Cerca de una semana había transcurrido desde su incómoda conversación con Dafne el primer día de clases y desde entonces no habían vuelto a dirigirse la palabra. Los esfuerzos de la chica por evitarlo eran más que obvios y, aunque contrariado, Alex prefirió dejarlo estar. Así que pasaban el día compartiendo aula, profesores y conversaciones con el resto de sus compañeros mientras un abismo los separaba.
Por eso, ella era la última persona que habría esperado viniese a rescatarlo en aquel callejón oscuro. Y portando una espada, nada menos.
—Eso estuvo cerca—dijo sin mostrarse afectada por la situación que acababa de presenciar—. Un poco más y habríamos tenido problemas.
Tirado de espaldas en el suelo, Alex luchó por formar una oración coherente en tanto su mente intentaba procesar los sucesos del último par de minutos, de todo el día incluso.
—¿Qué… qué eran esas cosas? ¿De dónde saliste? Y ya que estamos en esto, ¿me estoy volviendo loco?—balbuceó al borde de la histeria.
Dafne enfundó su espada en la vaina que llevaba junto a la cintura y le tendió una mano para ayudarlo a incorporarse
—No estás loco, eran gárgolas reales. Y te he estado buscando desde que saliste corriendo de la escuela. —Llevaba pantalones oscuros y una camisa negra por debajo de la cazadora marrón, el cabello cobrizo trenzado en una coleta. —Estás herido. Déjame ver.
Y sin esperar el consentimiento de Alex comenzó a revisarle el costado donde había recibido el zarpazo de la gárgola. Sus manos actuaban con movimientos firmes y cuidadosos, como una profesional.
—¿Por qué me buscabas?—preguntó Alex conteniendo un quejido cuando la herida le disparó un corrientazo de dolor a través del cuerpo.
—Porque sabía que te atacarían hoy. Aunque esperaba que lo hicieran cuando llegaras a casa—contestó ella sin apartar la vista de su tarea—. Planeaba interceptarte antes, pero de todos los días decidiste desviarte hoy. ¿Qué hacías en este lugar?
Alex no supo qué contestar.
—¿Por qué querrían atacarme esas… cosas en un primer lugar?
—En serio no recuerdas nada…—dijo ella por fin viéndolo a la cara. Él la miró en blanco y ella masculló algo de nuevo para sí misma—: Europa me lo advirtió, pero no imagine que fuese tan serio.
—¿Quién es Europa?—inquirió Alex comenzando a sentir cómo su frustración en aumento—. Mira, tendrás que dejar de ser tan críptica y responde con claridad.
Dafne le lanzó una mirada que le instó a callarse.
—Escucha, te lo contaré todo, ¿de acuerdo? Pero no aquí. Tenemos que irnos antes de que lleguen los otros—declaró, retirando sus manos de la herida—. No es nada serio, pero tendré que vendarla. Vamos.
La chica comenzó a caminar, pero Alex se quedó plantado donde estaba.
—¿A dónde?—demandó, firme, dejando claro que no se movería hasta obtener una respuesta.
—A un sitio seguro. Sólo camina... ¿O prefieres esperar a que lleguen cosas peores que gárgolas?
Alex vaciló un momento. Miró en dirección a la montaña de polvo que antes era la gárgola, entonces la siguió.
Se movieron en silencio evitando las rutas principales, a través de veredas desiertas y callejuelas tan estrechas que apenas había espacio para una persona a la vez. Alex agradeció que no se toparan con nadie en el camino considerando el aspecto deplorable que debía ofrecer, con el cuerpo cubierto de arañazos y la camiseta rota y manchada de sangre.
Al fin, Dafne se detuvo ante la entrada de un viejo teatro abandonado y comenzó a retirar la cadena oxidada que bloqueaba la puerta.
Él la miró incrédulo.
—¿Hablas en serio?
—Sólo entra.
El lugar estaba tan desordenado como cabría esperarse; un reino de polvo y telarañas que apenas dejaba entrar la luz exterior. Dafne avanzó en línea recta ignorando el entorno, sus pasos levantando ecos en el espacio vacío, hasta la última sala del local.
—Es aquí.
—Tienes que estar jugando conmigo—murmuró Alex, aunque obedeció a regañadientes.
Para su sorpresa detrás de la puerta no encontró la polvorienta sala llena de butacas que esperaba. De hecho, sería más apropiado llamarlo bunker que una sala de cine. En el interior sólo había un pequeño catre de metal, una desgastada mesa de madera endeble con sus dos sillas y un sofá rojo en forma de “L”. Estantes repletos de latas de comida, conservas y agua potable ocupaban las paredes desde el suelo hasta arriba.
—Entonces… ¿vives aquí?—inquirió Alex, medio en broma. Dafne asintió y él volvió a repasar la habitación con la mirada. Costaba imaginársela viviendo en aquel lugar, pero dejaba de parecer del todo descabellado cuando recordaba que ella andaba por ahí con una espada en la mano—¿Te preparas para una guerra o algo?
—Podría decirse, aunque nada de esto serviría mucho en la guerra que se avecina. Pero este es un lugar seguro y me sirve como refugio por el momento—dijo sin que Alex detectara un atisbo de gracia en su tono—. Tengo que tratar la herida, será mejor que te sientes… Tendrás que quitarte la camiseta.
Tomando asiento en el sofá Alex se retiró la camisa hecha jirones sintiendo las mejillas enrojecer de lo incómodo. Su rostro se contrajo en una mueca cuando la tela le rozó la herida.
—Mientras estás en eso, ¿podrías explicarme qué está pasando?
Dafne exhaló un suspiro. Acercó una de las sillas de la mesa y se sentó de frente a él con un kit de primeros auxilios.
—Es una historia larga y podría resultar algo confusa para ti. Sé que sonará raro, pero te pido que me escuches hasta el final.—Esperó a que él asintiera para continuar—. ¿Sabes algo de mitología griega? ¿El Olimpo, los dioses y todo eso?
—Más o menos. Lo básico, supongo. ¿Pero eso qué tiene que ver?
—El asunto es que esas historias son reales: los dioses existen—expuso limpiando la herida—. Por supuesto, ahora no es como en el pasado cuando gobernaban directamente sobre la tierra, eso terminó hace miles de años. Verás, hubo un concilio con dioses de todas partes del mundo y concluyeron que causaban demasiado daño a los mortales, por lo que decidieron legarles la Tierra y cerrar el mundo mítico para siempre. Los humanos jamás volverían a verlos o a ningún otro ser considerado de naturaleza divina, y revelar el secreto quedó prohibido bajo pena capital. Entonces se crearon dos mundos: el mortal y Mhytos. Y con el tiempo los humanos dejaron de creer en estos seres míticos y comenzaron a verlos sólo como eso, como mitos. Pero el hecho fundamental es este: ellos, al igual que la mayoría de esos seres mitológicos, existen. Siempre lo han hecho.
Por un espacio de un minuto los dos chicos se limitaron a verse las caras.
Durante ese tiempo Alex llegó a la conclusión de que quizás no era él quien había enloquecido. Sin embargo, sintió curiosidad por ver hasta dónde llegaría aquella historia.
—¿Y tú eres algún ser mitológico…?
Dafne asintió.
—Una ninfa de los ríos—expuso sin más explicaciones.
—Ah—no sabía qué decir. No quería contradecir la fantasiosa historia de una paciente mental en potencia armada con una espada.
—Aquí viene la parte complicada de la historia—continuó ella empezando a vendarle la herida con manos de seda—. Cierto grupo de dioses considera que los humanos no son merecedores del mundo y desde hace algunos siglos conspiran para derrocar a Zeus, el rey del Olimpo, y desbloquear Mhytos para volver a gobernar como les plazca. Esta facción se hace llamar La Causa y se han vuelto más osados en años recientes.
»No sabemos si Zeus desconoce lo que planean o si sólo se ha abstenido de intervenir, pero otro puñado de dioses estamos al tanto de las intenciones de La Causa y del riesgo que representan para la estabilidad del mundo y hacemos lo que podemos para impedir que cumplan sus objetivos.
»Pero hace unas semanas ocurrió algo que fallamos en prever. El dios Apolo desapareció sin dejar rastros, los intentos por localizarlo fueron en vano y hasta el sol de hoy pocos saben qué ha sido de él. Pero algunos tenemos una idea de qué hay detrás de su desaparición.
»Verás, Apolo sabía algo. No estamos seguros de qué, pero logró adquirir información que resultaba perjudicial para los planes de los rebeldes, por lo que necesitaban deshacerse de él. Pero por alguna extraña razón no lo mataron. En cambio, lo secuestraron y usaron magia antigua para borrar sus recuerdos e implantarle unos nuevos, dándole toda una vida e historia falsas y poniéndolo bajo el cuidado de dos de sus integrantes en un lugar donde nadie lo buscaría.
—Siento interrumpirte, pero sigues sin decirme qué tiene que ver nada de esto conmigo—le cortó Alex con más violencia de la que pretendía, ya harto de tanto sinsentido.
Dafne lo miró con expresión indescifrable.
—Alex, ¿no lo entiendes? Tú eres Apolo.
Alex se la quedó viendo antes de estallar en carcajadas. Y es que todo era tan ridículo que no pudo reaccionar de otra manera. Rió hasta que le lloraron los ojos y la herida le rindió cuentas.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?—consiguió decir cuando se calmó lo suficiente para hablar. Pero el semblante inexpresivo de Dafne dejaba en claro que no bromeaba—. Tienes que estarlo. ¿En serio pretendes que crea todo esto? Mis recuerdos son míos, nadie los “implantó” en mi cabeza.
—¿Estás seguro?—inquirió ella—. ¿Recuerdas cómo viniste a Barcelona?
—Por supuesto, tomamos en avión en-
Su mente se puso en blanco. Acudieron a él imágenes de su último día en Nueva York y de la primera vez que despertó en su nueva casa, pero cuando intentó centrarse en lo que había en medio nada le vino.
—No recuerdo…
—¿En qué escuela estudiaste antes de venir aquí? ¿En qué año te graduaste de la escuela? ¿Puedes describir a tus abuelos? ¿Qué fecha es el cumpleaños de tu madre? ¿Si quiera conoces tu propio cumpleaños?—le apremió Dafne, despiadada—. Tu primer amigo. Tu primer amor. El primer libro que leíste.
El cerebro de Alex saltaba frenético entre recuerdos; algunos más completos, pero la mayoría superficiales, casi vacíos. Mucha información y pocos detalles, una vida llena de agujeros. Recordó nombres a los que no pudo asociar ningún rostro y lugares que visitaba a menudo cuya dirección no lograba precisar. Incluso la forma en que estaba construida gran parte de su memoria parecía fuera de lugar, como si las piezas no encajaras. De alguna forma sólo sus recuerdos en Barcelona se sentían correctos, reales.
Dafne seguía disparando pregunta tras otra y a Alex sintió que la cabeza le iba a estallar. La habitación a su alrededor se desdibujó y de pronto sólo eran él y el torbellino dentro de su cabeza.
—Basta, por favor—rogó, pero apenas pudo escuchar su propia voz. Sintió ganas de vomitar, ganas de llorar. Se llevó las manos a los oídos.
Le tomó un tiempo tranquilizarse apenas lo suficiente para que su mente desacelerara por un momento. Cuando abrió los ojos y vio a Dafne frente a él con los ojos llenos de compasión, fue como si le hubiesen arrojado una soga que lo trajo de vuelta a la realidad.
—¿Lo ves?—dijo ella, aunque sin parecer contenta por tener la razón—. Desconozco qué tan fuerte es el hechizo, pero no hay forma de que sea perfecto. Si te fijas bien, la ilusión se desmorona.
Terminando con los vendajes, se puso de pie y le sirvió un vaso de agua.
—¿Te sientes mejor?
Alex asintió apenas tomando un largo trago.
—Continúa—le pidió.
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