Segomedes tomó la palabra con tono alto, decidido. De no ser por la calidad de sus palabras, habría rozado la pedantería.
—Gracias por recibirnos con tanta presteza, majestad —inició con un movimiento de cabeza, colocando su mano derecha sobre el diafragma—. Mi intención es ayudarle a resolver su problema en cuestión y que su tierra y reinado recuperen la normalidad tanto antes mejor.
Elevando los brazos al cielo, el wánax despegó el cuerpo del trono de un salto, y su túnica, larga hasta el tapiz del suelo, decorada con bordados de oro, bailó con los destellos rojizos gracias a la luz que, tímidamente, conseguía entrar por los ventanales de la pared a su izquierda.
—¡Grandilocuencia! ¿Pero qué es ésto? ¡Pido un guerrero de Esparta y llega un filósofo!
Segomedes hizo lo posible por mantener el rostro inexpresivo, pues no sabía si se trataba de un halago o un insulto. A ambos lados, la guardia parecía mostrar la misma reacción. Señalando a su interlocutor, el monarca continuó con voz severa.
—Tebano, necesito a un hombre con experiencia cazando monstruos. ¿Son ciertas las historias de que mataste un cíclope o no?
Tofilio giró el cuello lentamente hacia el lado, tan ansioso de escuchar la respuesta como el monarca. Segomedes permaneció impasible durante varios segundos. Si lo hizo para calcular sus palabras o como mera pausa dramática, era difícil de discernir.
—No del todo —respondió, a lo que Iphitos, un hombre de pasados cincuenta años, piel blanquecina y barba oscura, quedó petrificado, aunque no interrumpió—. Luché contra un cíclope, pero lo hice junto a un grupo de valientes espartanos.
Señaló a su compañero Tofilio, quien, ante el gesto, hinchó el pecho de orgullo.
—Y conseguí dar el golpe de gracia. Cualquiera que piense que puede matar una criatura como un cíclope sin ayuda es un necio. En los últimos meses, hemos viajado juntos y hemos dado muerte a diversas criaturas, pero este cíclope ha sido nuestra mayor pieza.
El wánax se mesó la barba, masticando las palabras del tebano volviendo a su trono.
—Entiendo. Si dices verdad, eres un hombre modesto. Y cualificado. Sea. Segomedes el tebano, he aquí mi dilema.
Hizo una pausa, y su gesto se torció en dolor, tanto que formó un puño y lo llevó al corazón.
—Mi reina Iodamias. ¡Oh, mi reina, mi dulce, dulce esposa! Ella salió de paseo por la montaña junto a su escolta personal, compuesta por diez de mis mejores hombres, como tantas veces ha hecho, pues le gusta el Sol y el ejercicio… al contrario que a mí. Bien. Fueron atacados por un vil cíclope, muchos de ellos ya no están entre nosotros. Y mi esposa... fue llevada en brazos como una vulgar prostituta.
Segomedes frunció el ceño.
—¿Y cómo sabe ésto?
Triskenio dio un paso adelante, y los visitantes giraron sus cabezas hacia él. En el rostro del capitán había cierta expresión amarga.
—Yo estaba allí —explicó—. Al igual que Deneo. Fuimos los únicos que sobrevivimos, además de la reina. Vimos cómo la abominación se la llevaba hacia el paso montañoso. Le seguimos, pues no nos atrevíamos a volver sin ella, y encontramos su guarida en una cueva en el otro lado de la montaña, al oeste. Sabemos que la reina está viva, porque escuchamos sus gritos desde el exterior. Desde entonces, hemos enviado grupos de rescate, pero… sin éxito. Hemos fallado una y otra vez, para vergüenza de la guardia real.
Segomedes no pareció empatizar con el soldado. Continuó sus pesquisas.
—Necesito saber si iba armado, qué tamaño tenía exactamente, si quedó herido y una descripción completa de cómo es el lugar donde se esconde.
Triskenio quedó congelado.
—¡Triskenio! ¡Responde! —ordenó su superior, a lo que él espabiló con un salto en el sitio.
—Ehm… debía… debía ser como tres hombres como yo, tal vez un poco menos y… no llevaba armas, pero sí conseguimos herirle en las piernas. Nada profundo, me temo.
Segomedes fulminó con la mirada al capitán, y éste continuó.
—¡Ah, sí! El paso es estrecho, y continúa tras la entrada a la cueva. Al otro lado hay un precipicio, por lo que es altamente peligroso. El túnel tampoco es amplio, podemos usarlo en nuestra ventaja.
Cruzándose de brazos, el tebano meditó en silencio, quedando el resto de presentes a la espera de su conclusión, que llegó pasado un minuto.
—Muy bien. Si no tuviéramos el tiempo en nuestra contra, podríamos trazar una estrategia segura. He de pensar, debemos actuar lo antes posible. Necesitaremos al menos quince soldados, no más de treinta, pues no servirían de nada —se dirigió al capitán de la guardia—, mañana en la primera luz, nos reuniremos y perfilaremos los detalles. Os enseñaré a moveros, qué ataques esperar de un cíclope, y sus puntos débiles.
Triskenio asintió con inusitada energía, clavándose en el sitio como si estuviera ante un general. Ciertamente, las rápidas respuestas del tebano, junto a su porte y tono seguro de sí mismo, inspiraba confianza y fortaleza.
—Todavía no hemos acordado la recompensa.
Segomedes negó con la cabeza.
—Guárdese el oro para cuando haya terminado el trabajo. El dinero no sirve al hombre muerto.
Tal y como habían planeado, Segomedes y Tofilio abandonaron el palacio, a pesar de la insistencia del wánax y las hermosas esclavas que habrían conseguido convencer a cualquier otro invitado. La luz desparecía, tiñendo el firmamento de un azul marino profundo, imitando a la masa de agua que rodeaba la isla.
—Aquellas esclavas llevaban en joyas más oro del que yo nunca he tenido —comentó el espartano.
—Y del que nunca tendrás.
Apretando los morros, Tofilio paró en seco. Cargado como iba, un tronar de objetos de bronce tintineante llenó el silencio.
—¿Y éso?
Segomedes señaló un edificio que destacaba por su tamaño y numerosas ventanas iluminadas.
—Porque puede que sea nuestra última noche en el mundo de los vivos. ¡Vamos a gastarnos hasta la última moneda en vino y mujeres!
Tofilio elevó los puños a las estrellas.
—¡Las mujeres de aquí no son de mi agrado!
—¡Peor para ti!
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