Viera a donde viera, el color que más distinguía era el verde. Estaba en medio de una amplia pradera cubierta de flores que parecía extenderse hasta el infinito, interrumpida sólo por una colina en cuya cima se erguía una enorme estructura, especie de plaza, compuesta por seis pilares de un blanco inmaculado en forma de media luna.
Una brisa fresca recorrió la pradera.
Alex cerró los ojos y respiro profundo, aquello se sentía como casa. Cuando los abrió de nuevo se encontraba en la cima de la colina, en el centro de los pilares. Desde allí, la pradera lucía aún más hermosa, bañada por los tonos ocres que acompañan al crepúsculo.
Un graznido lo saco de su ensoñación. Alex se volvió hacia el origen del sonido para descubrir a un inusual cuervo de plumas blancas posado en el suelo junto a él. El ave le devolvió una mirada curiosa ladeando la cabeza antes de soltar otro graznido desplegando sus alas albas y alzar el vuelo. Él la siguió con la mirada hasta que la pequeña figura se perdió entre los colores del cielo.
Agua.
Sintió los pies mojados. Cuando miró hacia abajo reparó en que de una grieta en el suelo donde antes estuvo el cuervo ahora brotaba agua. Era un hilillo al principio, casi tímido, pero el flujo aumentó de repente hasta convertirse en un chorro.
La lógica indicaba que el agua seguiría su curso colina abajo, pero la lógica no aplicaba a aquel sueño. En cuestión de segundos el agua le llegó hasta las rodillas, luego a la cintura. Antes de que Alex lo notara ya le cubría el pecho. Fue entonces cuando la vio: una ola del tamaño de un rascacielos aproximándose desde la parte trasera de la colina, cerniéndose sobre ella.
Sin forma de evitar lo que se venía, Alex nadó hasta el pilar más cercano y se abrazó a él a la espera del impacto.
Se escuchó un estruendo como si la misma tierra se hubiese partido. La estructura a su alrededor tembló cuando la ola devoró la colina. Aunque sujetándose con todas sus fuerzas de la columna, Alex se vio arrastrado por la corriente incapaz de otra cosa que no fuera aguantar la respiración y rezar para no morir ahogado en tanto daba tumbos de lado a lado.
Cuando abrió los ojos se encontró flotando en el agua. Notó que seguía en medio de la plaza, como si apenas se hubiese movido de lugar en todo este tiempo. Comenzó a nadar en busca de la superficie, pero se detuvo en seco al reparar en una figura que flotaba inmóvil a unos metros de distancia.
Por impulso nadó hasta ella y estando más cerca notó que se trataba de una persona. Algo dentro de sí le dijo que no se acercara, que huyera; pero Alex acabó cerrando la distancia que los separaba. Y para su horror se encontró ante el rostro sin vida de su madre.
Alexandro soltó un grito que en lugar de sonido sólo produjo burbujas, dando paso libre para que el agua entras entrara por su garganta. Comprendiendo que era el final, sólo alcanzó a pensar que la muerte le sabía a sal.
Despertó en su cama entre toses, con la ropa empapada de sudor y el cuerpo presa de temblores. El saborcillo salobre que sentía en la boca una resonancia del sueño que se coló a la realidad.
La cosa con las pesadillas, a diferencia de los sueños regulares, es que cuando despiertas siguen terriblemente presentes. Muchas veces abres los ojos después de un sueño apenas recordando de qué iba; pero con una pesadilla cada detalle permanece allí, brutal, tan vívido. Y por más que Alex lo intentó no podía apartar de su cabeza la imagen de su madre flotando inerte en el agua.
Sólo tras mucho esfuerzo pudo confinar una parte de esos oscuros pensamientos en un rincón de su cabeza, aunque de seguro no tardarían en resurgir para atormentarlo.
Miró la hora en su celular. Apenas daban las cinco, al despertador le restaba una hora para activarse. Aun así, Alex comenzó alistarse para el instituto en un intento de despejar la mente.
La casa estaba en silencio cuando bajó.
La pesadilla había pulverizado todo apetito que pudiera tener, de modo que decidió aprovechar para salir a hurtadillas antes de que su madre despertara y lo increpara por saltarse el desayuno. Sin embargo, sus planes se vieron frustrados antes de cruzar la puerta cuando una voz habló a sus espaldas.
—¿Ya te vas? ¿Tan temprano?—dijo Lanna medio dormida desde el umbral de las escaleras. El cabello suelto y despeinado la hacía lucir más joven.
Verla allí, tan cálida, viva, le trajo la terrible imagen de la pesadilla.
«No pienses en eso, fue solo un estúpido sueño.»
—Quería caminar un rato antes de ir a la escuela.
—¿Desayunaste?
—Sí, he cogido algo de cereal y jugo de naranja.
Ella cruzó los brazos y lo miró suspicaz.
—Sabes que eres un pésimo mentiroso, y más para mí que soy tu madre. No sé a quién pretendes engañar—expuso con ese particular tono medio en broma que adoptaba cuando le pillaba una mentira—. Pero haz lo que quieras, eres tú quien morirá de hambre.
—Mamá, no exageres—rió Alex. Se acercó a ella y le plantó un beso en la mejilla para luego abrazarla—. Comeré algo más tarde, ¿vale?
Su madre lo envolvió entre sus brazos con fuerza.
—De acuerdo, cariño. Sé bueno, sé fuerte y cuídate mucho. Te amo—la última frase fue apenas un susurro que le provocó un escalofrío a Alex. ¿Por qué sonaba como una despedida?
Alex sintió que si seguía allí por más tiempo rompería en llanto.
—También te amo—dijo obligándose a soltarla antes de salir por la puerta.
Caminó buscando despejarse. Escuchando música desde su reproductor, Alex anduvo aquellas calles sin rumbo fijo, dejando que sus piernas dictaran el camino. Si se concentraba en la música y en las cosas que había en la ruta—la florería abriendo sus puertas, la señora que paseaba a su golden retriever, el paraguas arcoíris de aquel niño…—su mente se vaciaba lo suficiente para no tener que pensar en nada más.
No sabía cuánto tiempo llevaba dando vueltas cuando se topó con lo que parecía ser la escena de un accidente.
Tres coches se habían estrellado con tanta violencia que se habían deformado en un desastre de metal torcido, vidrios y aceite de motor. La policía ya había establecido un perímetro para mantener a raya a los fisgones, y los paramédicos cargaban las ambulancias con cuatro camillas cuyos ocupantes estaban dentro de bolsas negras.
«Cuatro cuerpos—contó Alex, sombrío—. Cuatro cadáveres».
Un estremecimiento le recorrió el cuerpo.
En ese momento algo le llamó la atención. Sobre cada uno de los cuerpos había posado un cuervo sin que nadie hiciera nada para ahuyentarlos, como si el negro de sus plumas estuviera para resaltar lo lúgubre de la situación.
Los cuatro cuervos clavaron sus ojos agudos en él y graznaron al unísono. Acto seguido, alzaron el vuelo al mismo tiempo y planearon en círculos justo encima de Alex, quien sólo podía contemplarlos como idiotizado. Y de la nada, desaparecieron.
Alex recordó al cuervo de su sueño. Sacudió la cabeza. Al menos estos no eran blancos. ¿Acaso más nadie lo había visto?
Su atención viajó de vuelta al accidente, pero no había nada de lo que un momento atrás hubo. Ninguna ambulancia, ni coches destruidos, o paramédicos. Sólo una calle despejada y transeúntes caminando despreocupados, ajenos a la visión que él acababa de presenciar.
Alex pensó que en definitiva estaba enloqueciendo. La cabeza le daba vueltas y sentía el estómago revuelto. Todo era culpa de esa estúpida pesadilla. Cerró una mano de modo que las uñas se le clavaron en la palma para confirmar que estaba despierto. Habría preferido no estarlo.
El celular vibró en su bolsillo. Era un mensaje de su padre: «Ven a casa apenas salgas de la escuela. Sin desvíos. Tenemos que hablar». Genial, otra cosa de qué preocuparse.
«Vaya día de mierda—pensó Alex, aunque el día apenas comenzaba».
Reparó en que llevaba demasiado parado en aquel sitio contemplando la nada y algunas personas se le quedaban viendo, así que fingió normalidad y comenzó a caminar en dirección al instituto.
El resto de la mañana su cabeza estuvo las nubes mientras su cuerpo estaba en clases. No habló más que con monosílabos, no almorzó y apenas reaccionó cuando se encontró dos veces de frente a Dafne. Su mente estaba acaparada por los recuerdos de su sueño, los cuervos y el accidente.
Cuando por fin acabaron las clases fue el primero en salir del aula, mascullando algunas despedidas. Sólo quería volver a casa lo más pronto posible y encerrarse en su cuarto.
Como el instinto lo disuadió de acercarse al lugar donde imaginó el accidente acabó tomando una ruta diferente. Sería más largo, pero prefería caminar un poco más antes que volver al lugar de sus pesadillas. Distraído, atravesó varías callejuelas hasta que sus pies le llevaron ante una edificación inusual en esa parte de la ciudad.
Alex se detuvo un momento a contemplar la enorme estructura.
Se trataba una pequeña iglesia de estilo gótico con bellísimos contrafuertes tallados en intrincados diseños. La puerta principal constaba de un enorme arco coronado en un pináculo con una cruz en la punta y sobre este un rosetón. En los nichos de cada refuerzo estaban grabadas imágenes de apóstolos y vírgenes martirizadas. La estructura, aunque hermosa, parecía abandonada.
«¿Quién deja que un monumento como este caiga en la ruina?»
Sólo había un detalle que le disgustaba del edificio: las dos inmensas gárgolas apostadas en lo alto del arco. Con sus imponentes figuras, rostros desfigurados en expresiones burlonas y ojos que parecían seguirlo a todas partes.
La fijeza de sus miradas le hizo sentirse sobrecogido. Incluso podría jurar que una se había movido.
Alex sacudió la cabeza.
Reanudó la marcha sintiendo dos pares de ojos clavados en su nuca. «Solo llegas a la esquina y cuando estés lejos de aquí te darás cuenta de lo estúpido que fuiste, actuando como un chiquillo asustadizo—se dijo». Pero cuando oyó dos ruidos secos a sus espaldas, como de algo que cae de una gran altura, sintió que todo su valor se esfumaba.
Se volvió despacio. Por un momento le costó dar crédito a lo que veía, pero cuando parpadeó varias veces y las dos gárgolas seguían de pie en el suelo frente a él sintió que el corazón se le salía por la boca.
Intentó decirse que sólo era otra ilusión, como el accidente y los cuervos, pero tuvo la terrible certeza de que aquellas cosas eran muy reales. Y por la forma en que lo miraban no eran nada amigables.
Estaban acuclilladas, inmóviles, midiendo a su presa. O quizás esperando que él hiciera el primer movimiento.
Alex concluyó que si debía luchar sus probabilidades de ganar eran bajas, pues aunque les duplicaba en estatura, ellas eran dos, estaban hechas de piedra y en sus horribles rostros hambrientos se notaba que eran salvajes y despiadadas.
Escaneó el callejón de forma frenética en busca una ruta de escape—aunque algo le decía que aquellas criaturas eran más rápidas de lo que aparentaban y podían alcanzarlo sin problemas—o alguien que pudiera ayudarle. Pero sus esfuerzos fueron en vano. Estaba solo y acorralado.
«Piensa, piensa, pien…».
Ahí, unos tres metros a su derecha, había un tubo de metal, que podía usar como arma. ¿Sería lo bastante rápido para llegar a ella antes de que le alcanzaran? La duda lo invadía, paralizándolo. Pero también tenía la certeza de que si no hacía algo, moriría en aquel sucio y apartado callejón.
«Devorarán mi cadáver. Nadie sabrá qué pasó conmigo y me convertiré en un adolescente desaparecido más. Una estadística—aquellas sombrías ideas clavaron las garras en su mente.» Alex decidió que no tenía otra opción más que luchar por su vida.
Despacio, sin apartar la vista de las criaturas y cuidando de no hacer movimientos bruscos, se giró apenas un ápice. No hubo reacción.
Corrió hacia su objetivo. Dos horribles chillidos rompieron el silencio circundante. Ahora las gárgolas se dirigían hacia él.
Tras correr lo que se sintió como kilómetros, Alex por fin alcanzó el hierro. Y justo cuando sus manos temblorosas aferraron el frío metal, se giró imprimiendo todas sus fuerzas en un porrazo que asestó de lleno en un brazo y parte del pecho de la gárgola que en ese momento saltaba sobre él.
El monstruo soltó un alarido ensordecedor y cayó a escasos metros de distancia, retorciéndose de dolor. Alex observó satisfecho que le había destruido el brazo por completo. Pero ni de cerca estaba imposibilitado, por el contrario, se había vuelto más furioso si cabía.
La criatura se puso de pie acuclillada de medio lado, apoyándose en su brazo sano, y Alex blandió el hierro entre ambos, atento a cada movimiento de su rival esperando el momento de volver a atacar. No sabía a dónde había ido a parar la otra gárgola y en un pequeño rincón de su mente una voz le alarmó sobre ello—era peor tener a un enemigo oculto entre las sombras que justo al frente—, pero toda su atención estaba puesta en el enemigo ante él.
La gárgola soltó otro de sus horribles chillidos y se abalanzó hacia Alex como un poseso.
Pero en esta ocasión el muchacho estaba preparado para recibirlo con un golpe que acertó al endemoniado ser en el pecho. La tubería vibró entre las manos de Alex como resultado del impacto, pero consiguió abrirse paso a través de la dura cubierta de roca que era la piel de la gárgola. Guijarros volaron en todas las direcciones al tiempo que la esta soltaba un alarido aún más lastimero que el anterior.
El monstruo se desplomó, al parecer fuera de combate. Alex se preparó para rematarla cuando algo lo cogió por el tobillo.
«El otro», alcanzó a pensar antes de caer al suelo y verse arrastrado como un muñeco por el pavimento, soltando su arma improvisada en el proceso.
Alex pataleó frenético intentando zafarse, pero el agarre de criatura sobre su carne era de acero. Sin importar cuánta resistencia puso se vio arrastrado por metros, hasta cruzar hacia un callejón oscuro y aún más allá.
Desesperado, Alex blandió un pedazo de ladrillo que recogió del suelo y lo lanzó contra su agresor, que aflojó el agarre por un segundo. Entonces con su pierna libre Alex pateó el brazo que lo aferraba librando por fin su otra pierna.
Se puso de pie como pudo. Tenía que escapar.
Un zarpazo le cruzó el costado desgarrando la blanda carne humana. Alex gritó cayendo boca abajo.
La gárgola emitió un sonido escalofriante, parte risa, parte rugido, como anunciando su victoria. Su rostro era el de un demonio, orejas puntiagudas, dientes afilados y pétreos ojos sedientos de sangre. Exhibió sus zarpas triunfante, y Alex se preparó para recibir otro golpe.
Pero éste nunca llegó. Las garras se detuvieron a medio camino cuando una afilada hoja de acero brotó del pecho de la bestia, que profirió un aullido horripilante. La piedra se deshizo entre polvo dejando a la vista una espada y a su portadora.
Dafne lo miró desde arriba con aquellos penetrantes ojos azules.
—Sí, vaya día de mierda—masculló Alex.
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