Miró al cielo, frío y sin vida, como todo a su alrededor. Ni el viento, ni la nieve ni la lluvia caían de él. Las siluetas de las montañas se esforzaban por alcanzar con sus pesadas cumbres nebulosas al antiguo amante que alguna vez lo rodeó en tierno abrazo. Antes, cuando los Grandes Poderes aún reinaban el mundo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo; tanto, que posiblemente ninguna criatura sobre la tierra podía recordarlo. Y aun así, yo lo recuerdo, pensó El Exiliado, sus ojos perdidos en la infinidad, buscando con avidez, esperando, sin ilusión alguna, que por una vez, por tan sólo un momento —tan corto como un suspiro—, su madre abriera sus blancos ojos. Tanto tiempo había pasado en esa inexorable oscuridad, aunque nadie habría podido decir exactamente cuánto.
Poco a poco, sin quererlo, bajó su mirada hasta que vio a su izquierda la blanca llanura que se extendía hasta las lejanas montañas y el lago calmo, cuya corriente hacía mucho tiempo que no fluía; y a su derecha, el inmenso bosque, que parecía abarcar el resto del mundo.
Vacilantes, sus pisadas lo llevaron a desandar el camino de su padre, esperando regresar finalmente a su hogar. Sus pies desnudos ardían con la gelidez de la tierra y con el cansancio de haber caminado desde que las últimas luces hubieron desaparecido del cielo. Se sentía como si hubiese caminado por días, meses, o quizá años; pero ni siquiera el segundo cuarto de la noche había pasado. Caminaría hasta el amanecer para ver si acaso su madre se acordaría de su hijo perdido. Al menos el cielo duerme, pensó como consuelo. Claro que lo ha hecho desde que el Rey es Rey.
Recordaba la guerra. Una guerra que pudo haber sido evitada; sin embargo, nadie había querido hacerlo. Sus hermanos habían preparado las armas antes de la declaración, y sus hermanas —habiendo inmolado los sacrificios y las ofrendas de paz sin siquiera detenerse a pensar en los mortales que verían su fe traicionada— habían formado líneas. Y él no los había detenido. ¿Por qué habría tenido que detenerlos? Anhelaba la guerra tanto como Radelaan o Suravien. Pero yo sabía qué ocurriría. ¡Oh, él había sabido muy bien todo lo que se desencadenaría con esa guerra! ¡Incluso la traición! Pero había decidido escoltar al Rey a la batalla y a su inminente derrota; y había permitido la traición de Diuren Garán.
Notó entonces las lágrimas que resbalaban por sus mejillas y se congelaban antes de siquiera tocar el suelo. ¿Lloras por ti mismo? ¡Qué patético! Merecía el exilio y todo lo que le pasara en la tierra, pues había permitido que todo sucediera. Así que viajaría a los confines del mundo buscando por un perdón que, hiciese lo que hiciese, nunca llegaría.
El Exiliado se adentró en el bosque, y las sombras lo devoraron.
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