El cuervo blanco surcó el cielo despejado como un cometa.
Como en un sueño ya conocido, del suelo donde un momento antes estuvo el ave brotaba un chorro de agua clara que comenzó a inundar la plaza de piedra.
Un graznido se hizo eco en la colina. En lo alto de cada uno de los seis pilares que conformaban la plaza, había posado un cuervo de plumas blancas como la nieve. Las aves chillaron agitando sus alas níveas como intentando decirle algo. Un concierto sepulcral que le erizaría la piel a cualquier hombre.
La tierra se sacudió y la ola engulló la colina. La corriente era implacable, irrefrenable; el poder puro de la naturaleza dispuesto a arrasar todo a su paso. Oponérsele resultó inútil. Entonces se hizo la calma y sólo había agua, cubría la colina y la plaza sobre esta. Era como si el océano se hubiese apoderado de la Tierra.
Y ahí estaba Lanna Green. El rostro dulce, el pelo flotando a los lados de la cara, desvaída como una fotografía que se coló en la lavadora, indiferente a cuanto la rodeaba. Parecía esperar por algo.
Junto a ella flotaban cuatro más. La primera era una chica de pelo rubio como el trigo cuyo rostro nunca había visto antes, pero los otros tres eran bien conocidos. George Green llevaba puesta una coraza de bronce y sus ojos perdidos en la nada eran dos espejos de hielo, duros, inexpresivos. A su lado, el joven de cabello negro, carecía de la firmeza y picardía con que le había visto actuar en vida. Y por último estaba Diana, la dulce Diana, tan menuda y frágil como una figurilla de cristal, el rostro sin vida tan pálido como su cabello.
Dos cuervos se posaban sobre cada cuerpo, uno blanco en el hombro derecho y otro negro como la noche en el izquierdo. Las aves lo traspasaron con sus pequeños ojos afilados, apremiantes.
«Esto es todo para ti—decían—. Contempla el panorama.»
El grito se coló a la realidad. Por segunda ocasión Alex despertó sintiendo un fuerte regusto a sal en la boca, como si en la realidad hubiese tragado agua de mar.
Miró a su alrededor y por un momento se sintió desorientado al verse en una cama que no era la suya. La habitación estaba sumida en la oscuridad.
La puerta se abrió de sopetón y Dafne irrumpió en la habitación como una avalancha.
—¿Alex, estás bien?—preguntó escaneando la habitación en busca de peligro, espada en mano lista para el combate. El cabello suelto dándole un aspecto fiero.
—Na… nada. Lo siento—balbuceó él. Verla le hizo recordar los hechos del día anterior y la cruda realidad lo golpeó como un martillo—. Fue una pesadilla. Lamento haberte asustado.
Ella frunció el ceño. Miró de lado a lado una última vez antes de apartar el arma.
—Bisalte está de regreso—dijo adoptando el tono adusto que parecía ser su favorito—. Alístate y baja, tenemos que irnos cuanto antes.
—¿Qué hora es?—preguntó Alex frotándose los ojos somnolientos.
—Las cinco.
—Madrugadora, ¿eh?
—Repito, tenemos que irnos cuanto antes. Baja, rápido—Se disponía a retirase, pero dio un paso atrás y lo miró con la misma expresión contrariada de la noche anterior—. ¿Seguro estás bien?
Alex asintió forzando una sonrisa.
Ella no pareció muy convencida, pero lo dejó a solas de todas formas.
En el cuarto de baño Alex se retiró los vendajes que le cubrían la herida para echar un vistazo. Se sorprendió al notar que lucía menos profunda de lo que recordaba. Más limpia también… casi demasiado. Ya ni siquiera le dolía.
Las magulladuras en el resto de su cuerpo—producto de haber sido arrastrado varios metros en el suelo—también habían desaparecido en su mayoría.
Vislumbró su reflejo en el espejo y fue como ver a un extraño. La nariz recta, las cejas delgadas, los ojos del color de hojas; rasgos con los que estaba tan familiarizado y a los que apenas había prestado atención antes. Podía palparlos, sentirlos, pero en el fondo era como si no le pertenecieran.
«¿Quién eres?», le preguntó. Por supuesto, no obtuvo respuesta.
Alex sacudió la cabeza y dejó escapar un suspiró. A este paso perdería la cabeza pronto. Envolvió de nuevo la herida con resultados más pobres que los de Dafne, y se refrescó la cara con agua fría.
No le tomó mucho hallar la cocina, sólo tuvo que guiarse por el ruido de conversaciones y cubiertos sonando. A través de la puerta entreabierta atisbó la pantalla de una TV sintonizada en el noticiero local.
«La tarde de ayer ocurrió un trágico accidente involucrando a tres automóviles. El incidente ocurrió cuando uno de los conductores en supuesto estado de ebriedad se desvió de su carril colisionando de frente con otro vehículo ocupado por una mujer en compañía de su hija. Un tercer conductor, al no darse cuenta de la colisión, término chocando con los dos primeros. Los cuatro involucrados: dos hombres, una mujer y una joven de doce años perecieron en el accidente. La policía…»
Alex se quedó en piedra donde estaba.
Era imposible que se refiriera a la visión que tuvo el día anterior. Y, aun así, el reportero lo había descrito con escalofriante exactitud y en la pantalla se mostraban imágenes de los vehículos destrozados que bien podrían haber salido directo de su cabeza.
«No puede ser real—se dijo, el oxígeno comenzando a faltarle—. Es sólo otra alucinación. En cualquier momento desaparecerá». Pero las imágenes seguían en la pantalla nítidas y brutales.
Era real, muy real, y se había cumplido con el mismo terrible desenlace: cuatro muertes, negras como los cuervos que las acompañaron.
—Alex, ¿qué ocurre?—le habló alguien, una voz distante.
Pero él no podía responder. El cuerpo se le había puesto rígido, los ojos inundados de lágrimas, el espacio entre respiración y respiración se extendía agónico e interminable, como si hubiese inhalado todo el aire del mundo y no quedara nada para después.
Cadáveres y cuervos, cuervos y cadáveres. Su cabeza estaba llena de ellos.
El rostro de Diana apareció ante él. Viva, brillante como la luna llena que alumbra el camino a los extraviados en las profundidades de la noche.
—¡Alex! Dioses, ¿qué te ocurre?—preguntó con los ojos muy abiertos.
—Y-y-yo…—No podía articular nada con sentido.
—De acuerdo, respira. Despacio—le dijo ella guiándolo hasta una silla.
Le tendió un vaso de agua que Alex lo tomó con manos temblorosas.
—Yo sabía que eso iba a pasar…—dijo él apuntando al televisor, las palabras atorándosele en la garganta—. No… no sé cómo, pero ayer lo imagine y se cumplió… Fue tan real.
No pudo decir más. Un agarre de hierro le oprimía la garganta.
Diana lo sujetó y le pasó la mano por el cabello de forma afectuosa.
—Shh, está bien. Está bien—le consoló con voz sosegada—. Siempre has podido ver estas cosas, es sólo qué no lo recordabas.
Alex levantó la cabeza de golpe y ella pegó un respingo.
—¿En serio? Pero esto es horrible. Yo… yo no quiero ver estas cosas—tan sólo la idea de pasar por eso más de una vez le revolvió el estómago.
—Shh, shh. Lo sé—susurró Diana, abrazándolo con fuerza.
Lo sujetó así por un largo rato y Alex se dejó. Su cercanía resultaba reconfortante y de alguna forma familiar. Gracias a ella pudo calmarse lo suficiente para volver en sus sentidos.
Alguien había apagado la TV y lo único que podía escuchar era el sonido de su propia respiración.
Alex se soltó de su abrazo y se enjuagó la cara.
—Lo siento, eso fue patético.
—No digas eso—replicó Diana agachándose junto él. Le tomó una mano—. Escucha, Febo, tienes el don de la profecía, lo que significa que el futuro a veces se muestra ante ti—explicó despacio, mirándolo a los ojos—. Esto te ocurre de vez en cuando y a veces no hay nada que puedas hacer para impedirlo. Sé que será difícil para ti, pero eres más fuerte de lo que crees. Lo has superado antes y lo superaras ahora. Y pase lo que pase me tienes aquí para ayudarte, ¿de acuerdo?
Alex no respondió por un largo rato.
«Estoy maldito», pensó.
Reparó en que no estaban solos en la cocina. Dafne, Orión y Bisalte habían sido testigos silentes de la escena que había armado. Todos le esquivaron la mirada como si tuviera la peste. Sus rostros ensombrecidos con expresiones de… ¿pena? ¿Lástima?
Por fin, Alex intercambió una mirada con Diana. «De acuerdo», dijo.
—Bien—sonrió ella poniéndose de pie—. Ahora come, mira que Dafne ha insistido bastante en que debemos irnos.
Desayunaron en medio de un cargado silencio. Alex no tenía apetito, pero apenas había probado bocado en las últimas veinticuatro horas, de modo que se obligó a tragar el pan y salchichas que le habían puesto al frente.
Al cabo de algún tiempo, fue Dafne quién habló primero:
—Bien esto es lo que haremos—dijo en tono profesional—. No muy lejos de aquí está la entrada a unos túneles abandonados que nos llevarán fuera de la ciudad hasta el punto donde nos reuniremos con la persona que nos llevará a nuestro destino: la isla de Circe.
—¿La isla de Circe?—exclamó Diana, atragantándose con su vaso de jugo—. ¿Has perdido la cabeza? ¿Sabes lo arriesgado que es ir a esa isla?
—Soy consciente de los riesgos—replicó la ninfa, aunque tampoco parecía demasiado entusiasmada—. Pero nuestro guía ha ido y regresado de la isla muchas veces sin inconvenientes, conoce bien el camino y Circe confía en él. Estaremos en buenas manos.
Diana no se mostró satisfecha.
—¿Quién es Circe?—preguntó Alex antes de que alcanzara a replicar.
—Es una de las brujas más poderosas y sabias que han existido. Si alguien es capaz de deshacer el hechizo que pusieron sobre ti, es ella—respondió Dafne—. Y es bien sabido que no mantiene relaciones con otras deidades y se abstiene de tomar bandos, por lo que podemos confiar en que no nos delatará.
—Por no mencionar que es una sádica famosa por transmutar a sus visitantes en animales como entretenimiento—masculló la diosa de cabellos de plata.
—Es un riesgo que tendremos que correr—replicó la ninfa—. Además, ese es el otro motivo por el que Bisalte contrató a este explorador en particular. Tiene un largo historial con Circe, por lo que la bruja no nos causará daño alguno mientras estemos bajo su protección.
—Mientras no termine convertido en un cerdo, por mí no hay problema—dijo Orión recargado contra la nevera. Jugueteaba con un cuchillo corto sin mango pasándolo ágilmente entre los dedos.
Por respuesta, obtuvo una mirada fulminante por parte de Diana.
—Sigo sin estar de acuerdo. Me parece muy peligroso aventurarnos hasta allá.
—Pues es la única opción que tenemos—dijo Dafne comenzando a alzar la voz—. Si no quieres ir, bien, son libres de seguir su camino. Pero Alex está bajo mi cargo e iremos a buscar a Circe.
—Eso no lo decides tú. Es mi hermano de quien hablamos. ¿Quién te dio la autoridad de disponer sobre él?
Si las miradas mataran, las dos chicas habrían acabado con la otra sin lugar a dudas. O quizás la cocina habría estallado.
—Te recuerdo que fui yo quien lo rescató en un primer lugar—apuntó Dafne.
—Y te estaré eternamente agradecida, pero para nosotros sigues siendo una completa extraña—replicó Diana sin mucha gratitud en su tono. Se volvió hacia Alex y le cogió las manos entre las suyas—. Alex, piénsalo, podemos ir a Diapolis, a casa, y allí buscaremos en una solución. Podemos pedir ayuda a padre si es necesario, ¿sí?
—Nadie dispone de más recursos para ayudarte—la secundó Orión con una sonrisa de vendedor.
—No lo sé, yo…
—No podemos exponernos de esa forma—repuso Dafne—. No hay forma de saber hasta dónde se extiende la influencia de la Causa, y tanto en Diapolis como en el Olimpo estaríamos ofreciéndoles la oportunidad de secuestrar a Alex de nuevo. Mientras menos personas sepan de su situación, mejor.
Diana no se tomó la molestia de mirarla siquiera.
—¿De verdad quieres poner tu vida en peligro siguiendo a una extraña?— Le apretujó la mano.
«Tú también eres una extraña—pensó Alex, pero no lo diría en voz alta».
Miró de reojo a Bisalte en busca de un último consejo.
—A mí ni me mires—dijo el sileno enterrando la cara tras el periódico que tenía en las manos, las orejas animalescas sobresalían detrás de este.
Alex sopesó sus opciones por un momento. Seguir a su desconocida hermana que apenas parecía tener idea del alcance de la situación, o a la pelirroja—apenas más conocida que la otra—que ya le había salvado la vida una vez y al menos parecía tener un plan. Arriesgado, pero un plan al fin.
No le costó tomar una decisión.
—Iré con Dafne—dijo—. Si hablar con Circe me ayudará, entonces estoy dispuesto a correr el riesgo.
En los labios rosados de Dafne se dibujó una sonrisa laureada.
La chica miró a Diana alzando una ceja en forma de pregunta muda y la otra asintió con cara de pocos amigos.
—Decidido entonces—La ninfa se puso de pie y con su tono autoritario añadió—: Nos vamos en diez minutos.
Nadie dijo nada cuando dejó la cocina.
Alex se apresuró a seguirla cuando recordó que tenía algo que decirle.
—Eh, Dafne—la llamó a mitad del pasillo. Se rascó la parte trasera de la cabeza cuando ella se volvió a verlo—. Ehm, estuve revisando mi teléfono y tenía un montón de mensajes de… George. —estuvo punto de decir “mi padre”, pero se corrigió a tiempo—. Estaba furioso, por cierto, y…
Dafne abrió los ojos como platos.
—¿Lo llamaste?—exclamó sobresaltada.
—¿Me tomas por imbécil?—replicó Alex, ofendido—. ¿Podrías dejarme terminar? El caso es que había un mensaje de Europa, algo que creo era para ti.
—¿Qué dijo?
Irónicamente, Alex tenía buena memoria; repitió las palabras de su madre sin necesidad de recurrir a su teléfono.
—En efecto, era un mensaje—dijo Dafne con una sonrisa—. Lo del pastel es algo de la época en que nos conocimos. Necesito enviar un mensaje notificando que estás a salvo.
—Supongo que es bueno que conservara el teléfono—comentó Alex.
Dafne se limitó a asentir y sin decir más se alejó en dirección a las escaleras.
«Supongo que un gracias es pedir demasiado», pensó Alex.
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