos como perlas. Era un patán, pero Diana debía admitir que tenía una sonrisa encantadora.
—No lo diré otra vez—prometió—. ¿Entonces estás de acuerdo con que vaya? No es que importe la respuesta, pero… tú entiendes.
—Bien, puedes venir—accedió Diana—. Sólo no estorbes. Y apresúrate a empacar. O me voy sin ti.
El semidiós adoptó un saludo militar.
—Como ordene, mi señora.—Y con otra sonrisa añadió—: Dame cinco minutos.
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