Años atrás, el gentil Sil Ebi había regresado victorioso de las revueltas suscitadas por los hombres infieles en las distantes montañas de Saillan, donde los ejércitos del Rey habían encontrado la muerte por las manos de la Espada de Dios. Esa victoria significó el fin de un siglo de guerras, pero en los corazones de los mortales aún existían el rencor y un odio que no tardarían en explotar una vez más. Sil Ebi sabía que no pasaría mucho antes de ser convocado de vuelta para liderar el choque en el este.
De pie en el pórtico de su casa, miró el ascenso del Astro Rey mientras arrullaba en sus brazos el fruto de su amor.
—Serás llamada Ada, la luz de este mundo— susurró él las últimas palabras que su esposa había dicho antes de partir hacia las profundidades de la tierra.
No había modo de que el gentil guerrero supiera que su hija crecería alta, noble y hermosa, sin un padre que cuidara de ella hasta que pudiera valerse por sí misma; pues ella aún no tenía ni un mes de edad cuando las huestes de Dios atacaron el pueblo. Durante el caos, Sil Ebi tomó su verdadera forma y voló para buscar la seguridad del bosque —que se encontraba al oeste del mundo—, llevando a su amada hija en sus poderosas garras. Mortalmente herido por cien flechas, Sil Ebi fue capaz de esconder a Ada dentro de una pequeña cueva abierta en la cara de un risco coronado por el retoño de un roble.
—No llores, mi dulce luz.
Pero las lágrimas ya caían de los tiernos ojos de la bebé, quien añoraba un cálido abrazo. Y su padre, a pesar de un gran dolor, cantó acerca del lugar más allá del este, donde las flores crecían con deliciosos aromas como notas de una melodía capturadas en los finos colores de la memoria de una bailarina.
—Allá irás un día, oh brillante luz de este mundo. Y en tus pequeñas manos, fuertes como este roble, habrá una fuerza mayor que la mía.
Algún tiempo después, la hermana de su madre, una bruja, encontró a la pequeña Ada y la crio como si fuera su propia hija, hasta que ella ya no fue una niña. Fue entonces cuando Sanelo apareció por primera vez. Exhausto y herido, llegó del oeste siendo aún un joven de la edad de Ada, quien lo encontró en la misma cueva. Ada y su tía cuidaron de él con ternura hasta que recuperó su fuerza y fue capaz de decirles que él era el hijo del Rey y la Reina, quienes habían sido obligados a darlo a Dios como una ofrenda de paz; que había escapado de Kásatan, incapaz de soportar la Ira de Dios en su carne desnuda; y que no podía volver con sus padres. Entonces Ada le ofreció un hogar y su amistad.
Los años pasaron con la tensión de un pueblo oprimido por Dios y susurros que hablaban de una guerra a punto de estallar, pero nadie había aparecido para reclamar al fugitivo y llevarlo devuelta a Kásatan. Sabiendo que él era libre, Sanelo y Ada, una vez alcanzada la mayoría de edad, celebraron su unión ante el roble que alguna vez fue refugio para ambos, y de esa unión florecieron tres niños: Hero, Esro y Aro Ebi, a quienes Ada les enseñó las Artes de las brujas y magos, y Sanelo, las de los guerreros.
Pero cuando los cuernos de guerra fueron soplados una vez más, el Rey Diuren Garán envió a por los nietos de Sil Ebi, ya completamente crecidos, para que comandaran las fuerzas de los ejércitos, e invocó a sus hijos, esparcidos a lo largo de los confines del cielo y la tierra, para encarar a Dios una última vez.
—Nosotras debemos quedarnos aquí, Ada— dijo la tía a la esposa de Sanelo la noche antes de su partida—. Las batallas son un asunto de hombres, inútiles tonterías son. Nuestro lugar es nuestra tierra, nuestro hogar, para cuidar de ellos, protegerlos, nutrirlos y cultivarlos. Aquí yace nuestro poder, nuestros secretos. ¿De qué sirve matar? ¿En qué nos beneficia alzar las armas? ¿Qué nos importan las batallas, asesinas de hombres, cuando aquí está lo que amamos, lo que somos, los que necesitamos para vivir? ¡Deja que los hombres marchen para desatar su estupidez contra los muros: empresa sinsentido!
Las guerras fueron horribles, y Sanelo tuvo que observar cómo sus hijos morían uno a uno en la impía tierra; mientras sus hermanos y hermanas eran cazados hasta la extinción.
Entonces llegaron la traición contra Diuren Garán y la derrota total con la muerte del Rey.
La segunda vez que Sanelo apareció fue antes de la caída y su exilio. Ada había intentado matar a sus nietos, y él, tomándola por la muñeca, la acercó a sí, la abrazó y tomó el cuchillo de sus impolutas manos. Sin embargo, no pudo permanecer por mucho tiempo en la tierra, pues su madre lo llamó devuelta al cielo, sólo para expulsarlo en un ataque de ira, nacida de un engaño que llevaría a su propia destrucción…
Cuando El Exiliado despertó, Ada Ebi lo miraba bajo un cielo muerto, donde la Reina ya no aparecía. Un fuego peleaba por mantener alejado el frío de sus huesos; pero el frío era demasiado intenso y demasiado cruel.
—Estás otra vez conmigo, Sanelo— dijo Ada Ebi, aferrándose a su mano con desesperación—, pero es demasiado tarde.
Sólo entonces el Exiliado descubrió la verdad marcada en el rostro de su esposa: el sufrimiento por la muerte de sus niños; el cansancio natural de la vida de una madre, y el de una abuela; el precio que el largo invierno había cobrado a su cuerpo.
—No— susurró él—, no…
—Me temo que no puedo hacer nada— replicó Ada Ebi—. Mi magia ya no me puede mantener viva. Prometimos estar juntos por siempre, pero creo que no puede ser.
El Exiliado se levantó al tiempo que el cuerpo de Ada Ebi caía. La tomó con ternura en sus brazos y comenzó a cantar una canción que ella no había escuchado en un largo tiempo.
—Allá irás un día, oh brillante luz de este mundo. Y en tu pequeña mano, fuerte como un roble, habrá una fuerza mayor que la mía. Y en tus lágrimas derramadas estará el recuerdo de las mil sonrisas que te di, y el millón de besos que no pude darte. Y aunque estemos separados, andaremos juntos el camino para contar nuestros recuerdos…
El espíritu de Ada Ebi escapó de su cuerpo, volviéndose las primeras luces que tocaban el cielo desde la traición contra Diuren Garán. Y el tercer cuarto de la noche aún estaba por llegar.
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